El Gobierno cubano ha lucrado durante décadas con propiedades confiscadas tras la revolución. Lejos de compensar a sus legítimos dueños, ha desestimado reiteradamente cualquier paso o negociación con ese fin. Y aún más, poniendo dichas propiedades en manos de empresas y consorcios militares, ha negado su uso a los cubanos, quienes durante años carecieron del derecho a acceder, por ejemplo, a tierras, hoteles, marinas y puertos.
En un nefasto cálculo político, ese Gobierno desperdició la oportunidad ofrecida en su momento por el presidente de EEUU, Barack Obama, de allanar el camino para el entendimiento con Washington y poner en marcha soluciones que aliviaran la vida de los cubanos y les permitieran avanzar hacia la prosperidad.
Aún hoy, ese mismo Gobierno se mantiene como el principal aliado de regímenes condenados regionalmente por sus claras muestras de desprecio hacia la democracia, como el de Nicolás Maduro en Venezuela y el de Daniel Ortega en Nicaragua. De esa manera, liga la suerte de los cubanos a los proyectos de Caracas y Managua, fracasados políticamente, que han llevado la corrupción, la miseria y la falta de libertades a sus sociedades.
Activar los títulos III y IV de la Ley Helms-Burton es una prerrogativa de EEUU que el Gobierno de Donald Trump ha decidido ejercer, en respuesta a esas confiscaciones no compensadas a propiedades de ciudadanos de ese país, en contra de lo que establece el derecho internacional.
El Gobierno cubano ha calificado la Ley de "ataque a la soberanía de Cuba", pero nada dice de su histórica falta de acción para solucionar o atemperar su impacto sobre los ciudadanos de la Isla. Envuelto en su acostumbrada retórica patriotera, el Gobierno cubano diluye así su responsabilidad. Al pretender unir su suerte a la de los ciudadanos, oculta que esa responsabilidad es medular, pues durante décadas ha detentado el poder de forma omnímoda en la Isla, ha hecho las leyes y diseñado sin oposición ni prensa crítica la política del país.
De ese Gobierno, actualmente presidido por Miguel Díaz-Canel, era la obligación de reconducir el diferendo con EEUU, de permitir a los cubanos la participación en los destinos de la nación y de respetar los derechos humanos; en suma, de haber evitado que el país se hundiera en la actual crisis política, social y económica.
La respuesta cubana —los tweets del propio Díaz-Canel y de Bruno Rodríguez tras la activación de los títulos III y IV de la Ley Helms-Burton— evidencia una clase política enfrascada en ese camino sin salida que nos ha llevado hasta aquí, y cuyo elemento esencial, para ocultar sus propias responsabilidades y fracasos, es la confrontación con EEUU. Ahora, como desde hace décadas, las consecuencias las pagaremos todos los cubanos.