Solo conocí a Pavón por referencias. Conversando con mi marido, Rafael Alcides, y con amigos, casi nunca fue mencionado directamente. Hablábamos de "el pavonato", esa etapa oscura que se ventiló por primera vez en el atisbo de libertad que conocemos por "guerrita de los email".
Alcides, por razones personales, no visitaba la UNEAC en la época gris imprecisamente denominada quinquenio; tampoco era publicado. Su único acercamiento editorial en aquella época fue una novela que entregó para su evaluación... y se perdió. Por alguna caja en el cuartico de trabajo de casa, anda la correspondencia mecanografiada de ida y vuelta suya reclamando su original, y de la editorial Unión con respuestas sin respuesta. Alcides no ha podido sacarse de la cabeza que su novela terminó en la gaveta del compañero que atendía la UNEAC.
Pero ese no es el cuento. Alcides vino a conocer a Pavón en 1987, cuando ya era un defenestrado, un oscuro funcionario que rumiaba su "truene", y que se ofreció a acercarlo en su Lada desde el Centro Wifredo Lam, en la Habana Vieja, hasta la casa. Como el trayecto daba tiempo a una conversación, Pavón se quejó de que los escritores que habían sufrido el rigor del Quinquenio Gris, la mayoría amigos de mi marido, lo trataban con desprecio, le hacían desplantes; humillación sumada a la humillación de que, como funcionario de Relaciones Internacionales de la UNEAC, había tenido que cargar la maleta de personalidades a las que otrora recibiera como presidente del Consejo Nacional de Cultura (CNC).
Alcides, que en efecto era amigo de muchas víctimas de la política de la parametración y la exclusión, le respondió que era lógico y Pavón debería entenderlo. A lo que Pavón respondió que solo había cumplido órdenes. "Hay órdenes que no deben ser acatadas si quieres ser salvado por la memoria histórica", le dijo mi marido. "¡Pero es que yo soy un militante disciplinado!", fue la respuesta. "Pues los verdaderos militantes deben saber decir no", le dijo Alcides.
Cinco años después, volvieron a encontrarse en casa de un amigo común. Ya Pavón estaba jubilado y le recomendó con entusiasmo especial la novela búlgara Cuando seas rey, cuando seas verdugo. Alcides no la conocía, por lo que la tercera —y última— vez que se vieron, Pavón le regaló un ejemplar. A Alcides sobre todo le interesó qué habría querido decirle Pavón: ¿en cada rey siempre hay un verdugo?, ¿cada rey tiene su verdugo?
El programa televisivo Impronta rescató a Luis Pavón Tamayo del olvido para peor, y el silencio ahora ante su muerte física confirma su muerte civil hace años ya. Las víctimas de la política que él representó se sienten cómodas entre reconocimientos, viajes y premios; prefieren hacer a Pavón el blanco de todos los dardos. Ellos saben que Pavón no improvisaba, y si hubo alguna disculpa oficial, sería extraoficial e individual. El militante disciplinado encarna al rey como objeto de todo el odio.
Leopoldo Ávila, el alias que martirizó a la intelectualidad desde las páginas de Verde Olivo, no fue una sola persona. Eso puede atisbarse en la disparidad de estilo de sus artículos; sin embargo, la saludable memoria selectiva de que gozan los restituidos prefiere ver solo a Luis Pavón Tamayo como verdugo.
Alcides lo recuerda como un hombre de hablar bajo, agradable y educado sin ser pedante. Un poeta prescindible, aunque con sensibilidad. Un recuerdo fugaz y amable. En definitiva, él vino a conocerlo cuando ya no era rey ni verdugo.