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Crítica

Andrés Conde está en Media Luna recordando su muerte

'Descubrir la manera en que Andrés Conde recuerda su muerte es entender que estamos en presencia de uno de esos extraños paisajes donde finalmente avistamos al Poeta.'

Tampa
Grabado alquímico.
Grabado alquímico. Pinterest

 

Andrés Conde está en Media Luna recordando su muerte. Descubrir la manera en que Andrés Conde recuerda su muerte es entender que estamos en presencia de uno de esos extraños paisajes donde finalmente avistamos al Poeta. Andrés Conde no escribe. Andrés Conde acontece. Poetica vita. Menuda substancia viscosa y recóndita que responde a todos los que acontecen, pero no a todos los que escriben.

La respiración de sus versos es la de un recién nacido con los ojos llenos de mundo. Su poesía no consiente de ninguna manera que las estatuas sean objetos inmóviles o que los ríos corran hacia el mar. Sentado en un banco del parque de Media Luna, Andrés Conde atisba en el banco de enfrente a Gilgamesh, a Jesucristo, al Übermensch y al Hombre Nuevo. Todos embutidos en un único cuerpo inmóvil, babélico:
 
contemplar el derrumbe de los siglos
cual estatuas de carne perfecta
sentados estrictamente sentados

Con una rumia que fija su bulbo en los origenistas y que extiende su rizoma hacia zonas tan desparramadas como Whitman, Rimbaud, Vallejo o Huidobro, Estoy en Media Luna recordando mi muerte apuntala su tronco en la tradición ochentera —que germinó a partir de la muerte física de Lezama y emuló hacia el coloquialismo como forma de poner el foco directo en la realidad— y noventera —donde ya el coloquialismo se funde con un signo más simbólico y cargado de la angustia-país de esa década—.

A tono con ello, la poética —por su naturaleza de construir lenguaje a partir de cualquier sustrato—, asume también una postura negada a otras huertas de carácter sustancialmente cívico, algo que no era nuevo pero que nunca fue tan urgente como hasta ese punto: pone luz sobre la realidad aplastante de la isla. En este caso, una luz que ha atravesado las entrañas del poeta, asesinándolo un poco en el trayecto. Pero el poeta es un sobreviviente. A la par que su escritura le permite resistir, sus versos narran el ánima de un pueblito de provincia tan exiguo como místico; y que por si fuera poco lleva una metáfora por nombre: Media Luna. No llena. No nueva. No menguante ni creciente. Media. Partir un satélite a la mitad para nombrar un pueblo es un acto profético: tierra parirá poeta.

Andrés Conde está en Cartagena de Chile recordando su muerte. El atisbo de un milagro acude a ratos a salvarlo de escribir. Andrés Conde lo intuye, lo reconoce, pero decide acontecer. Y acontece sobre la página. Todas las orillas de sus versos dan al mismo mar: metáforas que rehúyen de lo sentencioso y lo elaborado y que prefieren adoptar una identidad visceral, casi siempre íntima y con un asombro para nada fingido. Andrés Conde es un niño y está en Cartagena de Chile recordando su muerte. Como un pequeño dios de musgo acontece en sus orillas y levanta un monumento:
 
El mar ha terminado de ser mar
es ahora extensión de flores blancas
lugar predilecto para pescar el corazón humano.

Toda la poesía de Andrés Conde parece responder a ese principio del Hermetismo referenciado en El Kybalion y enunciado por maestros alquimistas egipcios anteriores a los faraones: "todo vibra y nada está en reposo". Los átomos vibran. Los maestros alquimistas lo intuyeron y Conde lo ejecuta en su poética. Construye sus textos de la misma forma que está construida la materia. De la partícula al átomo y del átomo a la molécula. Cada línea de sus textos depende de la anterior como nucleótidos en una espiral de ADN. Luego, cada poema está ligado a todos los demás por medio de ese ADN, como células en un tejido. Se dividen o se multiplican: mitosis y meiosis.

Cada verso suyo resuella, se aferra a la urgencia de la vida, pero lo hace de manera limpia y metódica. Verso bruñido y sosegado, sin ademanes artificiosos en la forma. En cierto punto, sus construcciones pudieran antojarse obsoletas y manidas; pero enseguida se evidencia un decir auténtico, una ejecución honesta y un resultado sublime.

Andrés Conde está en Harar recordando su muerte. Su vida es el poema y el caos que lo rodea el papel en blanco. El dedo de Virgilio le apunta en la nuez de Adán y le ordena que trafique el verbo a través del desierto implacable. Un poeta como él conoce el peso del arma que sostiene, pero el sentido común le obliga a no descargarlo todo sobre la nuca del camello en el que viaja: podría ser peligroso para todos, para su rodilla derecha. Sus textos contienen una extraña nostalgia por esa experiencia primeriza que siempre rozan quienes se arriesgan al inverosímil oficio de escribir poemas:
 
en el hueco de estas manos
dicen que una vez vi a un poeta
yo casi nunca he visto a un poeta

Estamos en presencia de unos de esos poetas que no precisan de un método para ejecutar su universo lírico. Su recurso es la intuición pura y primitiva de generar lenguaje para poner en moldes sintácticos, dejar que fragüen y esperar a ver si tienen algo que decir. Esta ejecución está asistida por la condición misma de lo humano y su pasado remoto, cuando alrededor de las hogueras comenzaron a articular el lenguaje para intentar explicarse el mundo de otra manera.

Un lenguaje —por tanto— limitado, pero aún sin las ataduras que los géneros, las imprentas y el código binario le irían colocando después. Así que siempre resulta sospechoso, en cierta medida, rotular un volumen bajo los límites de obra poética completa. Se entiende el propósito comercial y el cuidado por observar el cuaderno como pieza unitaria y acabada, pero hay suficientes argumentos para entender que —en términos de arte— ninguna obra estará nunca completa.

Andrés Conde está en Uruk recordando su muerte. Detrás tiene un monolito y delante una hoguera. A su alrededor, los artefactos físicos se mezclan con los signos lingüísticos como nunca antes. Se confunden en una argamasa similar a la materia que originó la vida en los respiraderos hidrotermales del fondo del océano. Andrés Conde lo intuye y observa cómo la columna vertebral de la historia poética del homo sapiens coincide con su propia columna vertebral. Whitman también lo sabía cuando escribió: "La más pequeña coyuntura de mi dedo ridiculiza a cualquier maquinaria".

Es el año 1800 antes de Cristo en Uruk. La luz de la hoguera desenreda el misterio del lenguaje. El poeta observa el acontecimiento e intenta traducirlo en palabras, aunque sabe que solo conseguirá rasguñar unos pocos códigos. Simultáneamente transcurre el siglo XXI en Media Luna, un vericueto abstracto en el este de la isla de Cuba. No tiene monolitos, ni artefactos, ni hoguera en el centro, pero la poesía le asiste de la misma manera. Allí, en algún rincón cercano al sonido del mar, Andrés Conde está en el vientre de su madre recordando su muerte.


Andrés Eduardo Conde Vázquez, Estoy en Media Luna recordando mi muerte. Poesía Completa (Warriors Editions, 2024).

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