Bastaron cinco minutos de transmisión televisiva para que su breve resurrección estremeciera a La Habana. En enero de 2007, la primera emisión de Impronta, un espacio que pretendía destacar a nombres relevantes de la cultura cubana, generó alucinaciones y protestas. Los que vieron aquel cortísimo programa no salían de su asombro o indignación, pues como figura inicial los realizadores del mismo eligieron a Luis Pavón Tamayo, no tan recordado por su poesía de huella endeble, sino por su rol de censor y extremista durante el tiempo en que presidió el Consejo Nacional de Cultura, entre 1971 y 1976.
Esas fechas bastan como señal cifrada para muchos, en tanto quedaron grabadas en la memoria de no pocos, y en la desmemoria oficial, como el tristemente célebre quinquenio gris. Quinquenio, decenio, tiempo muerto, en el cual desde esas oficinas, Luis Pavón y otros de no menos fatal recuerdo, como Armando Quesada, se empecinaron en hacer realidad penosa los argumentos de las actas del I Congreso de Educación y Cultura, amparándose en ellas para borrar de los ámbitos artísticos a quienes, en varios casos, eran líderes indiscutibles de las letras, el teatro, la danza y muchas otras expresiones.
La mediocridad que se impuso bajo esas órdenes opera todavía como trauma, y no dudo que, junto a aquellos que se alegren ahora mismo con la noticia que nos devuelve el perfil nefasto de Luis Pavón, estén algunos que aún teman verlo regresar como fantasma para seguirles arrebatando la paz de sus sueños. Porque fantasma era ya en sus últimos días Luis Pavón, y ni siquiera aquella intentona de la televisión cubana pudo transformarlo, como tal vez se quiso, en cuerpo palpable dentro de la cultura a la que él mismo tanto denostó y que ya había comenzado a olvidarlo.
Acaba de morir ese anciano al que vimos en los rápidos minutos de Impronta. Su reaparición inusitada en aquel programa desató la guerrita de los emails, que a la manera en que suele suceder en Cuba, empezó como sorpresa y terminó como resaca. Varios intelectuales cubanos, víctimas directas o no de su mandato, se cruzaron correos electrónicos para denunciar al fantasma, exigir que se enterrara de una vez aquel cadáver insepulto, y cómo no, a clamar por disculpas que nunca llegaron. Esos mensajes dan fe del trauma: los había más reposados, o concentrados en revelar datos poco aireados, junto a los que unían espasmos y patetismo, y una mal acallada sed de venganza tardía.
La televisión cubana se deshizo entonces en un galimatías interno que duró algunas semanas, sin saber cómo reparar el entuerto, mientras se iban sumando correos a aquella oleada en la cual, como hacía mucho no se veía, unían sus voces y demandas artistas cubanos residentes y no en la Isla, sin conseguir respuestas oficiales.
La UNEAC, que poco tuvo que ver con el fallido revival, publicó una nota que aclaraba menos, y se estimó que lo mejor era acallar el asunto, bajo pretextos tan mezquinos como el de no querer atormentar al pueblo con aclaraciones acaso poco pertinentes, al tiempo que se achacaba a la juventud de algunos de los miembros del equipo de Impronta la "ingenuidad" cometida. Ingenuidad dudosa, teniendo en cuenta que Armando Quesada se paseaba por los pasillos del ICRT hasta poco tiempo antes de que aquel programa saliera al aire, y que trataba de disimular la sorda batalla que ocurría en el propio instituto culpando no a los veteranos que vieron la oreja peluda de la "parametración" muy cerca, sino a aquellos a los que jamás les explicaron la verdad oculta detrás de ese amargo concepto.
Los resultados de todo aquello fueron variopintos, aunque sin dudas el más perdurable fue el ciclo de conferencias que organizó Desiderio Navarro desde el Centro Teórico Cultural Criterios, a fin de que se reorganizara parte de la memoria mal digerida de ese tiempo de pavor y Pavón, y que corrió por espacios tan diversos como la Casa de las Américas, el Instituto Superior de Arte y el ICAIC.
Un libro con varias de esas conferencias fue publicado y se agotó rápidamente. La esperada edición que sumaría a esos textos las restantes piezas acerca del rock, el cine cubano y el teatro (tema que asumí ante la reticencia de varios especialistas que dudaron ante el reto), no se consumó nunca. Para la fecha en que pronuncié mi conferencia "Las máscaras de la grisura, teatro, silencio y política cultural en la Cuba de los 70", era ya enero de 2009. En esos dos años el fervor, las demandas, los acaloramientos del primer instante, habían ido desliéndose en ese gran olvido cubano, que nos hace volver una y otra vez a los mismos fantasmas, porque nunca en realidad los exorcizamos del todo. O no nos dejan llevar el exorcismo hasta sus últimas consecuencias.
Ni peso ni nombre ni obra
Luis Pavón había nacido en 1930 en Holguín, y acaba de fallecer en La Habana, tal vez en su casa de Playa, o en algún hospital. Fue miembro de la UNEAC y se dio a conocer como un poeta digamos que discreto a partir del triunfo revolucionario con cuadernos como Descubrimientos, y El tiempo y sus banderas desplegadas, de título que carga aroma de consigna.
Fue abogado, y cuando se cerró el CNC para dar paso al Ministerio de Cultura, pasó a ser rector de la Escuela del PCC. Su leyenda urbana lo transforma en Leopoldo Ávila, el espectro que atacaba desde las páginas de Verde Olivo, con prosa marcial, a Virgilio Piñera, René Ariza, Antón Arrufat y otros "desviados", persistentes en el teatro del absurdo, en obras demasiado ambiguas, en personalidades demasiado impropias. Las diatribas alcanzaron también a Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y al dramaturgo José Milián, tildando de pornográfica a su obra La toma de La Habana por los ingleses, estrenada en 1970 por Teatro Estudio, muy poco antes de que el I Congreso de Educación (y luego de Cultura, por sugerencia de Fidel Castro durante uno de sus discursos), le concediera un poder casi total que empleó en barrer a nombres como esos.
Si fue o no en verdad Leopoldo Ávila, es cosa que Pavón se lleva a la tumba, en estos días que también han divulgado la muerte de Alfredo Guevara y Jaime Crombet. Cada cual se ha llevado sus secretos, como rostros en un álbum mayor y no siempre abierto. Pasará algún tiempo antes de que algunas de esas verdades se aireen, y la memoria nacional se haga un poco más pródiga.
Tuvo una vejez que, aunque agrisada y lejana de los focos de atención que él mismo manejó, no consiguió limpiar ni edulcorar su pasado. En Impronta se le quiso retratar manipulando una frase del Che, que en verdad no era sino la dedicatoria que el argentino le había estampado en un ejemplar de su libro de pasajes en la guerrilla. Si la idea de dicho programa era blanquear su imagen, resucitarlo desde la efigie de un señor inocuo y de tranquilo proceder, la reacción que desató tal empeño sirvió para impedir que la maniobra se repitiera con otros de su mismo historial. Enterrado en vida, ese simulacro de homenaje no sirvió sino para echar sobre su cabeza otras cuantas paletadas de tierra.
Su poesía es hoy ilegible e inmencionable, aunque tal vez suene más digna traducida al eslavo, si recordamos que entre sus condecoraciones, Pavón ostentaba la Orden Cirilo y Metodio. Sus artículos en la prensa, una invitación al peor olvido, al tiempo que ejemplares muestras de la intolerancia que primó en nuestra prensa durante un buen tiempo, dejando secuelas que siguen dejándose ver aún hoy, de vez en vez.
En una antología preparada por Luis Suardíaz, David Chericián y Eduardo López Morales, puede encontrarse su rostro, emparedado entre versos de Roberto Fernández Retamar y José Martínez Matos, en el mismo tomo donde algunas de sus víctimas eran devueltas a la luz como parte de una generación que en realidad no fue nunca tal.
Recuerdo otra foto suya, en la cual aparece junto a Alfredo Guevara en el entierro de Bola de Nieve, que había fallecido repentinamente en México. Era 1971 y Pavón empezaba a disfrutar de su poder ante el CNC. Funcionario y enterrador, debió haber sentido un alivio profundo ante el cadáver del escandaloso piano man. Uno menos, se habrá dicho, al frente de aquel cortejo literalmente fúnebre.
Hablé con Luis Pavón Tamayo, según creo recordar, solamente una vez. Por teléfono. Había dictado ya mi conferencia, y con los materiales que la alimentaron, me di cuenta de que tenía que ir aún más profundo en el tema. Un libro, me dije, hay en todo esto, y aún estoy dándole vueltas a esos testimonios de quienes sintieron la grisura de aquella época en carne propia. Quise, sin embargo, escuchar tantas voces como me fuera posible antes de entrar en semejante empresa. Y así como hablé y entrevisté a Ramiro Guerra, Ingrid González, Antón Arrufat, Armando Suárez del Villar, José Milián, Iván Tenorio y muchos otros, me pregunté qué podría contarme Luis Pavón acerca de ese tiempo.
Procuré su número, lo llamé. Ya le habían advertido. Repitió a través del cable la pantomima que el programa de televisión quiso hacernos creer. Apeló a su vejez, a su enfermedad, para negarse delicadamente a una entrevista. No iba, como sí hizo Julio Dávalos, a revelarme otras aristas del asunto. Acaso, mientras hablábamos, se habrá encogido en su sillón, para simular con mayor credibilidad el papel del anciano mártir. Un viejo pánico, como aquellos que Virgilio Piñera imaginó en una obra que presagiaba el silencio y el terror de sus días finales.
No hubo pues entrevista. No creo que hubiera sacado mucho de ella. Pero a fuerza de ser justos, sentí que tenía al menos que intentarlo. Desaparecen archivos, se soplan las cenizas, se borran diarios y páginas que otros dictan desde el reverso opaco de los espejos que vieron lo que no quisiéramos tal vez saber, y así se va desmantelando cierto costado de la Historia. Mueren algunos personajes de esta otra obra, y con ellos algún matiz, un claroscuro, un índice de verdad, así sea corrompida, se nos escapa en el empeño de reconstruir las claves de un error. Qué me hubiera revelado ante la noticia que me empuja estas líneas, por ejemplo, el mismísimo Suárez del Villar, desaparecido ya hace casi un año. Para imaginar esa respuesta, seguiré persistiendo en los capítulos de mi libro.
Murió Luis Pavón, y La Habana lo despide con un golpe de llovizna. A estas alturas, no encuentro en la prensa nacional noticia de su deceso. Me gustará ver si se le recuerda y cómo. De qué manera a una persona que no tenía ya ni peso, ni obra, ni nombre, se le dice adiós. Alguno de sus viejos colegas: esos otros comisarios grises y mal sobrevivientes, midiendo el tiempo que pueda quedarle en este mundo a partir de la desaparición de quien fuera un soldado tan enérgico en el cumplimiento de su fatal misión, tal vez le dedique un instante de silencio. Probablemente menos de un minuto: el tiempo que en la lluvia media entre uno y otro relámpago.