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Crítica

Una historia mínima de la Revolución

El de Rafael Rojas es un libro necesario en el que se echan de menos conceptos tan elementales como dictadura y totalitarismo.

Nueva Jersey

Mientras cada vez se hace más difícil justificar la adición de nuevas novelas a los ya interminables catálogos de las editoriales, hay libros que no deben hacer mucho por justificar su existencia, cuya mera inexistencia supone un vacío imperdonable. Sobre todo en el caso de aquellos que sirven lo mismo para cubrir necesidades escolares que para actualizar la imagen que un pueblo tiene de sí mismo. Libros tan necesarios como un espejo en una casa. O —si queremos extender la metáfora e imaginarnos a ese pueblo moviéndose en el tiempo— tan indispensables como los retrovisores en un carro.

En el caso de Cuba, dada la ausencia de buenas historias de la música o de sus avatares políticos, el vacío va adquiriendo dimensiones vergonzosas. ("Casi tan vergonzoso como el de las circunstancias presentes", iba a decir pero me contendré para no mezclar el presente con un libro dedicado al pasado.) De ahí que la Historia mínima de la Revolución cubana escrita por Rafael Rojas deba ser recibida con el más puro agradecimiento. Aunque sea porque ya tengo respuesta para la insistente pregunta de mis amigos sobre qué manual sobre la historia de Cuba reciente puedo recomendarles. Porque, a excepción del famoso libro del británico Hugh Thomas (que ya va quedando desfasado en el tiempo y para el que la precisión de nombres y fechas no constituía una prioridad) y de otro puñado de esfuerzos apreciables pero limitados, durante décadas el vacío solía ser rellenado por libros que pertenecían a géneros algo diferentes como el de la propaganda o la denuncia.

Que un libro tan necesario para el imaginario nacional sea encargado por una colección de historias mínimas de una editorial hispano-mexicana no es necesariamente novedoso ni inconveniente: baste recordar que la más famosa biografía del héroe nacional cubano, Martí, el Apóstol, fue en su origen un encargo de la española Espasa-Calpe para su colección "Vidas españolas e hispanoamericanas del Siglo XIX". La asepsia que supone un encargo de esta especie y el formato sintético que exige la colección, que lo mismo incluye en su catálogo historias mínimas del País Vasco y Centroamérica que la mitología universal, contribuyen tanto a su mesura como a su brevedad.

Encargos así son los que deciden a intelectuales tan atareados como Rafael Rojas a redactar un texto tan necesario como arduo e ingrato. Ingrato como dirigir una antología de poetas vivos o a la selección de algún deporte nacional en una competencia importante: cualquier recompensa que exista de por medio será mucho menor que el peso de lidiar con tanta sensibilidad herida, tanta opinión ultrajada.

Debe tenerse en cuenta, además, que un manual como el que nos ocupa tiene muy poco, si algo, de investigación, y mucho de resumen del estado de la materia en cuestión, de análisis cuidadoso, de delicado equilibrio, de sutil montaje y de exclusión brutal de un montón de detalles que en otras historias más extensas o detalladas deberían ser incluidos. Tanto de la perspicaz comprensión de la historia cubana por parte del autor como de su minuciosa actualización en cuanto a los avances discretos pero visibles que ha hecho la historiografía sobre la revolución cubana, provienen dos de los principales méritos del libro: la actualidad de un relato que incluye hasta los recientes acercamientos entre los gobiernos de Cuba y EEUU, y una estructura del texto que conecta y equilibra todo el material incluido.

Junto a los ya inevitables capítulos en los que se resume el estado de la República antes del golpe de Estado, la instauración de la dictadura batistiana, la insurrección contra esta, el triunfo revolucionario, las sucesión de leyes revolucionarias y nacionalizaciones, la invasión de Playa Girón o la Crisis de los Misiles, Rojas inserta otros temas y capítulos menos convencionales en este tipo de relatos como la oposición pacífica a Batista, la diferenciación entre un primer y un segundo gobierno revolucionario, la oscilación ante la disyuntiva que representaban el Che Guevara y Moscú, la sovietización de la estructura estatal y de la cultura y la sociedad cubana, y termina con el más debatible logro de esta historia mínima, que es la de fijar la fecha del fin del proceso revolucionario en 1976.

"El libro que acabó con la Revolución"

Si no hubiese otras razones, este texto podría trascender como "el libro que acabó con la Revolución", aunque solo sea de manera conceptual y metodológica, al relegar el resto de la permanencia de los Castros en el poder hasta nuestros días —casi tres décadas— a una región indeterminada que reparte la bonanza, la crisis y la esperanza.

El libro se encarga, por otro lado, de desmontar sin aspavientos una buena parte de la mitología castrista, como cuando afirma que la crisis de la República que dio paso a la Revolución "tuvo un carácter específicamente político" (pág. 21) y no económico o estructural. O al darle relevancia a la opción pacífica que intentó solucionar la crisis política e institucional creada por la instauración de la dictadura batistiana. O al señalar la importancia de los sindicatos en Cuba para instrumentalizar las diferentes maniobras políticas tanto de Batista como de Fidel Castro. O al recordar que hubo una época en que —a diferencia del actual énfasis nacionalista— la ideología oficial no concebía a la Revolución Cubana como un proceso continuo que había comenzado con la guerra de independencia de 1868 y culminado con el triunfo revolucionario de 1959, sino "como parte de una historia mundial basada en el conflicto entre el socialismo y el capitalismo, desde el estallido de la Revolución bolchevique de 1917" (pág. 178). O al describir el conflicto armado que sacudió al país en la primera mitad de la década del 60 como una guerra civil (aunque en el libro se reduce el conflicto a las montañas del Escambray, hay que recordar que llegó a haber focos de rebeldes en las seis provincias de entonces), Rojas se desmarca de la manida oposición de revolucionarios versus contrarrevolucionarios para definirlo de una manera más certera como "choque entre dos maneras irreconciliables de entender la Revolución" (pág 130).

Frente al establecido artículo de fe que afirma que los participantes en la invasión de Bahía de Cochinos eran "mercenarios al servicio del imperialismo", Rojas comenta que "es equivocado imaginar a aquellos miles de jóvenes, en su mayoría católicos y partidarios de la revolución antibatistiana, como peones de Washington o marionetas de intereses económicos afectados. Para ellos la CIA era un soporte tan ineludible como incómodo, ya que la causa que los movilizaba provenía de los valores democráticos y nacionalistas de la Constitución del 40" (pág. 129).   

Por otra parte, la reconocida habilidad de Rojas para el análisis textual le permite sacar buenos dividendos de ciertos textos que, repasados hasta el cansancio, parecían no dar más de sí. Consigue así cuidadosas disecciones de los varios pactos opositores contra Batista o de la Constitución Socialista de 1976 y sus posteriores reescrituras, pasando por la Ley Fundamental de 1959 que sustituyó a la Constitución de 1940, y por algunas de las polémicas económicas, políticas e intelectuales que se desarrollaron en los primeros años del Gobierno Revolucionario.

En los casos en los que la historiografía ha avanzado bastante menos, Rojas ha tenido que conformarse con las versiones más tradicionales y oficiosas pero no necesariamente creíbles. Como sucede con la tesis de que la caída del régimen batistiano se debió a que la fuerza guerrillera comandada por Fidel Castro consiguió derrotar militarmente a un ejército cientos de veces más numeroso. Rojas no parece caer en cuenta que aquellas famosas "batallas" a las que se refiere en su libro poquísimas veces pasaron de un par de centenares de efectivos por bando. Que aquellos combates celebrados casi siempre lejos de los centros de poder no bastaban para derrotar a un ejército de no menos de 10.000 soldados. Que el derrumbe del régimen batistiano debió tener un origen político más que militar, algo en lo que la historiografía apenas ha indagado. Pero ante la falta de datos, bien bastaría la objeción que le hacía Mark Twain a las novelas de James Fenimore Cooper: un novelista no debe pretender que una balsa de 16 pies de ancho consiga navegar por un río de tan solo 15 pies. Un principio de sentido común tan básico debe servirle igualmente a un historiador para mantener su relato alejados del género de la fantasía heroica.

Y no es que a Rojas pueda acusársele de timidez al abordar otros momentos en su análisis histórico. Sobre la Ley de Reforma Agraria de 1959 llega a decir que "no implicaba un proyecto de estatización de la propiedad territorial" cuando analistas, tanto dentro como fuera de Cuba, concuerdan que, como resultado de la reforma y repartida una porción de las tierras confiscadas entre arrendatarios, aparceros, colonos y precaristas, el Estado cubano se hizo con más del 40% de las tierras cultivables del país. O cuando al abordar las reformas actuales afirma que "la propiedad estatal en el campo se ha reducido al mínimo", cuando en realidad la entrega de tierras en usufructo temporal ha tenido el cuidado de conservar al Estado como propietario legítimo de la mayor parte de las tierras cultivables. (Según el Anuario de la Oficina Estatal de Estadísticas del 2011, aunque el 70% de la tierra "se gestiona bajo fórmulas no estatales" la propiedad estatal sobre la tierra alcanza un  80% del total).

Todo depende del marco de referencias que se tome, por supuesto. Y posiblemente Rojas, al analizar la reforma agraria de 1959, tenga en mente la colectivización que ordenó Stalin entre 1928 y 1933 frente a la que cualquier reforma agraria y la mayoría de las guerras parecerían timoratas. O que compare el uso actual de la tierra con el de los años 70, una época en que el Estado tenía un control casi absoluto sobre la tierra (y que, por contraste, un terrateniente prerrevolucionario como Julio Lobo nos recordaría más bien a León Tolstói). O que al referirse a la "bonanza económica" de la década del 80 lo haga pensando en la crisis abismal de la década siguiente y no en la carencias crónicas que marcaron al sistema socialista en Cuba, incluso en aquellos días.

Si de marcos de referencias se trata, valdría comparar el "país subdesarrollado y desigual" que era Cuba en los años previos a la revolución con el resto de los países latinoamericanos en los que no hubo revolución. O al referirse a la "imaginativa" y "creativa" política de masas de la Revolución, Rojas podría compararla a su vez con las políticas de masas del fascismo italiano, el nazismo alemán o el comunismo soviético y comprender que a la altura de 1959 no quedaba mucho espacio a la imaginación y la creatividad en lo que a política de masas respecta.

Lo que no dice el libro

Si hablar de lo que dice un libro siempre es un negocio tramposo, lo es mucho más hablar de lo que no dice. No obstante, en el caso de una historia nacional que se pretenda abarcadora y objetiva, hay silencios que afectan irremediablemente la idea de conjunto. En el caso de esta historia, por mínima que se pretendiera, deberían haberse dedicado algunas páginas más a abordar el período que va desde el derrocamiento del régimen de Gerardo Machado en 1933 hasta el golpe de Eestado en 1952. Sobre todo en lo que respecta a la década populista de Fulgencio Batista (1934-1944), la constitución de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC) y su traspaso violento de manos comunistas a "auténticas" y el desarrollo de lo que en la Historia de Cuba se viene a conocer como el "bonchismo" o "gangsterismo" político.

Sin lo anterior, muchos fenómenos descritos en el libro resultan incomprensibles al lector no iniciado: desde la relativa popularidad de Batista antes del golpe, el gran peso de los sindicatos en ciertos momentos de la vida política del país, la escasa intervención de la clase obrera en la oposición contra Batista, lo incruento del golpe de Estado de 1952 o los orígenes políticos gangsteriles de Fidel Castro.

En cuanto al costo en vidas humanas del proceso que recoge Rojas es más bien parco (su conteo se detiene en 1.330 ejecuciones hasta 1960) a pesar de la abundante y fiable información que existe al respecto. Y, aunque su libro se adentra hasta el primer semestre del 2015, eventos con tantas repercusiones en la historia reciente como el hundimiento del remolcador "13 de Marzo" en 1994, la muerte en huelga de hambre del prisionero de conciencia Orlando Zapata Tamayo o los fallecimientos en circunstancias muy cuestionables del exministro del Interior José Abrahantes y de opositores como Oswaldo Payá y Laura Pollán, son ignorados.    

Pero mucho más importante que todo lo anterior es la ausencia del que posiblemente sea el factor más importante en la historia cubana de las últimas seis décadas: la infatigable voluntad de (adquirir y retener) poder de los hermanos Castro. Sin abordar y entender dicho factor, buena parte de esa historia reciente es un amasijo de hechos incomprensibles, sin mucha relación entre sí: desde la ruptura, bajo los pretextos más peregrinos, de pactos con el resto de las organizaciones opuestas a Batista hasta los cíclicos ascensos y destituciones de figuras supuestamente llamadas a tomar el relevo de los Castro.

Dicha voluntad de poder explica por qué la mayor concentración que llevó la oposición pacífica contra Batista en el Muelle de Luz en noviembre de 1955 buscando una salida negociada al conflicto fue reventada por efectivos del Movimiento 26 de Julio a silletazos y gritos de "¡Revolución!". Explica la sucesiva provocación de crisis por parte de Fidel Castro para conseguir determinados objetivos políticos (en contraste con los métodos más discretos de su hermano para aprovecharse de esas mismas crisis). Hacen comprensible la fría ejecución de tramas de extorsión a Estados extranjeros o la de notorios crímenes de Estado sin importar si sus víctimas fueran niños o los colaboradores más cercanos y eficientes.

Esa voluntad de poder y su necesidad de imponer ciertas condiciones en sus relaciones con los soviéticos explican bastante mejor sus vaivenes en política económica en la segunda mitad de la década del 60 que la hipótesis de Rojas de que, en un inusual ataque de sentimentalismo, "Fidel Castro intentara serle leal por un tiempo" al legado ideológico del Che Guevara.

En la Historia mínima… el vacío que queda en el lugar donde debería ir esta voluntad de poder da lugar a situaciones que rozan la comedia. Así, según Rojas, luego del discurso en el que Fidel Castro declara el carácter socialista de la revolución "varios líderes del viejo Partido Socialista Popular" entienden tal declaración "como una invitación a integrar plenamente la estructura del Estado". Luego serán "designados en posiciones clave del nuevo Estado socialista". Así, impersonalmente, como si el plan en el que serían usados como meras piezas recambiables no tuviera un autor muy concreto.

Pero todavía más llamativa es la ausencia de dos palabras sin las que, desde mi punto de vista, es imposible entender la historia cubana reciente: estos son conceptos tan elementales como dictadura y totalitarismo. Bueno, debo rectificar. El de dictadura se emplea ampliamente en el libro, pero solo para designar a regímenes como el de Batista, Duvalier, Somoza, Rojas Pinilla o Marcos Pérez Jiménez pero nunca para el liderado por Fidel Castro o por su hermano y sucesor. Y no porque Rojas le tuviera reservado un concepto más preciso como el de totalitarismo, a pesar de que el propio Rojas reconoce en diferentes momentos del libro que la Revolución cubana dio origen a "un Estado con gran capacidad de intervención en la vida cotidiana" (pág. 15), a "un acelerado proceso de militarización de las masas" y a una creciente "segregación social y represión política" (pág.125), a un total "control del Estado sobre la economía" (pág.158), a un proceso de "sovietización de la cultura" (pág. 171) y a diversas maneras de censura y control ideológico de un gobierno dedicado a "combatir la tendencia a la autonomía de los artistas e intelectuales" (pág. 175).

Sin embargo, la mención dispersa de los componentes del totalitarismo no sustituye el concepto ni mucho menos explica la persistencia del régimen y su peso decisivo en la vida, el imaginario y las expectativas de los cubanos. Ni el concepto de "orden socialista" elegido por Rojas refleja las dimensiones económicas, políticas, sociales y culturales del régimen que imperó en Cuba durante décadas, como tampoco el desmantelamiento de dicho orden explica el carácter epidérmico de las actuales reformas.

Adoptar conceptos distintos a los que durante décadas ha usado un régimen para disimular su dimensión arbitraria y represiva es, más que un prurito ético, un imperativo gnoseológico. Como diría Richard Rorty, aceptar el vocabulario heredado es rendirnos de alguna manera ante cierto orden de la realidad, "es aceptar a otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos", resignarnos a hacernos las mismas preguntas de siempre en lugar de plantearnos cuestiones nuevas. Insistir en el mismo vocabulario habla menos de cierta comprensión del pasado que de una profunda y entendible desesperanza ante el presente.

Que un intelectual de la talla y el rigor conceptual de Rafael Rojas use esos términos para referirse al régimen cubano como manera de atestiguar el carácter objetivo de su estudio nos da una idea de lo absoluta que ha sido la victoria del castrismo sobre el imaginario colectivo de su época. De lo inevitable que nos parece su control, no solo sobre el presente, sino también sobre el futuro cubano.

Ya se sabe que quien controla el presente controla a su vez el futuro y el pasado y, ante el previsible futuro que le aguarda a Cuba, parece lógico excluir del pasado todo elemento que desentone, ya sea en el plano de los conceptos o el de los hechos, con "la postergada reforma del sistema político heredado de la Revolución de 1959" (pág. 193). Cierto que, dadas las actuales circunstancias, una sucesión dentro del marco castrista sería el escenario más esperable pero, como todo historiador debe saber, lo único seguro en el transcurso de las cosas humanas es su carácter incierto. De modo que lo más prudente es tener a mano todos los pasados que tengamos a nuestra disposición, sin excluir ninguno. Ya el futuro sabrá qué hacer con ellos.   


Rafael Rojas, Historia mínima de la Revolución cubana (Colegio de México-Turner, México D. F.-Madrid, 2015).

 

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