En la mayoría de las personas suele haber un punto de quiebre moral: aquel donde el bien obrar se impone a cometer una injusticia, un abuso. En ese instante de reflexión interna, la persona humana se da cuenta del daño que pudiera ocasionar a sus semejantes, y para, se detiene, dice que no, que hasta ahí no llega. No hay ideología o creencia que lo haga continuar. El freno moral, bebido desde temprana edad, alimentado en familia y en sociedad, es lo que nos preserva de ser injustos y abusadores.
Por desgracia hay otro reducidísimo grupo de individuos que, quien sabe por qué extraña razón que la psicopatología aún no explica totalmente, son capaces de sobrepasar esas contenciones morales. Sin temblarles el pulso, serían capaces de fulminar a sus amigos o sus propios padres si así se lo ordenaran. Estas personas son las que nutren las pandillas y los sistemas totalitarios, que funcionalmente son muy parecidos. Los antiguos clínicos los definían como "locos morales", "manía razonante" y otras etiquetas menos pomposas. Vienen al mundo con una aptitud muy definida: hacer daño a los demás y no tener remordimiento. Incluso, disfrutarlo.
El tema viene a tono con los infortunios y la censura más o menos encubierta que ha recibido la película Santa y Andrés de Carlos Lechuga. No es ni será el último filme que corra esa suerte. Pero nos recuerda que aun en el peor de los escenarios represivos siempre hay hombres y mujeres buenos que se resisten a apretar el gatillo, a endulzar la cuartilla, a delatar al hermano o la novia, a dar golpes y gritarle groserías a mujeres cuyo delito es caminar pacíficamente por una avenida de la Habana que es de todos.
Ya Fresa y Chocolate (1993) nos enseñaba la reserva moral de quienes se oponen al abuso. En una escena transicional, David, el personaje que encarna Vladimir Cruz, sale de la casa de Diego, el homosexual que quiere ser su amigo. David es un joven comunista. Pasa frente a una vidriera, y masculla con ira que van a "partir a este tipo". Pero se detiene frente al vidrio que como espejo le devuelve su rostro agrio, y se pregunta: "C…, ¿Me estaré volviendo un hp?".
La reciente Santa y Andrés retoma el dilema del vigilante y el vigilado. Quién es al final prisionero de quién pues, como sucedió a San Pablo con su captor, el preso no puede escapar físicamente del guardia, pero el guardia no puede escapar al discurso del prisionero. Santa es una obrera que cumple con la "tarea" de permanecer sentada en la puerta de la casa del escritor homosexual. Con el tiempo, Santa va convirtiéndose en la prisionera de sus propias incoherencias, y Andrés se va liberando, vigilante revolucionaria mediante, de la frustración y la soledad en que ha quedado.
Santa y David no son casos raros. Diríase frecuentes sostenedores, por un tiempo, del ambiente donde el disenso, al mejor estilo orwelliano, es perseguido desde su emergencia. El proceso de educación amoral comienza desde temprano, en las "madrasas" totalitarias que suelen ser las becas y otras entidades de reclusión parcial. La separación familiar facilita la aparición del líder que redime, salva, es el "papá de todos". Los educandos, vocacionalmente aptos para la delación y la envidia, son presas del delirio de la impiedad: quienes no piensan igual son enemigos; peligrosos gusanos, cucarachas, escuálidos y pelucones que no merecen ni el aire que respiran. Y como insectos que son, deben ser exterminados.
La educación vocacional totalitaria tiene un punto inercial: cuándo y cómo se alcanza la categoría de confiable. David, para lograrlo en la película de Tomás Gutiérrez Alea, debe informar hasta de las relaciones sexuales de Diego. Santa debe descubrir donde Andrés esconde su libro contrarrevolucionario. La nota se da en confiable y no confiable: confiable es aquel a quien no le tiembla el pulso para trasgredir las más elementales normas de humanidad; la frialdad y hasta el regocijo con que cumplen las órdenes. No confiable es aquel que duda para tirar un huevo, gritar una mala palabra, lanzar bombas lacrimógenas al pecho de los jóvenes o simplemente no llorar lo suficiente en el duelo de un líder.
No por gusto en ambos filmes, los que "atienden" a Santa y al joven comunista les advierten, ante la duda moral, que están dejando de ser "confiables". Y les exigen hacer actos de contrición y repudio público. En el caso de la película de Lechuga, la escena donde Santa es obligada entre lágrimas a tirarle huevos a Andrés es desgarradora.
Los cubanos "agusanados" que alguna vez fueron "confiables" —muchos, porque de otra manera el proceso no se hubiera sostenido medio siglo— podrían decir cuándo tuvieron su quiebre moral; dónde y qué día dijeron "hasta aquí llegué con esta gente". Pudo ser una palabra, un gesto, la negación de un viaje o de unas vacaciones. O si "le pisaron el callo" durante el Quinquenio Gris, los actos de repudio del Mariel, las causas número Uno y Dos y el fin de la "inocencia revolucionaria".
Lo de Santa y Andrés no es una simple censura. Las críticas de los comisarios culturales cubanos son incriminatorias: es una película inconveniente, peligrosa, devastadora para el régimen. Ha llegado en el momento que no podía llegar; cuando más se necesita de vocación totalitaria para abarcarlo y controlarlo todo. Porque una sencilla obra de arte puede ser como el espejo frente al cual David se pregunta, en un acto de profunda e inconsciente reflexión, si se estará convirtiendo en hijo de su madre.