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Cine

Esteban Insausti en un club de jazz por demoler

Tres historias de música y rivalidad en la última película del director cubano.

La Habana

Club de Jazz, la última realización del director Esteban Insausti fue estrenada recientemente en la sala Chaplin de La Habana. Alejado de la pantalla grande desde Larga distancia (2010), filme que no tuvo una favorable acogida de crítica, Insausti regresa con una película inquietante, molesta, aun cuando su drama tenga como atractivo el tema de la música, particularmente el jazz, con todo el mundo de emociones y singularidades que su argumento inspira.

El guion de Insausti fragmenta su historia en tres relatos ambientados en diferentes épocas: "Saxo tenor" (últimos años de la década del 50), "Contrabajo con arco" (a fines de los años 80) y "Piano solo" (fin del siglo XX e inicios del XXI), apenas unidas a través de un escenario decadente —un club de jazz en proceso de demolición—, en el cual cada relato tiene como telón de fondo la envidia, los conflictos raciales, las aspiraciones y frustraciones profesionales entre quienes aspiran a un puesto en la gloria musical.

El primer relato se centra en la relación de amistad entre dos niños, un negro pobre con talento especial para tocar el saxofón y un blanco rico sin ninguna vocación para ello, pero obligado por un padre déspota (Héctor Noas), preceptor de música.

Ambos aspiran a ganar un concurso que los llevará a Nueva York, pero el padre hará lo posible por sabotear las intenciones del primero en favor del segundo. Puede comprenderse que el amor al prójimo haya sido el motivo del altruismo del negro, que sacrifica su aspiración de convertirse en un renombrado jazzista. Sin embargo, lo que no resulta comprensible es que esa actitud digna, sin ningún sustento creíble desde el punto de vista dramatúrgico, convierta al personaje años después en un fracasado social —alcoholizado y fumador empedernido, no podía faltar—, que con el tiempo todavía se sonríe orgulloso de su "obra" al conocer, por las noticias, del triunfo de su antiguo amigo de infancia que ya ni siquiera le recuerda.

La segunda historia tiene como protagonista a Israel (Raúl Capote), un músico con una carrera promisoria que quedará a medio camino por su inclinación a las drogas y al alcohol. Su amigo Amado, un crítico y ensayista (Mario Guerra), sospechosamente homosexual, intenta exprimir su talento para, de un modo que tampoco queda muy claro, hacer carrera de musicólogo y alcanzar la fama.

La esposa del músico, en tanto, hará lo posible por salvar la carrera de su marido, aunque para ello tenga que pasarse medio metraje abriendo portañuelas. Es este, quizás, el más interesante de los tres relatos por las posibilidades que el guion reclamaba respecto a la psicología de los personajes, al desarrollo del ritmo y la intensidad dramática. Pero todo se cuenta de un modo muy plano, apenas para exteriorizar el machismo y la arrogancia ridícula del personaje principal, así como una crítica, bastante cacofónica, a las rémoras que lucran de la gloria ajena.

De toda su planicie anecdótica, lo peor de la película es la rivalidad entre los dos pianistas de la tercera historia. Este segmento final habla de los auxilios de la fe, no importa cuáles sean las creencias religiosas, que interviene en los litigios al parecer muy frecuentes por conquistar la fama.

Leo (Yasel Rivero) es un joven pianista del interior que cambia su profesión de músico en la iglesia del pueblo con el propósito de emigrar a la gran ciudad en busca de mayores oportunidades. En el club, el reconocido pianista Lázaro (Luis Alberto García) encontrará en la rápida fama del guajiro un obstáculo para su carrera. Mientras Leo ruega a Jesucristo que lo inspire, Lázaro acude a la santería para alcanzar sus propósitos. De repente, el poder del dios cristiano se vuelve impotente ante el influjo de la brujería, se torna inútil ante el asedio de un "oscurantismo" pernicioso que maniata el talento del joven y lo sumerge en el más profundo fracaso.

Hay algo retorcido en esto, sobremanera irritante, que trasciende el nivel de enunciación de los personajes para asentarse en el plano ideológico de la película. Absolutamente nada en sus tres relatos consigue sostener una historia coherente, al menos desde el punto de vista dramatúrgico, que justifique la idea pesimista y amarga respecto a la mediocridad que hoy, según Insausti, reina en los predios del arte.

Esa visión "crítica" de las relaciones interpersonales, el machismo, la racialidad y las prácticas religiosas se desmorona precisamente por el tratamiento ineficaz de esos temas en la película, víctima ella misma de su superfluidad, mediocridad y de su determinismo maniqueo.

Ni siquiera pudiera salvarse esta película por la música de Juan Manuel Ceruto, el desaliñado montaje de Angélica Salvador y la fotografía de Ángel Alderete y Alejandro Pérez, con su rodaje en blanco y negro, sus diversos matices del gris que intentan conformar un registro atractivo en materia de caligrafía visual, muy a tono con la impronta temática de la película, pero que Insausti mismo se ha encargado de lanzarla —tedio mediante, horror mediante— completica por el caño.

Con Club de Jazz Insausti continúa demostrando que sus lecciones de cine siguen siendo fallidas, aunque —lo peor de todo— como realizador no esté consciente de ello.

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