Tengo ganas de hablarnos con normalidad, sin diferencia de horas
ni tarifas por minuto. Como si hubiese estado todos estos años allí,
pudriéndome con ella, oyendo proferir sandeces a los gerifaltes.
Mi madre llama gerifaltes a los que deciden cualquier cosa
en el distrito cabecera, aunque sea un asunto mínimo,
de poco relieve, como poner un sello.
"El hijo de fulana está hecho un gerifalte".
Suele decirme y sonríe. Porque es burlona.
Con una mitad de sí que no responde,
se ríe de ella y de la mitad del mundo
que tampoco le responde
y del hijo de fulana incapaz de poner un sello
sobre su examen de tiroides.
Sin llegar a ser trágica confunde, con melancolía, los temas,
se queja del hombro, pregunta
si no debe colgar.
Por culpa de mi adversa economía
y de las altas tarifas por minuto del teléfono,
me he perdido la vejez y el Parkinson de mi madre.
La evolución del barrio contada por su voz.
Grandes ganas de hablar sin límites con ella
parecen a menudo y las ahogo en la heráldica
de un apellido que nos dicta ahorrar dinero a toda costa.
(En mi relación personal con las monedas
respira la mediación de la familia de mi madre:
su doctrina de ahorro, su emotividad.)
Fiel a eso, guardé todo el dinero cubano que pude.
Si es que existe de verdad el dinero cubano.
Si es que existe el ahorro limpio,
pariente del esfuerzo y la circunspección.
Porque es doloroso —o cómico—
que con todo lo que recuerdo que ahorré en Cuba,
llegase a España sin saber
lo que era un cajero automático.
(Gemí de cólera frente al osezno de Bankia el día que tomé conciencia
de lo que significaba en realidad el venerable).
Llegué a España cuando en Europa
se introducían las primeras medidas de austeridad de este siglo.
Y me dio mucha gracia (todavía me la da) lo que aquí llamaban desventura.
Madredediós: esta gente alimenta un concepto tan pancho de la miseria
que les ofrecería asomarse —veinte minutos/once euros,
sin que deban pagar los once euros—
a la zona más quemada de mi vida.
A la premura del nervio sometido con que hablo
por teléfono con mi madre
—es un ejercicio de amor y de síntesis—.
A la disciplina con que se prepara para el diálogo
—con fecha y hora precisas—,
y se concentra en narrar —bien y pronto—
cuanto deba decirme sobre el mal y la calma.
Solo esta pena de bulto le proyectaría de mí a los españoles:
la ansiedad con que observo crecer los dígitos
de la factura del locutorio,
con la cabeza en la plática
y en la velocidad de los números.
Con la guinda de que, a menudo, en medio de la llamada,
mi madre olvida algo,
pequeño e importante que debía decirme y lo arrastra
por toda la conversación: olvido algo.
Nerviosa y segura de que olvida,
me oigo decirle haz un esfuerzo final de memoria,
hasta que pita el teléfono. Y así se queda.
Y así nos despedimos.
Hasta el próximo mes.
Gleyvis Coro Montanet nació en La Tirita, Pinar del Río, en 1974. Ha publicados los poemarios Aguardando al guardabosque (Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2006) y Jaulas (Letras Cubanas, La Habana, 2010), así como una novela: La burbuja (Unión, La Habana, 2007).
Otros poemas suyos: Nana de la mujer con fusil y bebé, Ligera discrepancia, Ver pasar los años sin mejora y Chiquito que es el mundo.