Los tres mosqueteros son cuatro: D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis; y los puntos cardinales son tres: norte y sur. Esta desconcertante matemática parece obra de Humpty Dumpty. Dúctiles o traviesos sumandos, los nombres esquivan la suma, como si las partes negaran el total o el total, cifrada Atlántida, desapareciera liquidado por la imaginación. No hay ecuaciones sino inadecuaciones. Evanescentes metamorfosis de ovillo. El enunciado se contradice, se contrae a medida que se prolonga y pretende constatarse; para colmo, siguiendo su propia lógica, al hacerse explícito se deshace, desaparece.
Las aventuras del añadido y la asombrosa metáfora de la reducción pueden asomarnos a hechizantes abismos. La palabra cabalga sobre números transfinitos, da cuerda a otros gallos para conjugar tiempos rigurosamente ajenos a los historiadores, los profetas y los suizos. No hay pasado ni futuro y el presente solo es puntual en la deriva alucinante del sueño. Epiménides sabía algo de esto. El cretense que simultáneamente mentía y no mentía al asegurar que los cretenses eran mentirosos durmió durante cincuenta y siete años seguidos. Un verdadero sabio. Un hombre asombrosamente despierto. Lichtenberg, otro desertor de la supuesta realidad, también entreabrió las puertas del conocimiento, del sí miento veraz, para apostar no a dentro o fuera sino al vano, a la desaparición. "Un cuchillo sin hoja que no tiene mango." Así describe un célebre objeto el autor de Aforismos. Le saca tanto filo a la sabiduría que la reduce a una sola frase. Y la frase se borra. La filosofía también.
Borrar, borrarse, como acto decisivo. Tal vez no lo supo Kant pero Wittgenstein lo intuyó. Huidobro también. Por eso fue capaz de ponerle puntos suspensivos al zodíaco. Su magistral lección de geografía solo se puede explicar nadando en las agallas de un mero. El vértigo de la desaparición, se dirá, tiene algo de lógica: tan escaso en latitud como prolongado en longitud, Chile, de hecho, pareciera tener solo norte y sur. Pero quedarse en esos meridianos, detener ahí la lectura, por reconfortante que sea, es perderse. La insinuación es otra. El relámpago es otro. Se trata de un nuevo infinito, como decía Nietzsche. Hay que leer con la velocidad de la luz. O una velocidad superlumínica. Tal es el sortilegio del lenguaje, la felicidad liberadora que regala, que nos permite saltar sus propias trampas, sus abarrotadas definiciones. Como Epiménides o Lichtenberg, Huidobro es un diccionario de aboliciones. Una metáfora en plena torsión.
Entre estas metamorfosis absorbentes resalta un brevísimo texto de Kafka: El deseo de ser piel roja. Uno de mis favoritos, sin duda porque de niño yo quise ser piel roja. Me soñé Sitting Bull, Gerónimo, Red Cloud, pero sobre todo Crazy Horse. Le gasté a mi madre mucha pintura de labio, pues me pintorreteaba el rostro para convertirme en guerrero apache o sioux y declararle la guerra a muerte a mi propia identidad. Aquellas batallas, todas ellas, las he revivido mil veces al montar estas pocas líneas:
Ah, si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta las riendas, sin apenas ver ante sí que el campo es una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.
Para ser apache bedonkohe o sioux teton hay que desoír las sirenas del existencialismo. La burocrática añoranza de una mayor libertad, encarnada en la figura del guerrero indomable, que proporciona una primera y previsible lectura, una mayéutica a plazo, no basta para acceder a la torsión fulgurante. No se trata de peldaños sino de saltos y caídas. Hay que desollar la consigna habitual hasta morder la metáfora. Quien lo logre seguramente verá su deseo cumplido con creces. Pues así como los tres escurridizos puntos cardinales son norte y sur, el piel roja es elíptico, elusivo, invisible.
Búscate en el espejo. Si ves un piel roja no eres un piel roja. Todavía no. Estás verdaderamente lejos de encarnar la metáfora si tienes que someterte al subjuntivo, si eres irreal y solo es real tu irrefrenable deseo de ser otro. Pero si de repente estás muy alerta, si el viento te despeina y hace sentir casi ajena la piel desnuda a medida que el galope estremece la tierra y el creciente tropel del horizonte te atrae más y más hacia otro destino, puedes arrojar las espuelas y las riendas. El piel roja no las necesita. Porque en realidad él no cabalga, más bien forma parte del impetuoso animal, como un centauro, hasta convertirse en el caballo mismo, todo el caballo y su vertiginoso movimiento, y ya no ve sus crines ni su cabeza sino solo la pradera rasa... La metáfora del deseo, cumplida, arroja un saldo sorprendente: como Crazy Horse, eres un caballo, y como tal eres velocidad, desaparición, viento. Un cuchillo sin mango que no tiene hoja. Un caballo sin brida que no tiene riendas.
La brevedad del texto no promulga el sentido: lo propulsa; y al suscitar una lectura acelerada y repetida, refleja su difícil pero posible —y tentadora— saturación: la muda, el cambio de piel. La lectura en sí es metafórica. Nos arranca de la página y arranca la página; desconcierta, desorbita; y de pronto nos quita esa camisa de fuerza que es la identidad. Parábola taoísta, zen, El deseo de ser piel roja puede llevar a la iluminación. Al satori. Las riendas, las espuelas, la brida, el deseo mismo, se parecen demasiado al yo. Es posible una transformación, una abolición, una ausencia. Pero solo si pasas de la filosofía a la metáfora, si borras a Kafka y aprendes a desaparecer. Algo así sucede, o debiera suceder, en la comunión. El trozo de pan, la fragilísima hostia, como la parábola, es un umbral, un vano. La transubstanciación nos confunde con Dios y la Trinidad entonces somos tú y yo. Norte y sur. Volátiles cifras del quebradizo Humpty Dumpty o Georg Cantor.
Caracas, 20 de enero 2006
Octavio Armand nació en Guantánamo en 1946. Poeta y ensayista, ha recogido sus ensayos en los volúmenes El pez volador (Casa de la Poesía Pérez Bonalde, Caracas, 1997) y El aliento del dragón (El aliento del dragón (Casa de la Poesía Pérez Bonalde, Caracas, 2005). Ambos libros, junto a otros suyos del mismo género, aparecen recogidos en Contra la página. Ensayos reunidos (1980-2013) (Calygramma, Quéretaro, México, 2015). Este texto aparece allí.