No entiendo por qué te demoras tanto. Son las diez de la noche. Los que debían llegar, llegaron ya. Apenas quedan carros en la calle. Entre el follaje de los árboles, titilan luces débiles, distantes. Poco a poco se fueron apagando los ruidos, ya no se escuchan voces… ¿Qué puede retenerte, y dónde?
Casi puedo escuchar el chirrido del sillón: mami meciéndose al borde de la penumbra, de espaldas a la sala. La angustia era peor al desaparecer la luz. Como cada vez, Aarón le había prometido volver de día, había jurado por todo lo jurable, y ya era noche compacta.
Cualquier ruta en la oscuridad puede esconder un peligro. Estoy alerta, en tensión, en pausa. Si algo se mueve contra ti en un radio de kilómetros recibiré la señal. Conozco cada zona de tu piel, todas las marcas. Huellas de colmillos sobre un pómulo, el perro del vecino cuando tenías tres años. Lunares: uno sobre el hombro derecho, dos en el muslo izquierdo, hacia la corva, y uno casi invisible en la palma. Puedo sentir tu olor a metros de distancia. ¿No será suficiente? Si algo te sucediera ahora mismo, si sintieras dolor, yo antes que nadie debería saberlo.
También esa mañana ella había gritado: ¡No, no vas a salir, siempre me haces lo mismo! Pero Aarón lucía tan infeliz, mirando el mundo desde la baranda. Otra vez ella cedía, y otra vez caía en la terrible trampa. Sin poder concentrarse en nada, renunciaba a coser y solo parecía calmarse un poco ahí, en el vaivén del sillón, bajo la inmensidad del cielo, las estrellas lejanas.
No puedes hacerme esto otra vez. Ya te he dicho qué pasa cuando oscurece y no estás… ¿te lo he dicho? Ahora recuerdo que no, que cuando llegas todo vuelve a la normalidad, nada se desfigura, nada parece a punto de borrarse. Los objetos me miran burlones desde su lugar: tan fijos, ¡tan monótonos! Después de destrabar la puerta, que se atora, siempre, en el mismo tramo, me sonríes, como si yo fuera la misma que dejaste. ¿Soy la misma? Pero te miro diferente, te siento diferente, hasta cuando te toco. Será que la espera erosiona algo, desgasta algo que no puede ser ya igual: el auto que pasó tan cerca, sin llegar a rozarte, se llevó algo de ti. Algo de mí.
Tantas veces lo pensé pero no consumé el acto: poner la mano en su hombro, acariciarla. Solo murmuraba, como si pensara en voz alta:
—Mami, esas malas noticias no son para nosotros.
—¿Cómo lo sabes? —y en sus ojos había más reproche que esperanza.
—Porque si le hubiera pasado algo a Aarón ya tú lo sabrías —y ahora era mi tono el que le reprochaba—. Esas cosas se sienten.
Dios mío, Dios mío, ya son casi las doce… ¿por qué no vienes, por qué el llavín no suena, por qué la puerta no se atora en el mismo pedazo? Con tal de que no hayas tenido una bronca, un accidente… No, eso no, prefiero… hasta que estés con otra. Ahora qué importa, mientras puedas volver, mientras toque tu cuerpo, revise cada parte, confirme que estás íntegro.
Pero mami, desde su sillón, sí parecía penetrar la densidad del cielo, de la distancia: La noche, que conoce los caminos, nos dispersa y nos ciega. Es un monstruo tan cercano, sabe todo, pero calla. Y la única seguridad que logra definirse es que quizás no lo vea más, a mi Aarón, a mi niño... Eso no puede ser, las malas noticias son siempre para otros. Tú misma lo has visto, el chiquillo del tercer piso, que se electrocutó tratando de enlazar el framboyán pero agarró el cable. El hijo de la peluquera, que desapareció en el mar; la señora de la esquina, que estaba sola cuando le dio el infarto… Mami sigue meciéndose en su sillón, y sus ojos fijos dicen: Toda promesa es mentira, nadie puede garantizarme nada. Lo que llamamos mañana siempre está porprobarse.
Las sombras son tan parecidas en la oscuridad. A veces, las siluetas que uno cree se acercan, en realidad se alejan. Pero, ¡cómo dejarla a ella sola, bajo esa noche enorme, las estrellas lejanas…! Me aproximaba al balcón, me asomaba a la oscuridad donde asechan peligros, asesinos, extraños. Cuando se daba cuenta de mi presencia, sonreía, sentía alivio. El destino está ahí escondido, —decían sus ojos— respira junto a nosotros…
Y pensé en aquella bolsa de nailon, suelta en la calle, volando entre los carros. Se revolvía atraída por la fatal combinación del aire, de las ruedas, de la velocidad. Hasta me pregunté cómo sería ser arrastrada allá abajo, a esa penumbra íntima, entre los neumáticos.
Ay, por Dios, no puedo más. Tengo que escapar de esto, como sea, hacer algo. No estar más aquí, en este balcón de mierda, esperando.
Tal vez podría salir, caminar un poco. Afuera el tiempo pasa de verdad, no se coagula, no se estanca. ¡Sí, eso! Voy a salir. A estar un tiempo lejos para poder venir, para poder llegar. Cuando uno es quien viene todo es seguro, todo es imaginable. Las cosas se reintegran, compactándose. Por siglos y siglos estarán ahí, fijas y monótonas… Me visto ahora con gusto, hasta decido ponerme el vestido blanco, el que guardo para una salida especial. Me dejo el pelo suelto. Abro la puerta, atiendo al sonido del girar del llavín, el mismo que me hace saltar cuando llegas. Esta vez al revés: giro la llave a la derecha, siento caer el cierre.
Salgo a la calle. Hace un poco de frío, la parada, el parque están desiertos. Un perro acurrucado bajo un banco, una hoja de periódico flotando, de tramo en tramo… El viento sopló a la gente a rincones seguros, donde no hay inconsistencia, donde hay mañana.
Me gusta esta tela, cómo se pega a la piel, acariciándola, ¡si ahora mismo me vieras! Me abrazarías fuerte, me palparías despacio a través del poliéster. Debería hacerte esto alguna que otra vez, llegar tan tarde con aire de ser feliz, de haber estado lejos. ¿Cuándo has tenido tú que esperar por mí? Te ha sido tan fácil. Si al abrir la puerta no me ves, sabes que estoy en la cocina, en el cuarto, en el baño. Siempre estoy. Pero hoy va a ser diferente. Vas a entrar, recorrerás la casa sin encontrarme. ¡Y a las doce de la noche! Cada cinco minutos te parecerán infernales. Notar el peso del silencio por primera vez. Buscar la estela todavía visible de mis actos. El blúmer enrollado en el fondo del cubo, enjabonando el agua. El mango del cuchillo grande, brilloso por la grasa (nunca lo friego bien). El último libro abierto —una hoja seca como marcador— sobre la cama. Tendido boca bajo aspiras mi olor en la sábana. Estrujas los pliegues, te hundes en ellos, te aferras a ese rastro como a una prueba de que aún existo. Pero eso no te basta, y buscas una razón segura para mi regreso. Algo menos subjetivo que tú. Por ejemplo mi ropa, libros, documentos. Estoy obligada a regresar por ellos. Entonces tú estarás ahí, podrás atajarme a tiempo, pararte en la puerta, impedir que salga. Me dirás: Te amo, ahora lo sé, tengo tanto miedo de perderte... Te arrepientes de cada discusión, de tanta intolerancia estúpida. Nunca supiste que estábamos tan al borde, ¿verdad? Por primera vez piensas en mi muerte. Lloras como un niño y sientes que todo se derrumba alrededor, que los objetos, con su solidez, mienten. Y secándote la cara, te preguntas si esa agonía es amor o temor de ser excluido de mi ausencia. Porque quedar es peor que irse, aunque uno no sepa adónde.
Pero eso no es nada aún: faltan muchos más pasos. Repasar lo mismo hasta el aturdimiento, dormirte por momentos, despertar sobresaltado, mirar el reloj, recordar que no estoy. ¡Es tan absurdo! Y revisas la sala, la cocina, el patio… Ya no se escuchan voces, ya nadie espera a nadie. Falta una cuadra para casa de mami. ¡Cómo se va a sorprender cuando me vea llegar tan tarde! Ojalá no se asuste, ella siempre piensa lo peor. Miro el reloj, ¿la una ya? Qué rápido corre el tiempo cuando es uno quien llega.
Solo me falta cruzar la calle. Una luz viene desde lejos, tengo que poner una mano para tapar el haz, para impedir que me dé en los ojos. Estos choferes, ¡cómo molestan con esa luz tan larga! Miro hacia el edificio… ¿esa que está allí, en el balcón no es mami? A esta hora… ¿a quién estará esperando?
Algo me da un golpe, caigo hacia adelante, pienso en pararme pero resbalo. La oscuridad jala mis piernas hacia el rectángulo oscuro. Algo me enrolla, cae sobre mí, siento un crujido. Grito.
Oigo a mami llamándonos, como cuando Aarón y yo nos escondíamos bajo la cama grande. Veíamos sus piernas recorrer el cuarto, ahora sus rodillas tocando el piso, su rostro, sus ojos alarmados: ¡No vuelvan a hacerme esto! Pero debajo de la cama estábamos seguros, ¿lo ves, mami? Solo hay que replegarse con los brazos contra el pecho, las piernas contra el vientre, y la humedad reemplaza a la punzada y va soltando, va aflojando. La oscuridad respira junto a mí, y me protege.
Verónica Vega nació en La Habana en 1965. Es autora de la novela Aquí lo que hay es que irse, traducida al francés como Partir, un point c’est tout (Christian Bourgois, 2010). Este cuento pertenece al libro Mundo invisible.
Otros cuentos suyos: Desde la calle Cárdenas se ve el Capitolio, Yesterday, Detritus y Chocolate.