Estos son, dicho en cubano, muñequitos. Aunque no broten en ellos relámpagos o rayos, ni sobresalgan de la página las onomatopeyas. Aunque no haya un zas ni un bomb, y ni siquiera un glup. Tampoco superhéroes, ni una civilización en peligro y a punto de perderse. Por el contrario: la única salvación del género humano pareciera residir en esa isla a la que llega al inicio de esta historia la adolescente protagonista, y en la que vivirá y se educará durante años.
Pues en el comunismo pareciera residir la única salvación de la humanidad y hasta allá van a desembocar muchas historias previas. Así, mucho antes de que el barco que lleva a la protagonista llegue a La Habana, su padrastro y su madre habrán atravesado por lo que podría considerarse un buen resumen de la primera mitad del siglo XX: guerra civil en España; desnazificación (hubo un Reich nazi), desestalinización (hubo un Stalin); psicoanálisis (Otto Rank, exsuegro del padrastro); cacerías del senador McCarthy; lucha por los derechos civiles en Estados Unidos; una probable era posnuclear para la que su padrastro diseña un sistema de comunicaciones; amistad con una de las hermanas Mitford, Jessica, la comunista... Y, para rematar esta enumeración de siglo tan agitado, la revolución cubana triunfante en 1959 en la que desembarca la adolescente Connie, que antes se llamó Cornelia, y que en adelante será apodada, cariñosamente, Gringa.
Esta es la novela autobiográfica de esa joven germanoestadounidense que, por decisiones tomadas por sus padres, se verá expuesta a una educación comunista en Cuba, descubrirá su homosexualidad en un cine habanero donde proyectan una película de Chaplin, llegará a sentirse amenazada por los exhibicionistas de la ciudad, y será acorralada por un régimen capaz de conciliar a policías, jueces y psiquiatras para combatir la homosexualidad y otros desvíos de la norma.
Muchos de los elementos de esta historia, del trasfondo histórico, habían sido publicados ya por la autora en un blog que resultó ser un archivo: El Archivo de Connie. Allí dio a conocer materiales preciosos, frágiles por sumamente escamoteados, verdaderas joyitas: recortes de la prensa revolucionaria que notician las campañas de purificación ideológica, las razzias en las universidades, los juicios contra cualquier diferencia, la mofa y persecución de homosexuales, la creación de un sistema de campos de concentración donde encerrar a quien desentone...
Pruebas todas ellas de que existió una encarnizada lucha oficial contra los diversionismos, aunque décadas después los nuevos comisarios del régimen intenten ocultarla o disminuirla, queriendo hacer creer que esas persecuciones de desviados fueron apenas un desvío del humanismo revolucionario, corregido ya y sin relación con lo que existe actualmente.
No es casual que buena parte de esas piezas que prueban el celo de la ortoxia revolucionaria y su puesta en práctica hayan sido, precisamente, muñequitos. En ellos la furia represiva movía a los héroes y la denigración de homosexuales (también de rockeros e intelectuales, porque hubo una gran rabia anti-intelectual) descoyuntaba a unas criaturas dibujadas para provocar risa y asco. Aquellos muñequitos eran el mejor vehículo para entenderse con niños y adolescentes, para sembrarles a esos niños y adolescentes el odio y la cizaña.
Hay justicia entonces en que vengan ahora a ser muñequitos los que cuenten algunas de aquellas historias, de aquellos (si los llamamos como lo habrían hecho policías, jueces y psiquiatras) casos. Hay justicia en que esas historias o casos vengan a retomarse con un arte que la autora comenzó a aprender en La Habana, en las sesiones de un taller de dibujo del instituto oficial de cine.
La Habana tuvo que ser para ella, no solamente el campamento de vigilancia y represión en que el régimen revolucionario intentó convertir a la ciudad, sino también una red de amistades y de amores puesta a prueba por la persecución política. Se explica entonces que, pese a todas las vicisitudes, el último recuadro de este libro, sea un diálogo breve y contenido entre quien llegara allí siendo una adolescente y la propia ciudad.
"Adiós, mi Habana", le dice ella.
Y La Habana le contesta: "Adiós, Gringa".
Anna Veltfort, Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa y su tiempo en los años revolucionarios de la década de los 60 (Verbum, Madrid, 2017).
Este texto de Antonio José Ponte es el prólogo del libro de Anna Veltfort.