Yo aprendí a pintar con mi padre: él trataba de enseñarme a pescar.
Estoy parado frente a un color y de espaldas a otro. Tengo seis o siete años y siento el peso de los colores en el calor del aire y de la piedra. Me siento parte de una mancha que es el paisaje. Una enorme roca y el mar.
Desde aquí puedo ver la casa: un rincón en la vastedad quemada, resplandeciente. La terraza da a una playa de arena muy blanca, donde las hembras del carey, que la visitan ritualmente, dejan más de un centenar de huevos abollados.
Unos arrecifes cercan la playa. Una línea mineral solo visible en marea baja bordea toda la costa del Uvero.
Allí rompen las olas. Allí el color es sobre todo bulla. Abajo, oscuro, negro, verdinegro, el arrecife; la espuma arriba, trazando una franja blanca incesante y constantemente salpicada de blanco. Un Málevich cuyo agitado espesor varía según las mareas.
Esa línea de dos colores separa a la playa del abismo. Mar adentro a un lado, del otro mar afuera. Acá un verde claro, donde fácilmente se adivinan mil colores; allá un azul cobalto, intenso, insondable, único. Y más allá, en el confín de la mirada, el arco del horizonte: el encuentro de dos azules redondos.
El mundo mineral y el mundo animal conspiraban. Parecían empeñados en una vertiginosa multiplicación de amenazas y filos. Había hasta fuegos en el agua. Arrecifes de dienteperro repletos de erizos: los negros de enormes púas; los verdosos, o amarillos, más difíciles de precisar pero también menos peligrosos. La jaiba chata y el cangrejo redondo se asomaban furtivamente entre las rocas pero siempre detrás de muelas que abrían y cerraban como ventanas de pueblo.
En huecos y hendiduras vivía escondida la morena, cuya mordida, decían, regalaba gangrena y desastres que uno ni siquiera se atrevía a imaginar. Flotando, acercándose con el disimulo de las mareas, acechaba un fuego invisible pero aun más penetrante que los colmillos de la piedra: el aguamala. La raya, otro fuego, se enterraba como bajo sábanas en un grano de arena.
Abundaba también la torpísima pero elegante langosta, esmaltada máquina de guerra poco dispuesta a compartir la oculta delicadeza de su carne. La langosta se defendía del apetito agresor levantando refunfuñantes pinzas y enarbolando como lanzas las antenas. Siempre era inútil su mejor escándalo. Pero infaliblemente lo repetía en el centro de la mesa al lucir sus intensísimos anaranjados y rojos de pequeño sol humillado. Era un relámpago en la mesa. Allí solo se escondía en su propia desaparición. A mí por supuesto me daba más miedo sobre la bandeja de plata que entre las rocas. Humeante era aun más formidable y yo no quería quemarme con su candela.
Y había también pulpos y estrellas de mar. Blandos, fofos, menos redondos que los erizos pero infinitamente más capaces de maldad y seducción, pues con sus tentáculos repletos de ventosas lo mismo podían escurrirse de mis manos que amarrarse a ellas, los pulpos eran nudos de carne que me entregaban a una pesadilla. Las estrellas de mar no parecían intuir siquiera la posibilidad de una constelación. Se aferraban a las rocas como si temieran más al cielo que a los otros animales. De noche, al pensar en ellas, las colocaba cuidadosamente en lo alto, entre luces muy distantes. Entonces sí se encendían; se retorcían en espirales empapadas y goteantes; sus puntas eran puntas de alfileres; se estiraban como el aliento en un cuaderno negro, vasto, vivo; una maravillosa serpentina que iba despertando figuras en la dispersa serie de puntos numerados. Fue así como descubrí que en el cielo había peces y cangrejos.
Dienteperro, morena, pulpo, erizo, langosta, estrella de mar, ejército de singular hechizo y de mecánicas, desesperadas pero casi siempre inútiles maniobras. Su estrategia consistía en estar ahí, permanecer absolutamente invariable en medio de infinitas variaciones. Victorias y derrotas humillantes que se sucedían incesantemente, que se confundían incesantemente, como en un libro de historia imposible de escribir. La historia verdadera y profunda. La historia relatada por un fósil o una perspectiva de Paolo Uccello. Los erizos, por ejemplo. Allí, en aquella pequeña playa, y no en los Uffizi, recuerdo haber visto La batalla de San Romano. Uccello la pintó con los erizos del Uvero.
Soy parte de una mancha. Una mancha más. Veo con la piel más que con los ojos. Estamos pescando: mi padre ya me ha enseñado a confiar en el tacto. La vista es inútil. Yo estoy en un cabo del cordel y el pez en el otro. Crispados en la mano, en el índice, como muchos años después, cuando iba a escribir mis primeros poemas, todos mis sentidos aguardan, acechan.
Mi padre me está enseñando a pescar y yo estoy a punto de aprender otra cosa. Cordel, alambrada, plomada, anzuelo, carnada, para mí serán lápices, brochas, pinceles, creyones. Yo voy a aprender a pintar.
Al picar el pez comienza una interminable acuarela. Una acuarela del tamaño del Mar Caribe. Mientras tiro del cordel trato de imaginar lo que hay en el anzuelo. Cuando al fin asoma en la superficie del agua el pargo, el mero, la rabirrubia o la picúa, yo solo veo, solo siento la jubilosa interrupción del monótono azul del mar. Vivos, espléndidos colores que surgen de repente y alteran la superficie; irrumpen desde el fondo, como un pequeño y súbito triunfo del color sobre el color mismo. Los colores son el color atravesado. Pintar es atravesar el color, partir del color, partirlo.
El pez, la irisación de repente contrastada con un soberbio fondo azul, el cambio de guardia de los colores, las agallas encendidas como fósforos, habían reducido la naturaleza toda a espectáculo y fiesta. Esta transmutación de la naturaleza en espectáculo fue una primera revelación de la pintura. Una revelación también de la ventana. Y del adjetivo.
Nunca he olvidado aquella desmesurada lección inaugural. Todavía me acerco a la pintura como si surgiera de una profundidad, de lo oscuro, como si interrumpiera un poema o una conversación infinita. El chisporroteo de la memoria dentro de la imaginación es entonces un chorro de relámpagos. Un cable eléctrico caído. Los fuegos de la metáfora y de la analogía al fin se prenden al margen de una inaudita relación de palabras, en el escandaloso entrechoque de nimios datos avivados, mágicamente cargados de suceso todavía. Puedo, así, participar en la batalla de dos colores. No soy sino un soldado más. Pero al mirar veo, toco, oigo, huelo. Oigo los cascos y relinchos de los caballos, el desafinado estrépito de las armas, la queja de los heridos. Oigo sobre todo el piar de los pájaros espantados, invisibles.
Caracas, 13 de junio de 1988
Octavio Armand nació en Guantánamo en 1946. Poeta y ensayista, ha recogido sus ensayos en los volúmenes El pez volador (Casa de la Poesía Pérez Bonalde, Caracas, 1997) y El aliento del dragón (El aliento del dragón (Casa de la Poesía Pérez Bonalde, Caracas, 2005). Ambos libros, junto a otros suyos del mismo género, aparecen recogidos en Contra la página. Ensayos reunidos (1980-2013) (Calygramma, Quéretaro, México, 2015).
Otro texto suyo: Crazy Horse.