Auspiciado por Fidel Castro y puesto en marcha por Hugo Chávez, el proyecto de crear una alianza entre los regímenes de Cuba y Venezuela, bautizado Cubazuela (también Venecuba), empezó con bombos y platillos. La firmeza ideológica del primero y la riqueza petrolera del segundo trabajarían de forma mancomunada para sentar las bases de un socialismo indestructible y próspero. El petróleo al servicio de la "Revolución".
Para Cuba, tal proyecto era su única tabla de salvación. Después de haber hundido una economía como la cubana, que al momento de la toma del poder por el castrismo en 1959 ocupaba el tercer lugar en el continente latinoamericano en términos de PIB per cápita, la "Revolución" logró sobrevivir gracias únicamente a la astronómica ayuda de la Unión Soviética. Luego, al producirse el derrumbe del bloque soviético y por consiguiente el fin de aquella ayuda vital, el régimen castrista sometió al pueblo cubano a las asfixiantes privaciones de los aciagos años del llamado Periodo Especial, las cuales no eran políticamente sostenibles.
Había, pues, que buscar un nuevo benefactor. El régimen cubano lo encontró en la persona de Hugo Chávez Frías, quien profesaba una enceguecedora idolatría por el castrismo.
Al inicio del proyecto Cubazuela, sus líderes se encontraban ante una disyuntiva: transponer en Venezuela el fracasado modelo económico castrista de demonización de la iniciativa privada y estatización a ultranza o, por el contrario, sacar lecciones de esa malograda experiencia e intentar algo distinto, conforme a los imperativos de las leyes del mercado y por ende más eficiente.
Los hermanos Castro y Hugo Chávez, y más tarde Nicolás Maduro, escogieron la primera opción. En tal decisión primó seguramente el hecho de que Venezuela cuenta con las mayores reservas de petróleo del mundo; de ahí a concluir que se podía llenar de opositores los calabozos y cementerios de Venezuela, pasar por encima de criterios de rentabilidad económica propios de una economía de mercado, y dar prioridad a la consolidación de un socialismo ortodoxo puro y duro —incluso si el mismo nunca ha sido capaz de asegurar el progreso— no había más que un paso que los jerarcas de Cubazuela se apresuraron ufanos a dar.
Dicha apuesta ha resultado ser un fiasco espeluznante. No menos que la cubana, la economía de Venezuela se encuentra hoy día hecha jirones. Escasez de productos de primera necesidad, inflación de tres dígitos, endeudamiento externo insostenible, son los principales ingredientes de un colapso económico que ha llevado a Venezuela a la antesala de un estallido social y a una crisis política e institucional de consecuencias impredecibles.
En la debacle venezolana, el castrismo tiene una indiscutible cuota de responsabilidad. ¿Cómo no tenerla, cuando miles de "asesores" cubanos pululan diariamente en los ministerios y casernas de Venezuela? Es imposible imaginar, pues, que la orientación económica del régimen chavista, tanto en la época de Hugo Chávez como ahora con Nicolás Maduro, haya sido adoptada y mantenida sin consultar al régimen castrista y obtener su visto bueno.
Es así que el fiasco económico del país más rico en petróleo del mundo constituye un segundo fracaso del castrismo, más espectacular y humillante aun que el hundimiento de la otrora tercera economía más próspera del continente.
A ese doble desastre económico, hay que añadir un tercer fracaso del castrismo, este último de índole política, a saber: haber apostado a la viabilidad de reproducir en Venezuela el sistema represivo que le ha permitido al régimen cubano mantenerse en pie por más de cinco décadas.
Tan tenebrosa apuesta ha rodado en pedazos con las multitudinarias manifestaciones contra el régimen castromadurista que actualmente se producen en Venezuela.
En su afán de repetir el modelo represivo vigente en Cuba, el castrochavismo se equivocó de tiempo y de lugar: no tuvo en cuenta que las condiciones en la Venezuela de hoy son harto diferentes a las que prevalecían en la época en que el régimen cubano logró consolidarse a fuerza de represión.
En aquella época, el castrismo vivía al amparo económico y político de la Unión Soviética. En tales condiciones, no había presión internacional ni malestar económico interno suficientemente contundentes como para hacer plegar al régimen de La Habana. El castrismo podía actuar como le viniese en ganas, prescindir de legitimidad internacional, transgredir los más mínimos criterios de rentabilidad, dar la espalda a los mercados financieros, e incluso repudiar la deuda externa como de hecho lo hizo, pues contaba con la protección política del Kremlin y el inagotable maná que de la Unión Soviética le llovía.
Tal no es el caso en la Venezuela de hoy, y ello por dos razones.
En primer lugar, las posibilidades de contestación en Venezuela son actualmente mayores que en cualquier momento de la tiranía castrista. Prueba de ello es el hecho de que el castrochavismo no pudo impedir el apabullante triunfo de la oposición en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015. También lo es la necesidad en que se vio el régimen venezolano de dar marcha atrás en su contragolpe contra la Asamblea Nacional en manos de la oposición. Prueba de ello, finalmente, es la tenacidad con que el pueblo venezolano sale a las calles exigiendo elecciones generales y la liberación del más del centenar de presos políticos.
En segundo lugar, a diferencia de Cuba en la época del apoyo de la Unión Soviética, y posteriormente durante los años de los altos precios mundiales del petróleo que le permitían a Hugo Chávez mantener el castrismo en vida, el régimen económicamente exangüe de Venezuela no cuenta con un benefactor dispuesto a socorrerlo. Ni siquiera puede dejar de honrar sus compromisos financieros (como hizo Cuba) ni prescindir de nuevos préstamos internacionales.
En el fracaso político de los jerarcas de Cubazuela, juega un papel preponderante el arrojo de los venezolanos, quienes han llegado a la conclusión de que más vale arriesgar la vida, exigiendo democracia y libertad, que morir lentamente de hambre, represión e inseguridad.
En su intento de sofocar la creciente indignación y movilización del pueblo venezolano, Maduro y los suyos han llevado la represión a niveles exorbitantes, generando así un repudio masivo de los gobiernos de la región y otros actores claves de la comunidad internacional.
Maduro y sus asesores cubanos no se dan cuenta de que les hace tanto o más daño, en términos de imagen internacional, tratar de sofocar las protestas a golpe de asesinatos y bombas lacrimógenas, que permitir manifestaciones que pongan al desnudo la magnitud del descontento popular.
La fortaleza y tenacidad de las protestas populares y la presión internacional están minando la unidad del chavismo. Unos por un genuino repudio moral a la represión desatada por el régimen venezolano, otros por simple temor a ser juzgados cómplices de crímenes contra la humanidad (de por sí imprescriptibles), cada vez son y serán menos los chavistas dispuestos a comprometerse con la clique que los dirige.
La convocatoria por decreto a una asamblea comunal constituyente, decidida recientemente por Maduro con el ostensible propósito de desactivar la Asamblea Nacional e impedir elecciones generales libres e imparciales, no hará sino exacerbar el repudio popular y provocar condenas dentro de las filas mismas del chavismo.
El proyecto Cubazuela muere así sin pueblo ni gloria, abocado a un vergonzoso entierro de pacotilla en el plano histórico y moral.
Su muerte llega en un momento crítico para el régimen cubano. Con el hundimiento económico de Venezuela, más los paupérrimos resultados obtenidos por las llamadas "actualizaciones" de Raúl Castro (resultados que confirman que de economía el castrismo no ha aprendido nada), la nueva generación que aguarda en la gatera del poder en La Habana estará obligada a cuestionar el modelo socialista y —aunque solo sea para contener el vendaval del rechazo popular que un nuevo "Periodo Especial" produciría— aceptar la apertura económica y política que tanto ansía el noble y sufrido pueblo de Martí.