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Narrativa

Hombres mirando hacia arriba (París, otoño de 1963)

'Me harían falta años para descifrar los rostros de esos desconocidos tan familiares que descubrí en esta ciudad de otoño glacial que nos recibía sin prestarnos atención'

París

Hombres, solo hombres, mirando hacia arriba. Los vi cuando ya me encontraba en medio de ellos, atentos a los carteles de salida de los trenes que los llevarían hacia un punto, desconocido para mí, de su propio mapa. Era una estación impersonal, en París, la más soñada de las ciudades, tan fría también: la Gare de l’Est, el destino final, el punto de llegada después del viaje interminable que me trajo, a mí y a los míos, al viejo continente, al haber abandonado la isla encantada que, a partir de entonces, solo aparecería en mis sueños y desvelos, como un engaño, un falso paraíso perdido. Pero antes, tuvimos que atravesar un país, dividido en dos territorios enemigos, del que hubiera querido no oír hablar.

El niño rubio, de pelo corto y de mirada azorada (yo), acababa de abandonar un territorio en revolución para llegar a otro, más oculto, donde las sombras del pasado se sustituían a las furias del presente. Pero en esos dos universos se dejaba sentir, como una carga pesada, la Historia, que todo lo arrastra.

Nosotros no estábamos solos. No como esos hombres ensimismados y absortos en su destino. Éramos exiliados. Nos habían venido a recibir nuestros familiares, a quienes veía por primera vez y de los que apenas había oído hablar cuando estaba en la Isla, hace ya una eternidad, o al menos eso me parecía. Se acabó, ¡y de qué manera!, mi niñez.

Mi hermano Daniel ya no era tan niño. Enseguida integró los mecanismos necesarios para sobrevivir en París. Mis padres, Rebecca e Isaac, no eran jóvenes. Volvían a la tierra de donde habían huido hace años, a la que no pensaban tener que regresar.

Lo hacían con una mezcla de alivio y de añoranza. A Rebecca le parecía que, por fin, había podido escapar del infierno para recobrar algo de su vida de antaño. Isaac creía, al contrario, que había tenido que renunciar a la esperanza, la que había cultivado toda la vida. La Historia siempre alejó a mis viejos uno del otro. Haría lo mismo con mi hermano y conmigo. La familia estallaría en mil pedazos.

En aquella estación, sin embargo, yo me encontraba con mi familia, una parte importante de ella, la de mi madre, en todo caso, cuando aún no había cumplido los nueve años. Descubría en realidad sus rostros porque todos ellos hablaban lenguas desconocidas, por momentos en yiddish, la mayor parte del tiempo en francés. De uno y otro idioma yo sabía muy poco. Allá en la Isla, Rebecca e Isaac nos hablaban en un español cubanizado; el que ellos habían aprendido en una de sus múltiples migraciones y durante su larga estancia en Cuba. Solo de vez en cuando se expresaban en yiddish, cuando se peleaban, para que no entendiéramos lo que decían. Entonces, nos quedaron simplemente del idioma en perdición algunas de sus entonaciones, las más terribles. Ahora yo las volvía a escuchar de nuevo. Por ello me resultaban familiares, aunque sonaran extrañas. Aún no entendía que esas palabras eran la raíz de nuestro ser, el que nos habían quitado a la fuerza.

El español de mi lugar de nacimiento, por otro lado, me había sido arrancado, sin saber por qué. Se me iba a olvidar bastante pero no cejaría en mi empeño de recuperarlo, con todas mis fuerzas, hasta convertirlo en mi mayor anhelo, sin nunca lograrlo del todo. Pero aquella noche de otoño, no pensaba en la lengua perdida sino en entender lo que pasaba alrededor mío e intentar saber quiénes eran esos seres que se movían tan cerca, que parecían fantasmas surgidos de un pasado sepultado.

Una época de la que Rebecca e Isaac no hablaban allá en la Isla, o muy poco y que después, en el continente, sería la obsesión de todos los días. El reencuentro de Rebecca con su familia significaba también el resurgimiento de la tragedia ancestral.

Todos habían venido a recibirla. Todos, menos su hermano David y su padre Yankel, de los que sabría muy rápidamente que no eran más que cenizas, no porque hubieran sido objeto de cremación en algún cementerio, sino porque habían sido exterminados en un horno crematorio después de haber pasado por las cámaras de gas en Auschwitz, en Sobibor o en Maidanek; tampoco su madre Ruth, que se apagó, probablemente, de tristeza.

Nosotros, mi hermano Daniel y yo, no éramos más en ese momento que una prolongación de Rebecca, a quien la familia le profesaba una veneración sin límites. Ella había salvado a su hermana mayor Cecilia y a sus hijas, en otros tiempos. A ellas, mis primas, las había acogido y escondido en un pueblo perdido, su único refugio posible, después de la deportación de su padre, que no regresaría jamás. A Cecilia la había sacado de un campo, custodiado por gendarmes franceses, de donde la iban a enviar a algún campo de la muerte de aquella Polonia de la que todos se habían escapado anteriormente, pensando que iban a estar a salvo en esta ciudad donde se encontraba ahora, con nosotros, sus hijos, nacidos en una isla tan lejana, desconocida para los que nos venían a buscar a la estación. De allí mismo habían salido antes tantos trenes para el destino final inconcebible, el que se oculta tras esos nombres impronunciables y que, sin embargo, se me iban a volver, a partir de nuestra llegada por una fría noche de otoño, asombrosamente cercanos, como si ya desde entonces formaran irremediablemente parte de mí.

A partir de entonces no vería más a Rebecca y a Isaac con los mismos ojos, con una intensa devoción, sino que iría descubriendo, a través de sus silencios, cómo habían sido aplastados, en las orillas opuestas del universo y obligados, a intervalos distintos, a huir desesperadamente.

Ellos habían logrado salvarse de una muerte segura cada uno por su lado hasta reencontrarse, no del todo, nunca completamente, después de tanto tiempo de separación forzada, sin saber nada uno de otro. La otra huida, esta, era colectiva. Estábamos todos juntos para encontrarnos con una familia más amplia, que también había conocido el miedo en lo más hondo. Todo eso lo sentía confusamente. Me harían falta años para descifrar los rostros de esos desconocidos tan familiares que descubrí en esta ciudad de otoño glacial que nos recibía sin prestarnos atención, indiferente a nuestra suerte, como aquellos hombres mirando hacia arriba.   

Mis familiares tampoco se preocupaban por mí: debía parecer un animalito asustado, mudo, sin mucho interés. No contestaba a las preguntas, ni las entendía. Mis primas se alejaron rápidamente. Preferían interesarse en mi hermano Daniel. Isaac, mi padre, caminaba solo delante, con paso decidido, seguido de lejos por mis tíos, mientras mi madre, Rebecca, estaba rodeada por sus hermanas, después de años de separación. Hablaban, sin duda, de sus desaparecidos, de todos los que no estaban. Eran aquellos a los que Rebecca no pudo salvar.

Varios de los familiares de Isaac, por su parte, habían logrado emigrar al nuevo mundo, como él a la Isla y otros a Israel antes de que fuera demasiado tarde. Pero los íntimos de Rebecca lo recibieron como si fuera uno de ellos. Más tarde sabría que no lo consideraron así en otros tiempos pero, en aquel entonces, nadie actuó como debía haberlo hecho, menos Rebecca, la más querida, la heroína de todos, que regresaba de aquella isla, que podía haberse vuelto otra trampa, de la que no se podría salir más.

Ella recuperaba a los que les quedaban entre sus seres queridos, de los que se había alejado durante años para seguir a Isaac hasta ese territorio desconocido donde los seres, la música, el idioma, el calor sobre todo, eran tan diferentes. Pero Isaac se hubiera quedado a vivir en medio de la revolución que removía los cimientos del mundo, el nuevo y el viejo. Él regresaría, más tarde o más temprano, allá, dejando atrás otra vez a Rebecca y, también a sus hijos, en busca de no se sabe qué ilusión. Los hombres viajan siempre solos, como mi padre, cuando se fue, abandonándonos a todos, volviendo, al final, solamente para morir.

Al llegar a la Gare de l’Est, al ver a aquellos hombres solos con largos abrigos oscuros, el niño supo que había dejado de serlo, que iba a tener que enterarse de la suerte de otros hombres, o de mujeres y niños a veces, que habían tomado también, en otros tiempos, trenes hacia ninguna parte.

 


Jacobo Machover nació en La Habana en 1954. Sus libros publicados más recientes son La dinastía Castro. Los misterios y secretos de su poder (Áltera, Madrid, 2007), La face cachée du Che (Buchet-Chastel, París, 2007), El libro negro del castrismo (Universal, Miami, 2009) y El sueño de la barbarie. La complicidad de los intelectuales con la dictadura castrista (Atmósfera Literaria, Madrid, 2012). Este fragmento pertenece a sus memorias El exilio, lejos del paraíso (Atmósfera Literaria, Madrid, 2016).

Otro fragmento de sus memorias: Los barbudos, de niño (Camino de La Habana, enero de 1959).

 

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