A los poetas auténticos de América Latina, a los verdaderos, los que saben cantar sin perder el tono ni abandonar definitivamente los mapas de la lucidez y la honestidad, les es imposible entenderse con los grupos de poder. Con ningún grupo de poder, ya sea una dictadura de derechas o un grupo inscrito en cualquier zona del abanico sin fin de las izquierdas. Lo supo, lo vivió y lo padeció hasta la muerte el salvadoreño Roque Dalton (1935-1975), que se alzó en armas junto a sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) contra el Gobierno de su país. Pero sus jefes lo mandaron matar.
Una nota del escritor argentino Roberto Bardini cuenta que el poeta de Taberna y otros lugares fue acusado por los líderes guerrilleros de "indisciplinado, revisionista de derechas y agente procubano. Días después la acusación cambió: era agente de la CIA". La reseña dice que la versión del poeta como agente enemigo circulaba desde tiempo atrás entre algunos dirigentes del Partido Comunista de El Salvador, que lo detestaban "por transgresor, irreverente, bebedor y enamoradizo". Le dieron dos tiros por la espalda y abandonaron su cadáver en un lugar conocido como El Playón, a flor de tierra y al alcance de los perros salvajes.
El argentino Juan Gelman (1930-2014) consiguió salvarse de los militares que mataron a su hijo y a su nuera, de la ira de sus compañeros de los Montoneros, que también lo acusaron de traición y lo condenaron a muerte en 1976. Sin embargo, el escritor pudo morirse entre familiares y amigos, en enero de 2014, en la colonia La Condesa de Ciudad de México, donde vivió los últimos 20 años a pesar de que todos los enemigos lo habían perdonado. Pero por si acaso. Sus viejos camaradas de armas lo despreciaron y quisieron matarlo, pero de todo aquello lo que permanece es su memoria y la inmensidad de su obra, que incluye libros a los que habrá que volver siempre a encontrase con Juanito Gelman. Entre esas piezas están El juego en que andamos, Violín y otras cuestiones, Gotán, Cólera buey, Si dulcemente, Bajo la lluvia ajena y El emperrado amora.
Los conflictos del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal con sus antiguos amigos y compañeros sandinistas no llegan al plomo ni a la muerte. El sacerdote, un símbolo de la lucha contra la dictadura de Somoza, un emblema de la valentía de los nicaragüenses, ocupó el cargo de ministro de Cultura en el primer Gobierno que instalaron los revolucionarios. Los problemas vinieron después, en un proceso de marginación y rechazo al poeta por parte de Daniel Ortega y su esposa, la poetisa Rosario Murillo. Cardenal fue desalojado del local donde funcionaba su grupo de trabajo en la isla de Solentiname y, de inmediato, el intelectual dijo a la prensa que "a pesar de la persecución política, no temo nada, ni a nadie y no dejaré de denunciar al mundo la dictadura que se vive en Nicaragua".
Otro reconocido escritor nicaragüense y expresidente del país, Sergio Ramírez, aseguró que quienes critican al Gobierno terminan pagando un precio, pero la otra alternativa es callarse, es el silencio. "Me es muy difícil entender que una figura internacional como Cardenal, siempre esté en la lista de finalistas de los premios Nobel de Literatura, sea objeto de esa persecución absurda".
Los personajillos olvidados o algunos otros encaramados a la fuerza o con trampas en el poder son los que prometieron libertad y cultura para sus países y, al menos a estos tres grandes poetas de América Latina, les dieron muerte o acoso de una manera tan implacable como la que usaban los esbirros que pretendían derrocar. Fuerza y presencia para Dalton y Gelman. Salud y sabiduría para Cardenal.
Este artículo apareció en El Mundo. Se reproduce con autorización del autor.