Las categorías más certeras y los análisis más brillantes se encuentran garabateados —quizás hasta despilfarrados— en los oscuros callejones de la sección de comentarios de los diarios digitales. Y es que los historiadores se han vuelto unos tergiversadores y los intelectuales unos diplomáticos: solo en los antros donde nadie da la cara se dice la verdad.
¿Cómo confiarnos de los filósofos profesionales? ¿Hay algo más falso (por poner un ejemplo) que la "defensa de las causas perdidas" de Slavoj Zizek? Una teoría atractiva, sin dudas, pero también falsa y contraproducente desde el punto de vista del filósofo cubano que aprendió su dialéctica en la universidad de la calle. Nuestras causas perdidas están muy bien perdidas y a nadie que no sea un sadomasoquista se le ocurriría reencontrarlas, reivindicarlas o revivirlas. Lo cual no quita que la escritura de Zizek posea en grado superlativo esa cualidad que los norteamericanos expresan con un vocablo casi intraducible: interesting.
Lo mismo podría decirse de Agamben, Bourdieu, Badiou, y de algunos eruditos cubanos menores, exiliados o no: extraordinariamente interesting, aunque no dignos de confianza. La interpretación estándar de la Revolución Cubana cae dentro del mismo género de seductora patraña. En cambio, cuando alguien que opera bajo el remoquete de "Padre Ignacio" opina, en estas mismas páginas, que en Cuba "la nacionalización y la confiscación de todas las fuentes de riqueza no fue una medida económica, obedeció solo a la necesidad de convertir a todo un pueblo en dependientes (sic) del estado caracoquista, de naturaleza totalitaria y bugarrónica (sic)", no podemos menos que preguntarnos por qué no existe una cátedra ignaciana en alguna universidad madrileña, y un catecismo para capitalistas mallorquines que exponga nuestra situación en términos tan rotundos.
"Caracoquismo" es lo que exhibe el canciller Josep Borrell, nuevo Sumner Welles en alpargatas, y dudo que algún barista del Meliá Cayo Coco no sepa lo difícil que es romper un ídem. Como supremo "caracoquista", Borrell se atreve a hablar de "abuso de poder", refiriéndose a Donald Trump, mientras un regimiento de voluntarios cubiches curra en su plantación por un puñado de fulas y otra legión de domésticas criollas cambia las sábanas de los hoteles donde el independentista catalán de vacaciones viene a cargarse a nuestras mejores mulatas.
Y todo eso, sin hacer mención (entre suspiros y clímax) de democracia, sufragio, salario mínimo, derechos laborales ni caja de retiro, porque en la colonia ultramarina de la cadena Meliá —"¡Donde el sol no se pone!"— la gallegada está en todo el derecho de aplicar las más estrictas "medidas extraterritoriales".
Solo muy recientemente los cubanos pudieron poner un pie en esos hoteluchos donde se aplicaba metódicamente la ley de exclusión castrista, con el beneplácito y la confabulación, no solo de los empresarios ibéricos, sino de los liberales de la bancada progre y de varios premios Goya. El canciller Borrell viene a unirse a la comparsa cubana de Penélope Cruz, Javier Bardem, Antonio Gades, Belén Gopegui, Willy Toledo, Pablo Iglesias y un largo y ciceante etcétera.
En su calidad de territorios anexados y zonas de tolerancia, los hoteles españoles funcionaron como paraísos ultramundanos libres de nativos. Hasta hace poco, los españoles ejercían su divino derecho a expulsarnos y vedarnos la entrada a sus timbiriches. Nada menos que el emblemático Habana Hilton, construido en 1957 con los fondos del sindicato de trabajadores gastronómicos, se convirtió en otra factoría de nuestros nuevos conquistadores. Si los descendientes de aquellos gastronómicos, amparados en la Ley Helms-Burton, reclamaran indemnización por una propiedad que se robaron los Castros y se volvió a robar Madrid, seguramente los progresistas ibéricos pondrían el grito en el cielo. ¡Qué se ha creído Trump!
El "caracoquismo" llegó a las cumbres de la desfachatez cuando, en medio de un huracán que inundó La Habana, un anuncio turístico de mercadotecnia peninsular mostraba a unos nativos con el agua al cuello, felices en su pintoresca debacle. Ni el infante de marina yanqui orinando la estatua de José Martí había mojado tanto el orgullo patrio.
Con lo de "bugarrónica", el párroco cubano —que aparece en la foto de su avatar mediático con púrpura cardenalicia y cabeza de castrati— alude, probablemente, a la relación contra natura entre nuestros pueblos, una interacción desigual en la que Rosa la genuflexa lleva la peor parte. Ciento veinte años más tarde, Cuba vuelve a ser víctima de la penetración hispana en sus asuntos internos ––y otra vez los yanquis vienen a sacarnos las castañas del fuego––. Los que se llenaron la boca para hablar de dictadura franquista y de sagrado exilio republicano, rehúsan condenar el despotismo castrista y honrar los justos reclamos de los cubanos exiliados.
Cuando eran una aldea, vinieron a hacer fortuna a La Habana. Cuando padecieron tiranía, Fulgencio Batista les abrió las puertas de la democracia cubana. Desde el profundo medioevo migraron a la tierra del chachachá y el Studebaker. Y cuando nos tocó en suerte caer bajo la bota de un cacique de Láncara, con cuánta ilusión esperábamos cada nuevo número de Cartas de España para enterarnos, por ese medio social de unos de los países más atrasados de Europa, cómo lucía el mundo exterior: ¡fotos de Julio Iglesias y el Niño de Linares!
Reclamar la salida —¡a la España de Franco!— fue para nosotros escapar de la prisión y llegar al paraíso de la modernidad: ¡la España de Carmen Sevilla y Antonio Tejero! Los papeles se han trocado, pero, si "el mundo gira y todos dentro de él", no debe faltar mucho para que volvamos a estar arriba y España debajo.