A los barbudos que fundaron el "ministerio de las bajas pasiones" —los CDR—, impusieron la estética militarista y censuraron los debates intelectuales sobre cualquier problema, ahora parece molestarles algunas ramificaciones de su propia obra de ingeniería social.
Una buena parte del deterioro social de Cuba encuentra explicación en las condiciones materiales. La lucha por la subsistencia provoca, aquí y allá, un peligroso reacomodo de valores. Todo entra en el plano de lo posible, de lo tolerable, según qué asunto se pretenda resolver. Pero hay muchos otros factores que explican el actual estado de cosas.
El alarmante lenguaje de los niños, supuestamente mejor educados; la agresividad nunca antes vista en las calles de La Habana, el favelismo social que vive Santiago de Cuba y el deterioro general de las normas de convivencia, son consecuencias de la marginalidad provocada, del empoderamiento injustificado de ciertos sectores y de la doble moral imperante.
La utilización de estratos marginales, con objetivos ideológicos, ha sido política de Estado en los últimos cincuenta años, pese a las maniobras para esquivar el término. Según el catecismo oficial, "la revolución no margina a nadie, todos están dentro del proceso". Y así se finiquita cualquier debate al respecto. Pero mientras el régimen patrocina el chanchullo cederista, el "pa' lo que sea Fidel" y los "huevos contra la escoria", el Ministerio de la Verdad se ocupa de proveer todos los eufemismos necesarios.
El encumbramiento de los peores individuos de la sociedad, la exacerbación de las bajas pasiones, la competitividad basada en temas baldíos (emulación, planes ficticios) y el premio a la chivatería y a la intromisión ilegítima en la vida ajena constituyen la base de lo que ahora critica Raúl Castro.
El Estado totalitario se ha asegurado de que todo esto funcione maravillosamente, pese a las recientes lágrimas de cocodrilo del General. Probablemente, Castro intentará recorrer el trillo de los decretos, sin tener en cuenta el daño antropológico y estructural. La Cuba social esculpida por el castrismo llegó para quedarse. Ni siquiera un futuro escenario democrático podrá borrar tal huella de un plumazo.
Lágrimas de cocodrilo
Si de verdad le preocupan la chabacanería y la pérdida de las buenas costumbres, Raúl Castro debería empezar por erradicar los actos de repudio que protagonizan sus huestes. La frase "machetes, que son poquitas", junto a afirmaciones denigrantes contra las Damas de Blanco y otros actores sociales, retratan la situación del país e indican la responsabilidad absoluta del régimen.
Y después de terminar con la violencia de Estado, física y verbal, lo segundo es restaurar la meritocracia, un sistema que premie la calidad y los valores, y no las adhesiones políticas o ideológicas. No se estimula la excelencia cuando el mejor alumno no resulta ser el primer expediente, pues eso, según la escala castrista, es puro "docentismo". En la educación, en las empresas y en el aparato político, ascienden los llamados ciudadanos "integrales", que muy pocas veces son los más talentosos. Se promueve a los más "revolucionarios", a los que saben tirar estrellas de lata contra yanquis de cartón, aunque sean los más vulgares, incapaces de servir de paradigma a las nuevas generaciones.
Jamás el castrismo ha ocultado su goce viendo actuar impunemente al "ejército popular", formado a su imagen y semejanza. Los máximos representantes de la estética verde-olivo habitan en todas partes, adoptan las principales decisiones, aplastan a los talentosos y exterminan cualquier debate no reglado.
Cuba es un país donde los marginales se sienten cobijados por la lógica del poder. Y aunque cada vez reciben menos prebendas a cambio de controlar las calles (no hay ventiladores Órbita ni lavadoras Aurika para "repartir" en el sindicato), la subversión de la pirámide social es ya un hecho. ¿De qué se queja Raúl Castro?