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Raros de Agosto

Introducción al No Mundo de Juan Eduardo Cirlot

Poeta y autor de un diccionario de símbolos, Cirlot muestra toda la panoplia del hereje o del alquimista, de quien trabaja con lo oscuro. Es un heterodoxo español, un místico. Otros raros: Mario Levrero, Mijaíl Kuráyev y Howard Phillip Lovecraft.

Madrid

Me gustaría compilar una antología de la poesía española del XX. En ella estarían ausentes los más tarareados. Aquellos convertidos en cancioncillas protestonas o coloristas. ¡Cierra la muralla!

Quisiera agrupar a unos pocos poetas secretos. Unas cuantas estancias  de la poesía en español que han sido ocultapadas por una pátina con varios ingredientes: realismo chusco del mediocre, cantinela de los NO-DO o de la voz meliflua del Generalísimo, vida calcinante de provincias muertas, palabrería obtusa del Ruedo Ibérico.

En mi antología no habrá nada de esto. Habrá postismo, surrealismo, poesía hermética o de las experiencias malditas, misticismo y ritmos desconocidos. No voy a adelantar nombres. Hasta los ministros alemanes están que lo plagian todo. Pero sí les confieso que uno de esos misterios, una de las ceremonias a que me gustaría invitarles allí (y aquí) es a leer la poesía de Juan Eduardo Cirlot.

Como iniciado Cirlot conoce que en toda comunicación de lo Incomunicable, sea poesía o mística, damos con una cara exotérica y otra esotérica. Contemplemos la clara faz primero, la exterior. Este barcelonés nacido en 1916 estudia en los jesuitas e inclina su formación hacia la música, recibiendo clases del maestro Ardevol. Compone varias obras. Va a dar tras la guerra civil a Zaragoza, donde en el círculo y, para ser precisos, en la biblioteca de Alfonso Buñuel, descubre el surrealismo en sus publicaciones. Con los de Breton solo comulgó en lo removedor de la estulticia. Un primer gesto radical de negación de la más chata realidad.

En esa vía se le agrandan los alcances cuando coincide (1949-1950) con el etnólogo y musicólogo alemán Marius Schneider, radicado en Barcelona por entonces. Se obliga al estudio de los símbolos desde las más diversas disciplinas. Paralelamente es la voz, el redactor de las posturas más cercanas al manifiesto, que tuvo el grupo Dau al Set (que nace con Brossa, Tápies, Cuixart y otros agitadores). Investigador del arte medieval con José Gudiol.

Si el incansable crítico de arte ve el paso de un magicismo en Dau al Set hacia lo informal y lo apoya, el simbólogo lo absorbe todo: todas las vías (heréticas casi siempre) que nos acercan a la experiencia sagrada. Ruego a quien estas páginas no provoquen lo suficiente como para leer su poesía, que al menos que frecuente su Diccionario de Símbolos (1958). Pocos libros como este dan idea de la búsqueda absoluta de un escritor.

En el símbolo dormita un orden de jerarquías, ahumano, cósmico, amor aniquilador y espectro resurrecto. Lo que no es sentido común, lo que no está y es. Este es su credo. Destruir lo real gracias a una inmersión en el proceso alquímico de transmutación de materia, voluntad y cadencia. Se trata de construir otro mundo otro. Y de simpatizar con todo lo que nos encamine a lo desconocido (automatismos, intuiciones, desestructuras, estudios de lo no manoseado). Fondo y forma son un mismo hilo de plata.

Cirlot escribe poesía desde 1937, aunque únicamente publica a partir de 1943. Es una de las poéticas más amplias de la posguerra española. No solo por el número de libros, todos en ediciones mínimas, sino, por decirlo lezamianamente (con quien tiene más de una coincidencia), por la imantación de su poesía. La distancia que toma de lo circundante, las consecuencias de la música dodecafónica, la Cábala. Cirlot es un cazador de analogías. Su intención no es abolir el azar, sino travestirlo en conciencia dispuesta  hacia lo ignoto. En fin, trovar clus.

Son inencontrables las ediciones primeras de libros como Cordero del Abismo o Canto(s) de la vida muerta, pero existen tres recientes y deliciosas de Siruela donde se recopila toda su poesía. Bronwyn (2001), En la llama (2005), Del No Mundo (2008). Casado desde 1947 y con dos hijas, en 1966 tiene un encuentro amoroso que lo anonada. Cirlot halla en Bronwyn (el nombre que lleva la actriz Rosemary Forsyth en su papel de doncella en el Medioevo del film The War Lord de Franklin Schaffner) el símbolo que todo lo abarca y todo lo promete. Para ella escribe su ciclo más rotundo de poemas, con ella ensaya cada forma de verso y todos los sistemas que se puedan derruir para dar con una poesía que sea palabra exquisita y trascendente.

Además del Diccionario de Símbolos otros de sus títulos mayores como ensayista son el Diccionario de los Ismos (1949), su Introducción al Surrealismo (1953) o el Arte del siglo XX (1970). Una foto de Catalá-Roca muestra a Cirlot junto a su colección de espadas. Sus hijas recuerdan cómo llevaba a la familia a la catedral de Barcelona y previo soborno al guarda, blandía unos segundos la espada del Condestable, que para el poeta siempre fue uno de los objetos más hermosos de esta vida. Vida que abandonó en su ciudad en mayo de 1973.

Cirlot muestra toda la panoplia del hereje. O del alquimista. Del que trabaja con lo oscuro, alimentándose de sus sueños y alucinaciones. Siguiendo la tradición hasta donde es iniciado, pero continúa, una vez aprendido el paso, por su cuenta. Digamos que es un heterodoxo español, un místico, un buen lector de René Guénon, alguien que reconocía en el Zohar uno de sus centros, más cátaro que catalán.

Aspiraba a un lenguaje secreto que anulase esta realidad y se entreverase en la Unidad que nos espera del otro lado del Velo. Si como él menciona que en símbolos como la espada se concentran anhelos de decisión psíquica y de exterminio físico, en sus poemas asistimos a una voz, a una hiperatención de las correspondencias y que a un tiempo lo experimentada todo y todo lo vive como ascesis. Si agrego la elevación por la vía amorosa, por el cortejo a la Dama (provenzal y sufí), no habré dejado de hablar de reverencia ante lo sagrado, de mística.

En 1966, en su encuentro con Bronwyn, Juan Eduardo Cirlot halla la imagen que necesita para su grial, para su quête. Una luz en cuya posibilidad desapareciese todo y alguien postrado en alabanza, temeroso y enamorado, daría con su salvación, pero en el No Mundo. Concepto, lugar, desgarro de la razón, que es esencial para leer a Cirlot. Del No Mundo se llama su tardía colección de aforismos (1969) donde el aprendiz debe buscar claves. Allí insiste en ideas como que "el origen del mal no es un misterio tan insondable como el origen de lo otro. ¿Cómo Él pudo desear algo si deseo es carencia?"

Este amigo de emblemas y permutaciones congregaba en sus versos todo sentido capaz de transformar los cuatro elementos. En lo oculto no solo olisqueamos lo desconocido, sino que somos otros. Seremos dichosos poseedores de una nada esplendente, propia. Se nos saciará de transparencias si somos capaces de apreciar los dones de lo no. Esto susurra Cirlot.

Barajamos teorías sobre el místico y misterioso caso Cirlot, sopesamos anécdotas (persiguiendo rastros de Arnold Schönberg por Vallcarca, gritando —crucifijo en mano— su catolicismo más o menos cierto ante los surrealistas estupefactos, observando en meditación a —a la luz de una vela— sus espadas). Apenas se le leyó como poeta en vida. Hoy sabemos que allí está su Summa, un todo que fuese todo él.

Repito a menudo, cuando quiero afirmar mis afinidades electivas, aquello que quizás vía Lezama, me llegó del viejo Romancero:  "Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va". Juan Eduardo Cirlot confiará la senda que nos sacará del laberinto a quien lo atraviese a su lado. Estará hecha de diálogos furtivos con nuestro vacío axial, de deslímites, de formidables sorpresas y de letanías, ¿o son conjuros? Quien se adentre no será llamado cobarde y sospechará la rubia sombra de su espada y de su Dama:

 

Bronwyn, mi corazón,

tócame con tu nada y con tu nunca.

 

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