El general Wojcech Jaruzelski dio un golpe en la mesa, exasperado. "Alguien debería obligarlo a parar de ladrar", bramó el dueño de Polonia. Años después, Jaruzelski mantendría que esa frase había sido solo un exabrupto, una forma de hablar, no una orden. Pero alguien que lo oyó, aún no se sabe bien quién, quizás un alto oficial de la Seguridad del Estado rabiosamente diligente, creyó que el general Jaruzelski había pronunciado una categórica sentencia de muerte contra el padre Jerzy Popieluszko, el joven sacerdote católico cuyos exaltados sermones estaban haciendo más daño al gobierno comunista que el sindicato Solidaridad.
El 19 de octubre de 1984, el auto en que Popieluszko regresaba a Varsovia después de celebrar misa en el pueblo de Bydgoszcz fue detenido por tres hombres en un tramo de camino poco transitado. El jefe de los verdugos era Grzegorz Piotrowski, el joven jefe de la sección del Ministerio del Interior dedicada a vigilar las actividades anticomunistas de la Iglesia Católica. Piotrowski y sus dos secuaces amarraron y amordazaron a Popieluszko y lo encerraron en el maletero del auto. Cuando la víctima intentó escapar, lo golpearon tan furiosamente, que más tarde, cuando el cadáver fue encontrado, su rostro era irreconocible, el hígado y los intestinos habían sido reducidos a pulpa, y los pulmones estaban llenos de sangre.
Los asesinos no tenían, sin embargo, un plan muy elaborado, eran solo unos toscos carniceros. Después de deliberar qué hacer con Popieluszko, decidieron atarle piedras a los pies y echarlo a una presa en el río Wisia. Diez días después, el cadáver fue recuperado de las aguas del Vístula y llevado a Varsovia, donde medio millón de personas celebraron, llorosamente, su funeral. Para entonces, el gobierno comunista de Polonia tenía sus días contados.
Esa historia, muy probablemente, no se repitió en Cuba el año pasado, ni siquiera con las chapuceras variaciones que podrían esperarse de nosotros. Quizás me equivoque, a lo mejor cuando los archivos del Ministerio del Interior de Cuba sean abiertos al escrutinio del público se sepa que el general Raúl Castro, personalmente, ordenó el asesinato de Oswaldo Payá, o bien, que una frase suya fue fatalmente malentendida por uno de sus genízaros, como la del general Jaruzelski supuestamente lo fue. Ambas cosas son posibles, como casi todo en la vida lo es, pero estas dos no lo son mucho.
Por toda la alharaca que ha rodeado la muerte de Payá y de Harold Cepero en una carretera del oriente de Cuba, en la tarde del 22 de julio del 2012, azuzada esta semana por las nuevas declaraciones de Ángel Carromero a El Mundo, nadie ha ofrecido una explicación satisfactoria de las razones por las cuales Raúl hubiera ordenado matar a Payá, líder del Movimiento Cristiano de Liberación, uno de los grupos más duraderos y laboriosos de la oposición política en Cuba.
Carromero, que conducía el auto en que viajaban Payá, Cepero y el sueco Aron Modig aquel día, dijo a El Mundo que Payá había sido "el único opositor que podía liderar la transición en Cuba". Es esa una idea que parece ser popular en algunas secciones de la oposición, y que se ha extendido abundantemente después de la muerte de Payá.
"Perdimos al primer presidente de la transición cubana", dijo Yoani Sánchez, también a El Mundo, hace unos meses, extrañamente. "Primer presidente del país que no fue… que se nos fue", lo llamó también Orlando Luis Pardo Lazo en este diario.
Payá, después de su muerte, ha sido comparado con José Martí y Félix Varela, con Martin Luther King y Mahatma Ghandi. Es comprensible, justo, incluso conmovedor, que los amigos y colaboradores de Payá lo recuerden con tan desbordado afecto, pero si se hiciera un análisis despiadadamente político del caso, se vería que la influencia y alcance del líder del MCL, dentro de la variopinta oposición cubana, o en la totalidad del país, no eran en el momento de su muerte ni remotamente tan grandes o molestos como para siquiera merecer especial atención del mandamás de Cuba, y mucho menos para que este ordenara un acto tan descabellado, inconveniente e inútil como un asesinato político, a plena luz del día, en una carretera, presenciado por un par de ciudadanos extranjeros. Si se prueba, en el futuro, que sí lo hizo, tendríamos que concluir que Raúl Castro era aún más incompetente de lo que ahora creemos.
Permanente, pero no excesiva irritación
Habían pasado, en el verano del 2012, exactamente diez años desde que Payá había puesto en jaque a Fidel Castro con su Proyecto Varela, el más astuto y efectivo plan jamás imaginado por la oposición cubana para forzar una transición política en la Isla, o al menos, que el Gobierno reconociera la existencia y legitimidad de un rival interior. Escurriéndose entre los agentes e informantes de la Seguridad del Estado, Payá y sus colaboradores lograron una formidable hazaña, conseguir que más de once mil cubanos se arriesgaran a firmar una petición para que la Asamblea Nacional considerara una radical reforma política, equivalente a una restauración capitalista.
"El Proyecto Varela sobresale porque fue la única iniciativa en aquella época que recabó la participación ciudadana en gran escala. Nadie había hecho nada semejante, ni antes ni después", ha dicho Philip Peters, un experto en Cuba del Lexington Institute.
Fidel Castro solucionó aquel enredo en su inimitable manera, con un rudo golpe de mano, o si se quiere, de Estado, el esperpéntico referendo constitucional de aquel año que declaró al sistema socialista de Cuba, cómicamente, "irrevocable". Al año siguiente, Fidel mandó a la cárcel a casi todos los opositores prominentes, y de paso, a algunos que apenas eran prominentes u opositores, aunque, curiosamente, no tocó a Payá, que vio cómo arrestaban a decenas de miembros de su propio grupo, y a él lo dejaban en aparente libertad.
El Proyecto Varela se hundió bajo el abultado peso del desprecio con el que Fidel Castro lo trató, y el rol de Payá como líder más influyente y visible de la oposición en Cuba, al menos mirándolo desde fuera de la Isla, fue fatalmente dañado por la presunta benevolencia que le dispensaron las autoridades. No mandar a la cárcel a Payá, y dejarlo incluso que viajara al extranjero, se reuniera aquí, allá y acullá con quien quisiera recibirle, y aceptara en Estrasburgo el Premio Sajarov del Parlamento Europeo, fue otra pícara decisión de Fidel.
Libre, mientras casi toda la oposición estaba en la cárcel, Payá quedó en una posición excepcionalmente incómoda, con un margen de acción política bruscamente reducido, con su liderazgo hondamente debilitado. Uno puede dirigir una revolución o una contrarrevolución desde la cárcel, como Nelson Mandela o Aung San Suu Kyi han probado, pero no puede dirigirla si la revolución está en la cárcel y uno está afuera.
Durante casi una década, el foco de la diezmada, descabezada oposición cubana no sería ya obligar al Gobierno a negociar los términos de la transición, sino, apenas, lograr la libertad de los presos políticos. Esa larga campaña, que terminó cuando Raúl Castro despachó en el 2010 a casi todos los presos de la primavera negra del 2003 al exilio o, enfermos, de vuelta a casa, dejó exhausta y disminuida a la oposición tradicional, incluyendo al Movimiento Cristiano de Liberación.
En el momento en que murió, Payá era todavía una molestia, una causa de permanente pero no excesiva irritación para las autoridades de Cuba. En los diez años anteriores a su muerte, no había hecho nada tan provocador y peligroso como el Proyecto Varela, y los ataques de la prensa oficial se habían concentrado, durante ese tiempo, en nuevos objetivos, en grupos y figuras de más difícil clasificación política e ideológica, y que las autoridades estimaban más peligrosos e intratables, como las Damas de Blanco, Yoani Sánchez u otros parlanchines blogueros.
Carromero, credibilidad perdida
¿Por qué matar a Payá? La relativa notoriedad que Payá había alcanzado en la época en que presentó el Proyecto Varela, se había desvanecido largamente para el 2012. Una buena parte de los cubanos no hubieran podido identificar su nombre, decir quién era, o qué grupo dirigía. Matar al padre Popieluzsko en 1984, aunque ahora, en retrospectiva, parezca una decisión rotundamente estúpida, tenía cierto atractivo para el gobierno militar polaco. Los "Sermones por la Patria" del padre Popieluzsko congregaban habitualmente a decenas de miles de personas en torno a su iglesia de San Estanislao Kostka, y eran transmitidos por Radio Europa Libre para todos los oyentes que se atrevieran a sintonizar esa emisora en el bloque comunista. Popieluzsko, capellán de los obreros rebeldes de las acerías de Varsovia, había usado su presunta inmunidad como sacerdote católico para hablar, tan alto como podía, en nombre del Sindicato Solidaridad mientras este estuvo prohibido bajo los términos de la ley marcial impuesta por el general Jaruzelski, y lo siguió haciendo, más alto todavía, cuando la ley fue levantada.
"No había nadie más, entre Berlín Oriental y Vladivostok, que pudiera alzarse frente a diez o quince mil personas, tomar un micrófono y condenar los errores del partido y el Estado", escribió Michael Kaufman, corresponsal de The New York Times en Varsovia. "No había nadie más, en ese enorme espacio con cuatrocientos millones de personas, que le dijera a la multitud que desafiar la autoridad era una obligación del corazón, de la religión, de la hombría y del patriotismo."
Popieluzsko estaba, cuando lo mataron, dándole voz y tono a un movimiento nacional, a una revolución. Payá, no. Matar a Payá no aliviaba ningún problema político urgente de Raúl Castro, y le creaba, si se hacía mal el trabajo, uno insoluble, una crisis internacional de legitimidad de la que el Gobierno cubano difícilmente podría recuperarse, que cortaría cualquier oportunidad de acomodo diplomático con Europa para eliminar la Posición Común, que reduce el margen de cooperación entre la Unión y la Isla, y haría imposible cualquier mínimo pero conveniente entendimiento con Estados Unidos durante la segunda administración de Barack Obama.
Hubiera destruido todo lo que Raúl ganó al liberar a los presos políticos y mandarlos al exilio, el relativo desinterés con que Cuba es mirada en las cancillerías europeas y en Washington desde que no hay, en sus cárceles, muchos inocentes cumpliendo penas de veinte o treinta años. Además, y muy principalmente, asesinar a oponentes internos a tiros, o en falsos accidentes, no ha sido la forma en que han actuado Fidel y Raúl Castro desde 1959. Nunca, hasta donde sabemos, lo han hecho, no ha sido su estilo.
Hay, aún, otras dos posibilidades. La primera, que como quizás haya pasado en Polonia, algún alto oficial del Ministerio del Interior cubano, haya malentendido una instrucción del jefe supremo y firmado la orden de ejecución contra Payá. Francamente, es imposible imaginar que alguien en Cuba, un país donde la gente espera que les den permiso para respirar o beber agua, se atreviera a ordenar la muerte de alguien como Payá. Solo Raúl Castro podía dar esa orden, nadie más, ni siquiera, ya, su hermano.
Jaruzelski, pretendiendo ser inocente, ordenó que Piotrowski, el asesino de Popieluzsko, sus dos secuaces, y el coronel Adam Pietruszka, vicejefe del departamento de asuntos religiosos del Ministerio del Interior, fueran detenidos y juzgados por el crimen. Los cuatro fueron condenados a prisión, pero serían luego liberados prematuramente, y quizás todavía viven en algún sitio, en Polonia o quién sabe dónde, con nombres distintos. Si Raúl Castro hubiera intentado una treta similar, declararse inocente, y culpar del crimen a oficiales de mediocre rango, nadie le hubiera creído.
La segunda posibilidad es que los agentes que estaban siguiendo a Payá y sus amigos esa tarde, hubieran tenido instrucciones de acosarlo, asustarlo, darle un empujón a su carro, y que, habiéndole cogido el gusto a su misión, se hayan excedido cumpliéndola. Los ataques en los últimos años contra las Damas de Blanco y otros revoltosos sugieren que a los agentes de la policía y la Seguridad del Estado se les ha dejado actuar bastante libremente, con generosa crueldad, contra cualquiera que se atreva a protestar en público, y que a sus jefes no les importa que a esos rufianes se les vaya de vez en cuando la mano. No hay dudas de que Payá estaba siendo seguido durante su viaje por Oriente. ¿Hubo algún día de su vida, desde el momento en que decidió oponerse al Gobierno, en que no lo fuera?
Quizás los dos o tres agentes que seguían a Payá y sus amigos aquel día, carecían, como los verdugos de Popieluzsko, de cualquier asomo de tacto y sutileza en su oscuro oficio.
Tomará tiempo, seguramente años, saber qué pasó aquel día. Comprensiblemente, la familia Payá sospecha que el líder del MCL fue asesinado, y, tras décadas de acoso, insultos, ataques y amenazas, tiene toda la razón, y el derecho, para sospechar tal cosa. Ellos, y todos nosotros, merecemos saber la verdad, que no podría ser descubierta sino por una investigación imparcial, que no es posible ahora en Cuba, pero que tampoco podría ser forzada por un tribunal español, como algunos pretenden, puesto que Payá era también ciudadano de ese país, o por una comisión internacional, que no tendría forma de justificar su competencia y legitimidad para estudiar un caso ya decidido por los tribunales de una nación soberana.
Desafortunadamente, el único testigo del incidente, el español Carromero, ha perdido su credibilidad, después de dar versiones contradictorias, tardías e incompletas de lo que pasó. El gobierno polaco fue obligado a detener y juzgar a los asesinos de Popieluzsko, porque el hombre que lo acompañaba aquella noche, su chofer, Waldemar Chrostowski, logró escapar y reportar el secuestro del capellán de Solidaridad al cura de la parroquia más cercana, y después, valerosamente, a la propia policía. Ese pequeño, inmenso acto de valor, no alcanzó a salvar a Popieluzsko, pero sí la verdad. La cobardía de Carromero quizás haya hecho, en este caso, que la verdad se pierda para siempre, o que sea, desde hoy hasta el final, perennemente debatida.
Hay una última diferencia entre los dos casos. El asesinato de Popieluzsko consternó a Polonia, reavivó la rebelión pacífica contra el gobierno del general Jaruzelski, sacó a centenares de miles de personas a las calles reclamando, primero, justicia, y después democracia. La muerte de Payá fue llorada amargamente por los que lo conocieron, por sus amigos y seguidores, y lamentada por muchos que sabían quién era y qué había hecho, y coincidían con él, o si no, al menos respetaban su carácter y sus ideas. Pero el resto de los cubanos, esos a los que ya nada sorprende o molesta o indigna o conmueve o apasiona o duele íntimamente, recibieron la noticia con letárgica indiferencia, si es que, de hecho, se enteraron. ¿Payá, quién?
Esa indiferencia, ese inconmovible desinterés, esa resignada aceptación de una vida sin libertad, serían cómplices de los asesinos de Oswaldo Payá si alguna vez, aunque ahora parezca improbable, se prueba que su muerte no fue un accidente.