El destino del populismo "revolucionario" en América Latina puede perfectamente calificarse de crónica de un fracaso anunciado. Pues regímenes dirigidos por los Perón, Velasco Alvarado, Omar Torrijos, Salvador Allende, los Kirchner o Hugo Chávez, sin olvidar la variante totalitaria de los Castro, conducen, unos más trágicamente que otros, al desastre económico, la represión política y la frustración general.
La crónica empieza cada vez en el jolgorio y la ilusión, con la esperanza puesta en un líder, general o comandante que promete satisfacer las ansias de justicia, igualdad y bienestar de la población.
Como la tarea es inmensa, y poderosos son los enemigos, advierte el líder, es preciso concentrar en las manos del partido todos los resortes del poder. Lo que significa librar una lucha sin tregua contra la oposición ("fascista" y "vendida al Imperio" por definición), exigir a los medios de comunicación ponerse a tono con los "imperativos revolucionarios", coartar hasta suprimir la independencia del poder judicial y reorganizar las fuerzas armadas para convertirlas en el brazo militar de la "revolución". Lo que también implica reformar la Constitución con miras a hacer posible y legalizar la perpetuación en el poder del providencial salvador.
Uno de los primeros pasos concretos de la "revolución" consiste en afianzar el peso del Estado en la economía. Para ello, el gobierno populista suele recurrir a cuatro tipos de medidas: aumenta los impuestos, y lo que es más, pone en marcha la expropiación de empresas de la "oligarquía" y compañías extranjeras; utiliza para fines políticos los recursos del Estado; emite dinero inorgánico y aumenta la deuda pública del país.
Tales medidas no dejan de crear efectos tan indeseables como previsibles. La producción declina a causa del entorno institucional hostil a la iniciativa privada (impuestos, expropiaciones e inseguridad jurídica). Y como por lo general el gobierno ha puesto más dinero en circulación, la inflación comienza a roer el poder de compra y la calidad de vida de la población.
El líder, aunque trate de restarle importancia a la inflación, no puede negar la existencia de la misma, atribuyéndola a una tentativa de sabotaje por parte de los "enemigos del pueblo", y no a su política económica. Desenvaina entonces otra arma contundente: el congelamiento de los precios de artículos de primera necesidad.
Una nueva etapa comienza. Toda empresa cuyos costos de producción son superiores al precio de venta dictado por el gobierno se ve obligada a cerrar. El congelamiento de precios desalienta además la inversión privada. Las expropiaciones arrecian. La producción nacional se estanca o retrocede. La economía del país se hace cada día más dependiente de las importaciones.
El sector exportador, que genera las divisas necesarias para pagar las importaciones, no corre mejor suerte. Aquí también el alza de impuestos tiende a aumentar los costos de operación. Las nacionalizaciones desarticulan la producción. A las empresas estatales se les exige transferir al gobierno una gran parte de sus ingresos en divisas, así como aumentar el personal para fines proselitistas. Todo esto va en desmedro de la competitividad internacional de las empresas afectadas.
El incremento de las importaciones unido al deterioro del sector exportador conduce a la depreciación de la moneda nacional, lo que es sinónimo de carestía de productos importados y por ende de más inflación.
Ante esa grave situación, la "revolución" reacciona de la misma manera que lo ha hecho con respecto al alza de los precios de artículos de consumo: denuncia una estratagema de los "enemigos del pueblo" y fija artificialmente la tasa de cambio.
El problema es que con esa tasa de cambio, la demanda de divisas es superior a la oferta, lo que da lugar a la proliferación de un mercado paralelo.
El régimen sale entonces a la caza de ese mercado paralelo creado por su propia insensatez, logrando solamente agravar la crisis.
La merma de la producción local, el control de precios y la falta de disponibilidad de divisas crean a su vez las condiciones para que escaseen artículos de primera necesidad. El desabastecimiento corroe la vida cotidiana de la población. Pero en vez de admitir su responsabilidad, el gobierno acusa de nuevo a los "enemigos del pueblo" de sabotear la "revolución".
Añádase a esto que el congelamiento de precios, el mercado paralelo de divisas y el desabastecimiento constituyen el caldo de cultivo idóneo para el auge del contrabando y la corrupción.
Lo que se desprende del panorama infernal aquí descrito es que el mismo no es un fenómeno fortuito sino que obedece a una dinámica inherente a las políticas aplicadas por el populismo "revolucionario": el daño provocado por cada una de esas disparatadas medidas induce al gobierno a responder con un nuevo desvarío económico, el cual conduce a otra calamidad, la cual, a su vez, lleva al gobierno a adoptar nuevas medidas contraproducentes, y así sucesivamente.
El populismo "revolucionario" no comprende, o no puede comprender sin negar su esencia misma, que el arsenal de medidas que utiliza solo conduce a la catástrofe económica. No comprende que no es criminalizando el lucro y asfixiando la iniciativa privada como la actividad económica puede prosperar y servir al bienestar general sino, al contrario, ofreciendo un marco institucional y jurídico propicio a la inversión privada nacional y extranjera.
Lamentablemente, el régimen se obstina y rehúsa dar marcha atrás, salvo anunciando uno que otro "reajuste" vacuo que no habrá de aportar nada a la solución. Pero como mientras tanto ha concentrado en sus manos los resortes del poder, se servirá cada vez más de la represión para mantenerse en pie.
Cierre de órganos de prensa y canales de radio y televisión, acoso jurídico a periodistas, dirigentes de la oposición y representantes de la sociedad civil, encarcelamientos arbitrarios y, por supuesto, irregularidades electorales, fraude o supresión definitiva de la consulta popular —el famoso "Elecciones ¿para qué?" de Fidel Castro— son los instrumentos utilizados por los regímenes populistas en la guerra asimétrica que libran contra el pueblo que inicialmente los aplaudió. Hasta la ineluctable explosión.
Por ello no tiene nada de sorprendente que algunos gobernantes aliados al chavismo, como Daniel Ortega o Rafael Correa, si bien conservan la virulencia retórica y el desprecio por los derechos humanos, hayan preferido frenar su fervor "revolucionario" en el campo de la política económica: Ortega ha abierto las puertas de Nicaragua al capital extranjero, en particular estadounidense, en tanto que Correa, por más pestes que eche en contra de la "dolarización", se ha abstenido de abolirla.