Las dos Coreas afrontan este viernes una cumbre histórica, su primera reunión al máximo nivel en más de una década. El presidente surcoreano, Moon Jae-in, y el mandatario norcoreano, Kim Jong-un, se encontrarán en un pabellón del Área de Seguridad Conjunta (JSA, por sus siglas en inglés), el único punto de la Zona Desmilitarizada de Corea (ZDC) —la frontera entre ambos países— en donde sus soldados tienen contacto directo.
Este encuentro viene a culminar el deshielo iniciado desde principios de año y que ha sido jalonado por distintos eventos simbólicos o políticos: la participación de Corea del Norte en los Juegos Olímpicos organizados por el vecino del sur, conciertos de bandas musicales surcoreanas en Pyongyang, reuniones entre delegaciones de alto nivel de ambos países, el anuncio de la celebración en mayo de un cara a cara entre el presidente estadounidense, Donald Trump, y Kim Jong-un, o aun la decisión norcoreana de suspender sus pruebas nucleares.
Razones del deshielo
Cabe preguntarse qué ha dado pie a semejante distensión, cuando apenas en septiembre pasado Corea del Norte hacía una sexta prueba nuclear —siendo ésta, por cierto, la mayor que ha llevado a cabo en su historia—.
Un primer elemento podría ser la línea dura en política exterior que ha caracterizado la Administración Trump, y que se ha reforzado desde la nominación de John Bolton y Mike Pompeo como consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado, respectivamente. Con este telón de fondo, las amenazas de ataques preventivos, proferidas por el presidente estadounidense, dejan de ser parte de la subida de tono que ha sido el registro habitual entre Estados Unidos y Corea del Norte.
Otro factor relevante radica en la estrategia desplegada por el mandatario surcoreano. Desde su llegada al poder, en mayo de 2017, Moon Jae-in ha apostado continuamente por la vía diplomática, en lugar del enfrentamiento, para evitar la escalada de tensión con el régimen norcoreano.
Pero sin dudas la causa determinante ha sido el hartazgo de China ante los dislates de Kim. El gigante asiático, como gran potencia emergente, busca instaurar una estabilidad regional bajo su tutela. Una estrategia que se ve contrarrestada tanto por las veleidades atómicas como por la imprevisibilidad de su protegido coreano.
En consecuencia, desde el pasado otoño, a raíz del último ensayo nuclear norcoreano, China ha decidido aplicar a rajatabla las sanciones internacionales. Así, en diciembre de 2017, en comparación con el mes del año anterior, se registró un descenso del 82% de los intercambios comerciales entre ambos países. Se puede apreciar la magnitud de los estragos, si se toma en consideración que China representa el 90% del comercio exterior de Corea del Norte.
El régimen norcoreano se encuentra pues al borde de la asfixia, ya que la presión china se suma al conjunto de sanciones que la comunidad internacional, encabezada por Estados Unidos y la Unión Europea (UE), viene aplicándole desde hace una década: prohibición, entre otras, de venderle gas natural y petróleo, o de comprarle sus principales recursos (carbón, plomo, hierro, productos textiles).
Perspectivas
En este sentido, la cumbre de este 27 de abril marca la puesta entre la espada y la pared del régimen norcoreano. Consciente de ello, la diplomacia surcoreana ha reconocido que, aparte de la desnuclearización del vecino del norte, otro de sus objetivos sería empezar la negociación de un acuerdo de paz que ponga fin definitivo al armisticio en vigor desde el cese de los combates de la Guerra de Corea (1950-1953).
Sin embargo, nada asegura que las negociaciones se salden con resultados tangibles. De hecho, no es la primera vez que un acercamiento notable se produce entre ambos países.
Durante el primer decenio del siglo, en la llamada era de la "política del sol", Kim Jong-il, el padre de Kim y entonces gobernante norcoreano, se reunió en dos ocasiones con sus pares meridionales. En 2000 con Kim Dae-jung y en 2007 con Roh Moo-hyun. Después de unos avances iniciales prometedores, las relaciones quedaron en punto muerto.
En última instancia, el desenlace definitivo del actual deshielo depende en gran medida de los aliados de sendas partes. Por ejemplo, las condiciones de la "desnuclearización" revisten, en Washington y en Pyongyang, significados de difícil conciliación.
Hasta ahora, para la Administración Trump —como para otro grande de la región, Japón— esto implicaría el fin inmediato del programa nuclear y la destrucción de todo el arsenal. Mientras que los norcoreanos probablemente insistan en una implementación paulatina, supeditada a la retirada de las tropas estadounidenses de la península y a la garantía de poder desarrollar instalaciones nucleares para suministro energético.
En cuanto a China, no hay que interpretar el acatamiento de las sanciones internacionales como un abandono de su socio coreano.
A Pekín poco le conviene el colapso del régimen comunista —que significaría un cuantioso flujo de refugiados e incertidumbres en una frontera larga de 1.400 km—, ni la reunificación de las dos Coreas según una hoja de ruta trazada por Seúl —perdería así un peón indispensable para forzar el repliegue (o por lo menos la contención) del Ejército estadounidense en la región—.
En este contexto, lo que más cabe esperar es una bajada de las tensiones en la región y cierta "normalización" de las relaciones de Corea del Norte con sus vecinos.
Por lo pronto, quien parece obtener un respiro es Kim Jong-un. El deshielo le ha permitido ganar tiempo, disipando la amenaza de un bombardeo preventivo estadounidense. A la vez que ha significado su vuelta al escenario internacional, no ya de leproso, sino de facto como el representante de una nación que aspira a acceder al selecto club (apenas una treintena de países) de la energía nuclear.