La muerte del general Arnaldo Ochoa Sánchez, el coronel Antonio de la Guardia Font y sus respectivos ayudantes, como conclusión del proceso penal de la Causa 1 de 1989, cumplió ayer 22 años, pero cabe preguntarse si tras la ejecución sumarísima de estos oficiales —téngase en cuenta que el proceso tardó mucho menos del que suele emplearse para instruir de cargos y juzgar a un ladrón de caballos—concluyó también un proceso preñado de misterios que todavía mueve a interrogantes aterradoras.
Sabido es que entre militares en cualquier lugar del mundo la compartimentación —valga decir, "mi trabajo solo importa a la jefatura"— levanta barreras de silencios muchas veces llevado a la tumba. Pero la compartimentación tiene una cota, un punto culminante de altitud, a donde todo llega, donde todo se informa, donde al menos uno o dos casi todo lo saben.
Los ejércitos y servicios secretos de países democráticos suelen tener fallas de información (debido a la flexibilidad impuesta por la misma democracia) que no suelen ocurrir en los sistemas totalitarios, donde todos vigilan a todos, si no con el encono de un felino en celo, sí con la complacencia de la hembra que se rinde al semental; esto es, al caudillo, al líder máximo, el que todo lo sabe o debe saberlo.
Bajo ese principio de vigilancia e información absoluta, el ciudadano común, ese que va con paso cansado de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, es observado por varios pares de ojos diferentes a nivel de barrio: los del presidente y el responsable de vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución, los del jefe de sector de la Policía y los del oficial de la policía política, además de los de sus informadores, entre otros.
A todo este entramado inquisitorial, súmese en los militares el olfato de sabueso de la contrainteligencia y el de los servicios de control interno.
Con semejante telaraña sobre cada habitante de la Isla, es útil preguntarse si puede un cubano dar un paso sin que no se sepa inmediatamente. Con toda probabilidad, ha de saberse; que no quieran enterarse, es harina de otro costal.
Según Fidel Castro Ruz, durante décadas comandante en jefe de la fuerzas de mar, aire y tierra y hasta de lo más insignificante en Cuba, ante los rumores de que algo andaba mal hizo venir de Colombia al exguerrillero del M-19 Antonio Navarro Wolff para que le informara.
Otros asuntos impidieron a Castro entrevistarse con Navarro Wolff, quien fue entrevistado por un oficial del Ministerio del Interior sin que el ministro José Abrantes, quien visitaba a diario el despacho del comandante le informara de asunto tan candente que todavía hoy quema las manos: tráfico de drogas.
Dos preguntas saltan a la vista: ¿Callaría el general Abrantes lo que por orden debía informar a su comandante en jefe? ¿Dijo algo Navarro Wolff que ya no se supiera en Cuba y Estados Unidos?
Por supuesto, el general Abrantes está muerto y los muertos no hablan.
Ante el tribunal, el general Ochoa dijo sentirse cansado. Cansado de qué, preguntaría el fiscal. Aunque dio una respuesta —en realidad una respuesta poco convincente— ese es otro de los misterios de la Causa 1 que se iría a la tumba junto con el Héroe de la República de Cuba fusilado. ¿Cansado de qué estaba el general Ochoa?
A finales de la década de los noventa un general defenestrado mostró a este periodista una pistola nueva, en su caja. Era un obsequio de Raúl Castro, quien se la enviaba junto con una carta en la cual le reiteraba su confianza, hablándole de aquel proceso como una "cura de caballo".
¿De qué estaba enfermo el caballo urgido de una cura tan estremecedora? Es un misterio que se llevaron a la tumba quienes podían revelarlo y del que, al parecer, no hablaran aquellos a quienes puede costar muy caro hacerlo.
El general Patricio de la Guardia Font está vivo, está ahí, sabe bastante, pero seguro callará.