Abro el monedero: un taxi desde Alamar al Capitolio, cuesta diez pesos, antes del mediodía. Quisiera que me preocupara cómo él luce ahora, pero solo me preocupa cómo luzco yo. Aunque siete años de pronto parecen no ser nada. Como si nunca se hubiera ido. A lo mejor viene en ese carro… Va despacio, parece buscar a alguien. No, no es él. Y yo hasta le puse en el primer e-mail, por si acaso: ¿Te acuerdas de mí? Con la lista de recuerdos mutuos. ¿Será ese? No, tampoco. Ahora todas las caras se le parecen. Por suerte respondió enseguida: Claro que me acuerdo de ti!! ¿Y ese taxi? El chofer me hace señas con la mano. ¡Sí, es él! Me acerco: está sentado detrás, el carro está repleto.
—Monta. Hablamos cuando lleguemos a la Habana.
No hay tiempo ni para mirarnos bien. Creo que ha engordado un poco. Lleva gafas. Pero me vuelvo un momento y le cojo la mano sobre el espaldar. Le aprieto los dedos. El resto del trayecto miro por la ventanilla, casi creo que soy yo la que llega, la que no ve este paisaje desde hace siete años. La calle parece interminable, el mar a la derecha, el túnel. Entramos por Zulueta y paramos, en el Parque Central. Bajo enseguida. Él le paga al chofer y ya viene, me abraza muy fuerte, me levanta del piso. Fue así como lo imaginé.
—Tenemos que coger otro taxi hasta el Vedado.
Corremos. En Prado y Neptuno cogemos el primero que dobla. Pasamos por Neptuno, frente al edificio de Ernesto.
—¿Has sabido de Ernesto?
—Está en México.
—¿Te escribes con él?
—No.
Miro otra vez todo el tiempo por la ventanilla. Paredes, portales, vendedores, perros famélicos. Este recorrido se me va más rápido. Bajo antes que él. Sí… recuerdo esta escalera, el mármol en las paredes. La puerta de cristal se abre. La abuela de Emilio y un perro que ladra, frenéticamente. Intento tocarlo pero me rehúye. Como antes, cuadros de Emilio en las paredes.
La abuela come el mango con las dos manos, embarrándose la barbilla. No deja de hablar. Antes pensaba que éramos pareja. Todo por la noche en que me cogió la confronta y me quedé a dormir. La noche en que no pasó nada porque tú estabas pensando en Ernesto y yo en Marilyn (la teacher de inglés) Me viré de espaldas, me gusta que me abracen por detrás, oír el aliento en el cuello. ¿Y si el tiempo se parara? El tiempo nunca se para.
—¿Qué has hecho en todos estos años?
—Bueno, me casé, me separé, tengo un niño. Hago literatura y periodismo…
—Ah, sí, Emilio nos dijo que tenías un niño, muy hermoso, aunque no le das carne, ¿no?
—No, somos vegetarianos.
—Nunca más viniste por aquí.
—No, pero me acuerdo bien de usted. De sus perritos.
—Ah, sí. Se murieron. Este es de mi hija.
Emilio dice de pronto:
—¿Vamos a dar una vuelta?
Claro que quiero, me siento un poco mareada.
Para ser lunes las calles están casi vacías, incluso La Rampa.
—Fue terrible venir, ¿sabes? Semanas atrás empecé a comprar cosas, iba a las tiendas y volvía, cargando más y más pacotilla. Audrey me decía: ¿Pero, vas a llevar todo eso?
Al fin, se llama Audrey, en los e-mails nunca me ponía su nombre. Como vivo con ella en el nivel físico, el mental es siempre asequible a través de su cuerpo. Para vivir el amor mental es necesaria la ausencia. Audrey, la americana, que lo salvó del naufragio.
Se para frente a la cafetería del Habana Libre.
—¿Quieres merendar algo?
No tengo lo que se dice hambre pero pediría con gusto un helado.
Entramos. El camarero viene enseguida.
Emilio pide un sándwich, yo un helado de chocolate.
—Este camarero sí que es un profesional. Podría trabajar allá.
—¿Has ido a muy buenos restaurantes?
—Sí, sobre todo en Nueva York.
Elegimos sentarnos uno al lado del otro, frente al cristal, frente a la calle.
—Buena mierda La Rampa. Tanto tiempo de nostalgia, y ahora…
—¿Y ahora?
—Me pregunto dónde está todo lo bueno que yo extrañaba.
Dejo derretir un poco el helado. Esta cafetería del Habana Libre siempre me recuerda a Billy. Era el jefe de caja y ahora está en Miami, dicen que es gerente de un hotel. Vivíamos en un edificio que se estaba cayendo. Todavía se está cayendo.
Cuando nos levantamos el camarero nos sonríe y dice:
—No olviden ir a la marcha por el Primero de Mayo.
Emilio se ríe y le aumenta la propina. Seguimos por La Rampa, calle abajo.
—¿Vamos al Malecón?
—Como quieras.
El sol está tan fuerte que él me pone su visera. Si supieras que he pensado mucho en esa noche...
Por suerte en esta parte del muro no hay desechos de latas, abajo, en las rocas. Puede verse el mar liso, casi limpio.
—Te voy a leer un poema: "Abro el libro con la sensación de estar repitiendo algo. …me dijo que no quería ir al mar porque tenía miedo de encontrar alguna cosa: una pierna, un brazo, un corazón, algo desgarrado y mutilado entre las algas..."
—¿Dónde puedo conseguir este libro? —me interrumpe, y yo me río.
—Sabía que dirías eso —se lo dedico: "por mi premonición y porque sí…" Dice gracias y me besa, muy suave, en la cara. Sí, también yo me acuerdo de aquella noche en que no pasó nada porque tú estabas pensando en Marilyn (la teacher de inglés) y yo en Ernesto. Si los seres humanos no estuviéramos tan jodidos con la moral…
Caminamos de nuevo por Malecón y habla de aquellas frases ambiguas en los e-mails. Nos pasan esas cosas para después decir: ¡Si pudiera hacer retroceder el tiempo!
—Es la primera vez que me siento bien desde que llegué. Y te lo debo a ti. ¿Por qué no te quedas conmigo esta noche?
Me acuerdo de que mañana habrá marcha, así que suspenden las clases.
—Sí, puedo llamar a mi casa y pedirle a mi mamá que me cuide al niño.
En el taxi me coge la mano.
—¿Y las frases ambiguas en los e-mails?
Solo pienso, ¿y Audrey? Pero no lo digo, miro por la ventanilla.
La abuela se asusta con lo de quedarme esa noche. Y si se entera ella, la americana, nadie sabe, tanta gente que lo ha perdido todo por una locura.
—Solo somos amigos, abuela, no es la primera vez que dormimos juntos.
Parece que cede, no sé. Me siento tan cansada. Miro fijo al televisor donde está la telenovela, con el audio en cero. Me esfuerzo en leer los labios de los actores.
En el cuarto, él se baña primero. Después yo, qué fría está el agua, ni siquiera es la ducha, es agua recogida.
Salgo del baño y voy directo a la cama. Me acurruco a su lado, sin querer lo rozo, con las rodillas. Para vivir el amor mental es necesaria la ausencia. El tiempo nunca se para ¿verdad?
—Tengo miedo de no poder controlarme —dice.
—Yo no dejaré que pase nada, no te preocupes. Solo hablemos.
—¿De qué?
—Cuéntame de tu primer año allá.
—Bueno… después de la exposición, cuando faltaban unos días para venir, cada noche tenía el mismo sueño. Me veía caminando por las calles de La Habana (Emilio… ¿te acuerdas de esa noche, en Santos Suárez? Te pegaste a mi espalda, sentía tu respiración contra mi cuello). Más que un sueño era casi una especie de pesadilla (Me olías con toda la cara, y te hundías en mi hombros, en mi pelo), todo a mi alrededor se veía sucio, destruido, y yo sentía que me advertían de algo. Despertaba angustiado, y me venía la idea de que no podía volver, cualquier cosa menos volver a Cuba (me acuerdo de tu aliento, y el calor y aquel silencio, Emilio, aquel silencio donde no había nada más que nosotros) luego de decidir quedarme todo se volvió tan loco… Sentía que me podía comer el mundo, en ese tiempo mis cuadros se vendía bien. Me empaté con una judía, siempre estábamos templando, viajando a otros estados, comiendo en los mejores restaurantes (sí, el calor de tus palabras en mi cuello, tus piernas en el hueco de mis piernas dobladas), gasté todo el dinero sin pensarlo, fui dejando de pintar, solo tenía cabeza para templar y extrañar a Cuba (¿te acuerdas? Oírte respirar, tocarte respirar). Un día me percaté de que la cuenta del banco estaba vacía, me botaron del apartamento, la judía se largó y tuve que vivir en barrios que ni te imaginas (estamos solos, nada más existe, nadie más existe), en cuartuchos asquerosos, teniendo que compartir el baño con gente de lo peor, gente que empieza el día con una marihuana y lo termina metiéndole al crack y a la heroína… (solo el presente es consistente y real, ¿ves…? Solo tú y yo somos reales).
Me despierta la luz de la ventana. Y el silencio. Emilio está contra mí, bajo la sábana.
—¿Vamos a la marcha? Quisiera hacer algunas fotos…
Dudo un momento y después:
—Sí, por qué no.
Trae el desayuno. Pan, jamón, yogurt, frutas…
Yo siento el estómago contraído, no tengo apetito. Me decido por dos naranjas y un mango.
Hace mucho calor, en las calles de Vedado hay filas de guaguas, montones de jóvenes con pulóveres rojos.
Caminamos otra vez Rampa abajo, hasta el Malecón.
Parece que toda la gente de Cuba está aquí. Toda la gente del mundo. Toda la gente. Marchan entre las barreras de hierro y los aparatos de audio. Un mar de gente moviéndose en una misma dirección, entre dos barreras que se extienden al infinito de la calle. Solo nosotros caminamos en sentido contrario. Nos miran, nos creen extranjeros. Hay cordones de guardias a orillas del mar humano. Una voz grita una consigna, prolongándose en la hilera de bocinas. Hay un helicóptero revoloteando, a poca altura, sobre nosotros. Emilio saca la cámara y empieza a hacer fotos. Me siento mal, doy un paso hacia atrás, me apoyo en un muro. Él se vuelve rápido hacia mí y hace fotos. Me doy cuenta de que estoy llorando.
—Perdóname, perdóname —dice.
Y hace fotos fotos fotos.
Por la calle San Lázaro le chifla a un bicitaxi. Corremos.
—Vamos a la casa de La Habana Vieja.
—¿La de la calle Cárdenas?
—Sí, ¿te acuerdas del estudio que hice en la azotea?
Realmente nunca llegué a verlo. En ese tiempo dejamos de encontrarnos. Y luego vino la exposición, en el 98.
El bicitaxi avanza despacio y en cada esquina las bocinas siguen gritando. El sonido se distorsiona en el aire. Me hundo los dedos en los oídos.
Sí, la calle Cárdenas, la librería en la esquina, mendigos y mercados miseria en los portales. El mismo ruido, el mismo churre. Solo más tramos rotos de piso en los portales. Reconozco esta puerta, la escalera.
—Ahora es mi tío quien vive aquí.
Nos abre la mujer del tío. Me acuerdo de esta sala, esta marea de luz. Y el balcón a la izquierda. Cuadros enormes en las paredes. El tío viene, abraza a Emilio entre los lienzos de salpicaduras rojas.
Salgo al balcón. Me asombro de ver tan bien el Capitolio, desde aquí. Nunca me fijé en esta vista, es increíble, y ahora parece que es solo un montaje, que lo pusieron hace unos segundos, por Photoshop. Qué bien se ve, ¡y qué inmenso…!, el Capitolio.
—¿Vamos a la azotea?
—Vamos.
Entre el polvo y el aire, un techo de zinc, sin paredes: bastidores, lienzos vacíos, libros de arte. Emilio ordena las telas en blanco, las sacude, abre cajas.
—Como no pensaba quedarme cuando me fui, dejé todo.
Saca cartulinas, dibujos, fotos. La novia que le conocí, seria y triste. Palabras viejas enrolladas en papeles.
—Puedes quedarte con los libros que quieras.
Los hojeo, son muchos, todos me gustan: Monet, Lautrec, Frida… de pronto siento una náusea, busco una silla para sentarme.
Él insiste:
—Puedes escoger los que quieras.
Me siento mal, quiero decirle, pero las palabras son tan largas, tan pesadas. Su voz suena lejos, allá lejos… se pierde. Me pregunto de dónde sale este resplandor amarillo, fijo ante mis ojos. La náusea sube y se expande. Yacer bajo esa luz, las chispas se abren, se dispersan… se extinguen.
Y algo me alza, me baja, los sonidos vuelven.
—¿Quieres yogurt? Te desmayaste. Debes comer algo.
Siento un borde frío en mi boca. Busco la voz de Emilio pero oigo solo la de la mujer del tío:
—¿Te sientes mejor?
Asiento con la cabeza, abro los ojos. El tío me mira todavía con el vaso en la mano.
—No tienes que levantarte tan rápido.
Miro alrededor: reconozco este cuartico, hasta están los mismos cuadros. Por la puerta se ve la sala, Emilio está en el balcón, con la vista hacia la izquierda, al Capitolio.
Mi niña, mi Vero. Para vivir el amor mental es necesaria la ausencia.
En la tarde fuimos a la Casa del Chocolate no querías dejar propina qué diferencia de trato el de esa camarera me dedicaste el diario de Frida y dijiste este libro me duele tanto como a ti el que me diste y no te vayas allá es tan duro es como nacer de nuevo no te vas a adaptar sigue escribiendo trata de darte a conocer yo trataré de ayudarte en lo que pueda claro que vamos a vernos me quedan todavía diez días yo te voy a llamar te acompaño para que cojas un taxi no te preocupes yo te lo pago
Qué absurdo eso de parar el tiempo pero si los seres humanos no estuviéramos tan jodidos con la moral…
Nunca le dije lo difícil que es para mí comprar una tarjeta y acceder a mi email desde la biblioteca del Capitolio. Qué pena que no pudimos despedirnos, sabes que por teléfono no es igual, de todos modos me quedé con ganas de saber por qué aquel día en la casa de Cárdenas te sentí tan lejos. Imagina qué, estoy escribiendo un cuento sobre nosotros… Vero, ¿estás ahí?, recibí ahora mismo tu mensaje, qué casualidad, entré al correo solo para escribirte. Todavía estoy en tiempo mental de la Habana atroz, pero aquí me siento como pez en el agua... Menos mal que no te has deprimido, me fascina que estés escribiendo. ¡Y sobre nosotros! Ahora te voy a hacer un cuento más real que el tuyo. El día que te desmayaste en la casa de Cárdenas me di cuenta de que cuando te bajó la presión ese día pudiste haber muerto…. De haber muerto ese día, además de haberlo sentido mucho, me habrías puesto en la posición de no poder salir de Cuba hasta que se aclararan las circunstancias de tu muerte, pues habías pasado la noche anterior conmigo. Por eso decidí alejarme de ti, no podía correr ese riesgo…
Se acabó su tiempo, dice el bibliotecario, espere, por favor, cliqueo rápido. Coño, no entra la página. Una mujer se para detrás de mi silla. Cliqueo pero nada abre y solo cliqueo, cliqueo. Es mi turno, dice la mujer. Cierro la página. Me levanto, salgo.
Me paro en la puerta, miro la vasta escalinata, los chiquillos que han burlado al custodio y se lanzan sobre cartones por el declive, junto a los peldaños, a toda velocidad. Se amontonan allá abajo, entre risa y polvo, se levantan, suben otra vez arrastrando los cartones sucios para volver a lanzarse.
Por el piso pulido, jóvenes patinadores corren, giran, juegan a perseguirse.
En la calle hay carros, guaguas, coches de caballos, bicitaxis. Y gente gente gente entre churre y sol, contra fondo de sábanas colgantes, balaustradas rotas, columnas frágiles.
Miro en mi monedero a ver cuánto me queda. Después del mediodía un taxi hasta Alamar cuesta veinte pesos, desde el Capitolio.
Verónica Vega nació en La Habana en 1965. Es autora de la novela Aquí lo que hay es que irse, traducida al francés como Partir, un point c’est tout (Christian Bourgois, 2010). Este cuento pertenece al libro inédito Y si el túnel fuera de cristal.