Hay, en Cuba, una mujer que vive en un temblor.
No esa clase de temblores parkinsonianos, sino un temblor como de salto en la raíz del estómago.
Esta mujer es, al mismo tiempo, 11 millones de personas. Esta mujer es la patología nacional reducida a una forma, un cuerpo, un nombre. Ella es el sobresalto.
Duerme, se asea, se divierte. Se alimenta y defeca con la dignidad que exigen estos dos actos. Podría decirse que vive con cierto confort. Para conseguirlo, primero, se gana la vida. Lo hace con esa gimnasia magistral de todos los cubanos. Ella transporta muchos kilos de ropas desde destinos que no exigen visado a los cubanos y, aunque a estos mercaderes les llaman mulas, ella es una equilibrista.
Desde el 1 de enero de 2014 ya no tiene red de seguridad que amortigüe su caída. La Aduana General de la República implementó las resoluciones 206, 207 y 208; mientras que el Ministerio de Finanzas y Precios puso en vigor su resolución 300, para regular las importaciones de productos como ropas y misceláneas que entraban al país en volúmenes escandalosos con el fin de ser comercializados. Nuestro Estado guardián nos salva del enriquecimiento y nos aleja del pestilente lucro.
Las autoridades aduaneras y el Departamento de Política Arancelaria del Ministerio de Finanzas y Precios, en conferencia de prensa, aseguraron que cuidaban con estas medidas la economía nacional, estimulaban la industria textil cubana e invitaban (más bien, obligaban) a la compra en la red minorista estatal. Tal vez, estos funcionarios, no eran histriones sino personas optimistas que creían posible la realización de sus aspiraciones.
Al cabo de dos años y medio de implementarse la ley, la economía cubana avanza hacia su fosilización, no existe algo parecido a una industria textil nacional, y las tiendas estatales exhiben modelos atractivos solo para algunos anticuarios y antropólogos osados. Los equilibristas, por su parte, avanzan con más cuidado, con sus mercancías a cuestas, sobre los finos hilos portuarios que conectan a Moscú y La Habana, o a Georgetown con Santa Clara.
Entender las lógicas del Ministerio de Comercio Exterior para abastecer de ropa particularmente horrible su cadena de tiendas minoristas, podría resultar un ejercicio seductor en tanto disfrutemos la farsa como género dramático. Sin embargo, la mujer que vive en un temblor, a pesar de representar en este texto la encarnación del mercado negro nacional, existe. Y me interesa comprender su mecanismo de supervivencia.
"No sé si tú me entiendes, pero yo no puedo darte esa entrevista. No te me pongas bravita. Yo no creo que tú vayas a resolver nada. No sé si tú me entiendes."
El esposo tiene el físico de los líderes. Escogió un oficio que no le hace honor a esa condición natural, y probablemente lo sufra íntimamente: es barbero. Intercala su discurso con fumaradas y eleva el tono en lo que él cree son frases contundentes. Me habla de economía centralizada, "todo va a parar al Estado", dice. Me alecciona:
"Ellos compran barato en zonas francas. Ropa mala. Ropa fea, por eso es muy barata. Con la nueva ley que regula la entrada de ropas, no tienen competencia. Hay que producir la ropa en Cuba, dicen ellos. Sin embargo, no te dejan importar la materia prima y tampoco te la venden acá."
Avanza en su monólogo mientras yo me consumo en una butaca. Finjo no saber. A veces, en verdad, no sé de lo que habla.
"Es como el turismo. Los hoteles pertenecen a las Fuerzas Armadas. Son los dueños. Ellos controlan el capital circulante."
Repite "capital circulante", junto a "negocito", o "inversores". Todo esto, en medio del vapor amarillo que concentran unas persianas de vidrio. El mediodía en su estado gaseoso. La mujer permanece hermética; el hombre, pedagógico. Por detrás llega un zumbido de turbina de agua. La escena tiene algo de alucinación.
Ella ha viajado a Ecuador —cuando este destino no exigía visado para los cubanos—. Diez días en la Guyana —recientemente— y un número nada desdeñable de mujeres se abasteció de lencería en Santa Clara. Enumerar los artículos que se comercializan a través de este tráfico ilegal, es un acto inútil. En unos días volará a Moscú. Ella teme por esta entrevista. Ella vive en un temblor, pero vive. El miedo es su estado natural.
"Eso siempre se filtra."
Ella me lanza a la cara una verdad que deshace mis tesis, sacude los puntos de partida de mi investigación, le da un puntapié a cualquier percepción de la realidad que me haya creado:
"¿Para qué?"
Para qué.
Frente a su conocimiento, desluzco, me vuelvo una ingenua entusiasta de la justicia. Ella ha captado un ritmo antiguo que marca el Estado, desde sus encartonadas instituciones, y que incluye a cada cubano dentro de la coreografía.
Desarmar el mercado negro cubano, buscar fisuras, culpar al Estado, destapar escándalos de corrupción, glorificar héroes anónimos que sobreviven a la depredación diaria desde la honradez, son maniobras mentirosas, que alimentan únicamente la vanidad del periodista.
El barbero y su esposa traficante de ropas son solo la muestra bajo la lupa en medio de una situación de anuencia colectiva. Ellos, como los 11 millones de cubanos, saben. Saben de los generales y coroneles que administran los conglomerados más importantes del país, que controlan el turismo. Saben del capital que circula a oscuras, a espaldas del pueblo. Operaciones justificadas, precisamente, con un modelo económico centralizado, donde los ingresos se revierten al área de servicios públicos, solo que los propios ciudadanos ignoran las formas de distribución de estos ingresos. Saben que las ropas disparatadas que cuelgan en las perchas de tiendas minoristas tienen una función simbólica, no existen por una voluntad estatal de vestir al pueblo o de producir ingresos. Nadie se viste en las tiendas estatales.
La circulación de ropa importada no generará crisis alguna. No deprimirá la venta en las tiendas recaudadoras de divisa. La crisis ya estaba ahí. De hecho, el tráfico ilícito es el resultado natural frente al desabastecimiento. Prohibir la compraventa de ropa no avivará la industria textil nacional. El Estado prohíbe pero deja abierta una brecha para esta forma de intercambio subterráneo. Lo hace con toda consciencia. Dentro de la rigidez legal, hay una aparente indulgencia para que sobrevivas en esa franja movediza al margen de las normas jurídicas.
La traficante de ropa piensa en el consenso (la puesta en escena en que participamos todos: el Estado y los ciudadanos) como su sobrevida. Sin embargo, detrás del retablo, el Estado maneja los hilos. La aparente indulgencia no es otra cosa que su mecanismo de ejercer el control, los hilos, la varilla del títere, el sobresalto sin el que ya no podemos vivir. El temblor.