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Artes plásticas

El rostro perdido del arte

'Espacio Mínimo', muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes por el centenario de Raúl Milián, deja a la vista a un raro de la plástica cubana.

La Habana

El callado fluir del tiempo nos trajo de regreso a un raro de la plástica cubana: el centenario del pintor Raúl Milián mereció una discreta muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes, que dispuso de su sala transitoria para exponer 59 obras, tinta sobre papel, en pequeño formato.

Naturalezas muertas, figuras y soberbias abstracciones se constituyen en la exposición Espacio Mínimo, que ahora permanecerá abierta al público hasta el 1 de septiembre de 2014.

En el reino de la noche

Cuando los abstractos norteamericanos de la Escuela de Nueva York, en los 60, se enfrentaban a la emergente figuración del pop o se adaptaban a la abstracción postpictórica, es decir, antiexpresionista, ya Milián había expuesto en la Bienal de Venecia (1952), en la Bienal de Sao Paolo (1955), en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (1960) y en otros sitios de igual importancia tanto dentro como fuera de Cuba, su pintura de ideas y sombras.

Independiente de las audacias portocarrerianas (barroquismo del color y las formas), Milián poseyó una visión más libre del campo pictórico (Horizontes), con fuerza en una zona gestual, caligráfica, y otra donde geometriza el magma pictórico al pintar, quitar la pintura —la tinta— y sobre esa mancha básica volver a dibujar y de nuevo volver a retirar el entintado sobrante, técnica favorita para lo cual utilizaba infinidad de papeles secantes, verdaderas monotipias de sus obras. Muchos de estos papeles fueron trasladados al Museo Nacional, luego de su suicidio en 1984, por los especialistas Ramón Vázquez y Orlando Hernández, para su conservación y resguardo.

Autodidacta, humilde y ambicioso, autor de una obra importante aunque minoritaria en la historia de las artes plásticas cubanas, una obra escasa, exigente, exquisita que alcanza relativo éxito al punto que la mayoría de lo aquí expuesto pertenece a coleccionistas privados, Raúl Milián ha sido poco estudiado por la crítica.

Las obras

La hábil curaduría de Elsa Vega dispone de naturalezas muertas, figuraciones y abstracciones como un todo en intensidad escalonada: primero la yerta elocuencia de sus flores y floreros, ("Girasol", 1961) de tal delicadeza y sensibilidad, donde la vida parece asomarse de una manera casi sensual. Luego, dominando espacios, señoreando el campo visual del visitante, sus bellas abstracciones, de las décadas del 50 y del 60, las de mayor esplendor, ("Horizonte", 1962); siguen las figuras: cabezas, rostros fantasmales, ("Figura", 1961; "Rostro", 1962). Y cierran las abstracciones de la década del 70, de gran fuerza dramática, que evocan pensamientos mórbidos, la experiencia melancólica de la pérdida del fervor vital, la ansiosa marca del deseo que universalmente nos habita.

Señala Orlando Hernández en el catálogo: "En sus últimos años, quizás a partir de 1979 o 1980, Milián realizó un cambio brusco en su obra. Su estética de casi treinta años dio un vuelco sorpresivo. Se radicalizó. Su pintura se hizo más elemental, más tajante. (…) Comenzó a dibujar con rotuladores comerciales y plumones de punta de fieltro de distinto grosor, y utilizó cartulinas más pequeñas que las habituales, a veces mal cortadas, de dimensiones un poco irregulares, pero donde eran mucho más visibles los espacios en blanco, que a menudo exhibían pequeñas manchas descuidadas en los bordes. En estas obras hay un mayor énfasis en el dibujo, en las líneas, a veces enredadas, enmarañadas, aplicadas con energía, con irritación, con verdadera furia. […] Reflejan con absoluta claridad no solo la condición depauperada de su salud y de su estado anímico, sino también las tensiones y malestares de aquellos años, que repercutieron tan drásticamente sobre la vida y la cultura de todo nuestro pueblo".

Con sintonía y afinidades ―personalidades como Mark Rothko, Wols o Tobey, Paul Klee, Jean Dubuffet―, contemporáneo de esa sensibilidad y a la vez artista original, auténtico, Raúl Milián fue también un estudioso de la filosofía. Su carácter especulativo, de angustia existencial, es tangible en su legado de oscura elegancia.

Portocarrero, Lezama, y la amistad

Retraído, silencioso, no pocas veces hosco, Raúl Milián fue la pareja inseparable y fiel de René Portocarrero desde los años cuarenta hasta el final de su vida. Ambos viajaron juntos ―Inglaterra, Holanda, Francia, España…― y pese a la personalidad extrovertida, de arrollador carisma de Portocarrero, Milián no resulta influenciado por su obra de carnavales y ciudades, de colores explosivos. De soslayo, Milián se inscribe en el grupo Orígenes, donde Mariano y Portocarrero son sus pintores esenciales.

Una obra de Milián fue portada de la revista (número 28, 1951) y existe la famosa foto de Lezama, donde se observa al escritor colocando sus manos sobre los hombros de René y Raúl, en gesto de amistad.

A Milián le dedicaría Lezama un bello soneto: "Primera glorieta de la amistad".

Sin embargo, en los 70, era el padre Ángel Gaztelu la visita preferida y esperada en el sexto piso del edificio de apartamentos, frente al Hotel Nacional, donde ambos pintores vivían. El Consejo de Estado había asignado a una "empleada" para que les cocinara, les limpiara y, de paso, los vigilara… Porque Portocarrero era mimado por las embajadas, donde le obsequiaban café, galletas y otras menudencias que le hacían más llevadera la existencia en medio del desabastecimiento crónico de la Isla. En esos años, recibir cualquier regalo de una embajada te colocaba en la lista de los sospechosos ideológicos.

El tiempo y la espera

Autosuficiente, utópico, colocado ante un erial domesticador y somnífero ―la Cuba de los 70-80―, inteligencia severa consigo mismo, perdido en sí mismo, alejado de toda infamia y estetización, Milián se constituye, por su obra, en autoridad tan secreta como inolvidable.

Su concepción pictórica tiene que ver con la libertad, una sugestiva independencia que es clave fundamental para acercarnos a la zona oculta de la realidad a la que pretendemos dar sentido. Sus piezas nos abocan a una visión de estoica dignidad. Miramos como relámpagos fantasmales sus perfiles huidizos, fusión de la experiencia y la memoria, encrucijada íntima, sombría, que casi siempre simboliza la muerte o la conciencia de su cercanía. Lo que sentimos ante sus cuadros es desnudez, lo que vemos, oscuridad.

Multitud de preguntas sin respuestas surgen ante esta inexplorada vida. La espera abruma.

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