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Represión

Ariel Ruiz Urquiola frente al contrato social del castrismo

Los científicos como él son protegidos por los Estados más ambiciosos. En Cuba, en cambio, es encarcelado y reprimido.

La Habana

Por estos días agoniza Ariel Ruiz Urquiola en el Hospital Abel Santamaría de Pinar del Río. Nadie tiene que ser su amigo, nadie tiene que haber oído hablar de él para comprender, con la más mínima referencia a su carrera vital, que se trata de alguien extraordinario. Que los científicos como él son protegidos por los Estados más ambiciosos, y cuidados como si se tratara del más estimado documento, recurso mineral o planta industrial.

Que un hermano como él, cuidador de la vida de su hermana Omara Isabel Ruiz Urquiola, hasta convertirse en el especialista principal, en Cuba, del cáncer que la afecta desde 2005, sirve de inspiración a escritores y cineastas, de ejemplo moral a iglesias que pierden el rumbo entre tantos tejemanejes.

Que un ciudadano de su estatura, intransigente frente a un vecino que filtra cerdos ilegales en su finca para que destruya las especies vegetales que trae desde todo el país, del mismo modo que frente al Estado que los prohíja y estimula, debería ser el orgullo de una nación acogedora y no la víctima que purga prisión por un sistema persecutor y cobarde.

Ariel es ahora la víctima que ayer fue Orlando Zapata Tamayo, que fueron los mandados a asesinar por Fidel Castro en febrero de 1996, miembros de Hermanos al Rescate; y en julio de 1994, tripulantes huidizos y hambrientos del remolcador 13 de Marzo. Es también los muertos del Olo Yumi, uno de los barcos cargados en exceso en el Puerto del Mariel en 1980, y obligados a zarpar con la mar embravecida para naufragar en el camino y extinguir la vida de diez de sus tripulantes.

Es también los asesinados en La Cabaña, y en una infinidad de puntos de todo el país, que hoy solo nos llegan como referencia aislada, pero con precisión suficiente para saber que el contrato social castrista está escrito con la sangre de sus víctimas.

Es ese contrato el que no soporta a Ariel Ruiz Urquiola. Son la decencia, la firmeza y el honor, los que traslucen el híbrido ridículo de la misantropía castrista en su forma más pura. Si el espejo engañaba a Fidel Castro, la decencia no lo hizo. Hoy, que su obra se desprendió de su infame existencia, el castrismo no tiene donde mirarse que no le devuelva, como propia imagen, la que Ariel transparenta.

Muchas son las fechas con que ese contrato avieso puede homenajearse a sí mismo. Los días aciagos de mayo de 1960, cuando con la cancelación del Diario de la Marina y Prensa Libre se canceló para siempre la libertad de prensa. Aquellos de 1968, un año de luto para la nación, pero de fiesta para el castrismo, en que las asociaciones sobrevivientes de la asonada del primero de enero de 1959 y sus días sucesivos fueron disueltas de manera masiva, creando sus similares oficialistas, cuyos miembros comparten hoy el artesanado, el evangelio o el juramento de Hipócrates, con la traición, la perfidia y el arribismo. Aquellos de junio de 1973 en que se dictó la Ley 1.250, creando los bufetes colectivos y cancelando para siempre el ejercicio privado de la abogacía. Para siempre quedó amarrado el abogado al Estado matador, ladrón y pérfido, que se hizo por aquel documento el patrón de los defensores de sus víctimas.

Ese es el Estado que se avergüenza de la mirada de Ariel. Es Fidel, más vivo en sus sobras que en su cuerpo.

Frente al Estado que invierte millones en puertos a los que no llegan los barcos, que destruye los centrales en vísperas del aumento del precio del azúcar y que importa trabajadores extranjeros para no pagar salarios decentes a los cubanos, Ariel no gasta un peso en nada que no sea una nueva especie de vaca para su finca, una postura de caña que creía extinguida en Cuba y que encontró en sus periplos por los campos cubanos o en una herramienta magnífica para la siembra y la cosecha.

Su casa en el municipio habanero de Playa tiene los techos desconchados. Cada peso que Ariel obtiene con su trabajo, sobre todo por medio del apoyo de la Universidad Humboldt de Berlín, tiene dos destinos, la salud de su hermana y el desarrollo de su finca agroecológica.

En estos terribles días, en que Omara va al hospital sin que la dejen ver a su hermano, con recursos financieros que se agotan y salud que le falta, en que su madre de 71 años, sola, asume el cuidado de la finca para el que Ariel no se basta, todos estamos de frente a la posibilidad de una tragedia mayor que la que ya hemos vivido.

Si Ariel muere, habremos visto en una sola muerte todas las muertes que el castrismo le ha producido a este país y sufriremos, con un solo sufrimiento, el dolor de millones de allegados que debieron sobrevivir con la ausencia del mejor de los suyos.

Es el anverso del contrato social castrista, construido con fe y amor, y donde la libertad confirma su necesidad como el primer día.  

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