Las declaraciones del multimillonario Alfonso "Alfy" Fanjul sobre la posibilidad de invertir en Cuba comprueban la capacidad de la dictadura para seducir a sus víctimas. Coacción por encantamiento. Los Fanjul son el símbolo de la burguesía progresista, creativa y cosmopolita que arrasó Fidel Castro. Como en las malas obras teatrales, este incongruente gesto desagrada, principalmente, por estar fuera de carácter.
La Seguridad del Estado domina el arte de reducirnos en nuestra debilidad. Sea la cocaína, el amor a la Iglesia o la urgencia de un trasplante de riñón. A estas alturas hemos visto de todo. Las impublicables y obesas poetisas encuentran en La Habana el reconocimiento público y el goce púbico. Un micrófono en la Tribuna Antiimperialista y mano suelta con la marihuana satisfacen a los músicos que fracasaron en Madrid y Nueva York. Una mulata caliente aplaca al subversivo gallego socialista. Al académico mediocre, un foro mediocre. Así es que la ambición, la pereza, la vanidad y el vicio destejen en la noche el manto de horror, concreto y recalcitrante horror, que la dictadura teje de día.
Para gente insobornable como Alfy Fanjul, con el ego intacto, las aspiraciones más que cumplidas y el bolsillo repleto, la parada sube en refinamiento y perspectiva. Se le vende, principalmente, la ilusión de jugar un papel en el instante crucial de la nación. "Esto no es solo un buen negocio", susurran las almohadas de las casas de protocolo. "Aquí estamos hablando de un destino. ¡La unidad de la familia cubana!" Una unidad promovida, ni más ni menos, por aquellos que han institucionalizado la desunión.
Cardenales, putas, novelistas, trovadores y taxistas, desde el camarero que sacude los manteles hasta el culto y amable compañero del MINREX, montan el gran ballet de una reconciliación que exige, como premisa, la perpetuación del verdugo. Tan fluida es la coreografía, tan vasto es el escenario, tantos son los bailarines, tan sutil y ecléctico es el libreto que cualquier sospecha supera el umbral del sentido común. La efectividad de las mejores estafas radica en su inverosimilitud.
Por su rango en el mundo empresarial, sus influencias en Washington y su bien ganado prestigio, los Fanjul son una joya que cualquier dictadura quisiera mostrar en su corona. Aunque fuera para una fotografía. La ganancia es inmediata. Se le resta a los oprimidos la credibilidad concedida a los opresores. Ahora hay que ver hasta dónde quiere andar Alfy con esta parásita mafia revolucionaria que destruyó la obra de su padre. El problema, a fin de cuentas, es de conciencia, honor y respeto a uno mismo.
Por lo demás, estas escaramuzas para salvar al cabo Raúl se estrellan contra la cruda realidad. (Nada más anticastrista que los hechos.) Recuerdo el vibrante llamado de Carlos Saladrigas, otro millonario cargado de buenas intenciones, para que los empresarios del exilio subieran al "tren de los cambios". Aquello era una cosa vehemente, definitiva, preñada de oportunidad.
Pues, bien, no sé cuántos empresarios de Miami se subieron a los herméticos vagones que iban rumbo…. ¿a dónde iban? Pero estoy seguro de que hay muchos asientos vacíos, considerando que casi medio millón de cuentapropistas se han bajado en plena marcha. Parece que a la prometida estación del tren de los cambios solo puede llegarse en el zepelín de la bobería.
En su hora final (porque esta es su hora final) la dictadura trata de construir la "unidad de la familia cubana". Los voceros de Raúl en la Iglesia Católica hablan de un espacio para "una oposición leal". Alfy Fanjul no es el primero ni será el último en bailar en esa decadente comparsa que cruza con los ojos vendados sobre las ruinas de cuatro generaciones. Todos los pueblos tienen un lado flaco. Por ahí le entran las desgracias, de esa carne putrefacta se nutren sus peores hijos. Nuestro lado flaco es la ligereza.