Hace unos días Rafael me aseguró que él pertenecía a la generación perdida. Tenía aliento etílico, pero no estaba borracho.
Sus ropas empercudidas y la voz ronca, supongo que por el reiterado consumo de bebidas alcohólicas, me condujeron a pensar en la validez del término que repitió dos o tres veces durante nuestra breve conversación en las inmediaciones de la calle Compostela, en La Habana Vieja.
No me atreví a decirle que esas dos palabras identificaron a un grupo de notables escritores que vivieron en París y otras ciudades del viejo continente, desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta la Gran Depresión. Mucho menos hacerle saber que la escritora y poetisa estadounidense Gertrude Stein fue la que acuñó el término, popularizado más tarde por Ernest Hemingway, en dos de sus libros.
A mis recuerdos vinieron los años en que estudiábamos en la escuela primaria Adalberto Gómez y posteriormente en la secundaria Forjadores del Futuro.
Eran los años de la inocencia y las ilusiones de que íbamos a alcanzar el éxito en todos los proyectos que cada cual consideraba esencial para ser feliz.
Hacía cerca de dos años que no veía a Rafael por el barrio. Me explicó que estaba preso por vender cuatro paquetes de galletas. Fue juzgado por actividad económica ilícita. No indagué sobre el monto de la condena. Me dijo, sin yo preguntarle, que le faltaban ocho meses para extinguirla.
En su antebrazo derecho colgaba una camisa de hilo.
"¿La quieres? Está barata. Dame dos pesos [3 dólares al cambio] y es tuya."
Rechacé la oferta, advirtiéndole que había visto un policía en la esquina. De ser sorprendido, su libertad condicional podría ser revocada.
No averigüé la procedencia de la prenda de vestir. A fin de cuentas no la iba a comprar.
En el encuentro anterior, Rafael me puso al corriente de su dramática existencia. La muerte de su madre, el derrumbe total de su casa y su primera experiencia carcelaria tras una airada discusión con un policía.
"Duermo donde me coja la noche. Tengo que estar borracho las 24 horas del día para ni pensar en la vida de perro que llevo. Vivo al día con lo que cojo en alguna tendedera o me dan para revender. La vida me tumbó por knock-out y a estas alturas de la pelea difícil pueda levantarme. Hace un mes que cumplí 54 años", sentenció con su voz de trueno.
Antes de despedirse me pidió dinero. Le di algo sin pensar que tal vez lo gastaría en varios tragos de ron barato.
Mientras enrumbaba mis pasos hacia la casa, medité sobre el destino de Luis, que pudo sobrevivir al desplome del cuarto donde vivía y ahora es un pordiosero que ocasionalmente revende periódicos; en Lorenzo que murió fulminado por el alcohol; en el suicidio de Lázaro con aguardiente y somníferos por no encontrarle sentido a vivir como un esclavo del Estado; en Dagoberto, que malvive en un cuartucho apuntalado y sin ventilación con una diabetes que lo está matando.
Todos nacimos en 1961, dos años después de una revolución que nos llenó de angustias y falsas promesas.
Dentro de una década, estaremos en el umbral de la tercera edad, quizás muertos o con muy pocas fuerzas para cumplir con los reglas del capitalismo de Estado que se construye, según el general-presidente, sin prisa, pero sin pausas.