"Ki?", la frase queda escrita en húngaro en una servilleta del hotel Flora. Su autor se llama Lázslo Vizes, tiene 53 años, y hace apenas una semana era uno de los tantos paparazis que husmeaban en las noches interminables del festival de rock de Kavarna. Una llamada de Moscú lo apartó del trabajo. La agencia que lo contrata —y que él se cuida de nombrar—, estaba interesada en los detalles de las vacaciones por el Mediterráneo, de Antonio, el hijo menor y favorito de Fidel Castro.
La revista turca Gala, dedicada a las noticias del corazón, acababa de hacer público que Tony —también conocido como "El Padrino"— veraneaba en Bodrum. Según la publicación, Antonio Castro había llegado al complejo turístico procedente de Míkonos, en una embarcación de 50 metros de eslora, y acompañado por una comitiva de 12 personas, entre familiares, amigos y guardaespaldas.
Horas después de conocerse la noticia, un vídeo colgado en YouTube mostraba a Tony Castro a la salida de un restaurante del paseo marítimo. Un reportero de la agencia Dogan lo sigue con su cámara. Los guardaespaldas van hacia él. El hombre hace por defenderse. Protesta. Se ve confuso, sorprendido. Entonces uno de los guardias ocupa el primer plano. Mueve la mano como quien regaña a un niño. Las palabras se le atragantan. Te voy a despingar, advierte. El reportero hace por salir de la situación y en un mal momento, toca al otro en el pecho. El final ya solo demora unos segundos. El brazo del guardaespaldas cruza la escena y se incrusta en la cara del reportero.
Lázlo Vizes llegó a Miami por primera vez en agosto de 1994. Trabajaba entonces para una empresa de capital italiano dedicada a los documentales de alto riesgo. Hacía apenas una semana, Cuba permitía la salida por mar hacia Estados Unidos de cualquier trasto flotante. De la noche a la mañana, confirmaban las agencias internaciones de noticias, el estrecho de la Florida se había convertido en un enorme festín de tiburones. Ellos estaban allí para filmarlo.
Veintiún años después no puede considerarse un expertos en asuntos cubanos —tampoco conoce a nadie que lo sea. Pero en Miami viven sus hijos, su exmujer búlgara, y tiene él su casa. La cercanía con la Isla tal vez le ha aportado el conocimiento suficiente para darse cuenta de que la historia que ha contado Gala, primero, no es una historia gratuita y atrapada por azar, y, segundo, que existe una mano en la sombra responsable de ella. En la agencia piensan lo mismo, de todas formas insisten en los detalles.
Se sirve de una botella de agua con gas. Pasea la vista por la piscina. Del mar llega una brisa que sacude las palmeras y hace del mediodía una hora engañosa.
Mykonos
Tras la llamada de Moscú, Lázslo Vizes reservó un vuelo a Míkonos —en realidad fueron tres, con escalas en Sofía y Atenas—, y dejó un aviso en la recepción del hotel para que lo despertaran diez horas más tarde. Necesitaba un descanso. Ya no había que pensar en estrellas del rock, personajes de la farándula —rusa, norteamericana e internacional, en ese orden—, o casas reales de Europa. El encargo esta vez lo ocupaba un hombre invisible, al que nadie, salvo sus allegados y sus enemigos, habría reconocido en la calle.
Antonio Castro Soto del Valle tiene 46 años, y siguiendo una suerte de invisible voluntad paterna, estudió Medicina, se especializó en Ortopedia, y entró a dirigir el equipo médico de la selección cubana de béisbol. Luego, tal vez como un premio a su buen camino, pasó a la presidencia de la federación nacional de este deporte, y desde 2010, detenta, también, una de las tres vicepresidencias internacionales de la IBAF.
Entremedias, Internet lo recoge puro en mano, socarrón, satisfecho, entre los selectos invitados de un festival del habano; en Varadero, mientras recibe el trofeo como ganador de un campeonato de golf; atrapado en un flirteo con una falsa colombiana de 20 años, llamada Claudia Valencia, tras la que se ocultaba el exiliado Luis Domínguez, autor del blog Cuba al descubierto.
Lloviznaba cuando Lázslo Vizes aterrizó en Míkonos. La revista Gala fijaba en algún puerto de la isla la salida hacia Bodrum de un yate de 50 metros de eslora, con una comitiva bastante peculiar a bordo. Alguien tendría que recordarla. No tenía por qué ser difícil. Se trataba de un hombre alto, de pelo castaño, seguido de unos amigos turcos, dos mujeres y un séquito de hombres toscos.
Tomó un taxi a la salida del aeropuerto y pidió que lo llevaran directamente al puerto viejo. El paisaje a través de la lluvia le pareció monótono. Pero supo que era una sensación engañosa.
Compró en un kiosco una pequeña guía de hoteles y entró a una de las cafeterías del paseo marítimo. Pidió una cerveza sin alcohol y por un instante demoró la mirada en las embarcaciones, en el gris entintado del mar. A la derecha, como un castillo al que uno terminaría por llegar, se levantaba el hotel Porto Mykonos, blanco, cuidado.
Según la revista Gala, Tony Castro y sus acompañantes, se habían alojado en el hotel más caro de Bodrum. Lázslo Vizes abrió la guía por la sección dedicada a los cinco estrellas y Grand Luxe. ¿Por qué iba a ser diferente aquí?
Hace diez años que Lázslo Vizes no viaja a La Habana. Pero en algún momento, tras su divorcio, sopesó la idea de mudarse a la Isla. Luego la idea se le volvió tan absurda como vivir en Luanda o en Viena. Todo cuanto amaba estaba en Miami, aunque detestara la ciudad misma y casi nunca estuviera en ella. Fue Robert Vesco quien le borró la idea de la cabeza. Los Castro solo se quieren a sí mismos. Tarde o temprano serás barrido por ellos. O te convertirás en pueblo.
Si alguien le preguntara sobre sus impresiones sobre Cuba, tendría que reconocer que nunca consiguió que el país le mostrara sus intimidades, y en el fondo, la única idea que tiene de él, es la de un lugar sometido por un poder invisible y mortífero. Tal vez por ello, por esa noción de fragilidad al tiempo que de riesgo, es que no consigue explicarse cómo Tony Castro ha venido a caer en una trampa tan simple. Justamente él, que si algo ha visto en su vida, ha sido siempre la muerte de los otros. Salvo que él sea la trampa misma.
La idea se le ocurrió viendo por enésima vez el vídeo de la pelea en Bodrum. La escena parece extraída de una película de ficción. De un lado, el reportero Yasar Anter intenta hacerse con la exclusiva de la visita a Turquía de uno de los pocos herederos con que cuenta Raúl Castro, el actual presidente cubano. Del otro, Tony Castro —desprevenido, ingenuo como un turista ideal— sale de un restaurante en el paseo marítimo. El reportero lo sigue. El guardaespaldas le corta el paso, decidido a defender la privacidad de su jefe. Se le encima. Lo golpea. El reportero muestra el labio partido. ¿Pero cómo llegamos a saber todo esto? Porque hay un tercer hombre: ¡el verdadero camarógrafo! Él es el mundo real. El cineasta. Los demás son los actores, incluidos Tony Castro y el reportero Yasar Anter. De no ser por él, por su cámara, nada de lo acontecido esa noche en Bodrum habría salido del anonimato turco. Literalmente, a la historia se la habría tragado la noche.
Vizes sabe dos cosas y a ambas las teme por igual. En este mundo son escasas las causalidades. Y cualquier poder suele ser implacable con los traidores.
Marca en la guía unos pocos hoteles. Todos relativamente céntricos, todos con vistas al mar.
Bodrum
La brisa arrastra un hilo de azufre. En la piscina del Flora unos quince turistas resisten el dolor del sol al mediodía. Un par de tipos gordos lee. Una mujer de pelo rojo dora sus tetas. Son redondas y lácteas. Lázslo Vizes busca con la mirada al camarero y pide otra agua con gas. Acaba de sumar los gastos del viaje. Solamente el billete de avión hasta acá le ha costado 420 euros.
A veces, este tipo de investigaciones llegan a convertirse en noticias. Otras, desaparecen como si él no hubiese estado detrás de ellas. Pero algo bueno ha de admitir: jamás ha dejado de cobrar un reportaje. Y a los 53 años esta certeza es una tranquilidad. Por lo que Antonio Castro —un tipo que no imagina simpático— pronto dejará de preocuparlo. No hay demasiado detrás de él, al menos, desde la distancia en que Lázslo Vizes consigue observarlo.
Cuando entregue la carpeta con su pesquisa, por supuesto que se ahorrará las opiniones. Pero si alguien llegara a preguntarle qué piensa, le diría que Tony Castro, alias "El Padrino", ha visto demasiado cine. Y justamente, la trilogía de Coppola es la película favorita de su padre.
¿Qué ha venido a jugarse aquí? ¿Es por imaginar estos paisajes —los hoteles, los cientos de veleros, las empresas de servicio, la fina hierba de los campos de golf— que lo han mandado a matar con la exposición en las noticias? A Lázslo Vizes le baila una pregunta en la cabeza: ¿Antonio Castro trabaja para él mismo o está aquí en nombre de la familia?
Cuba no es el país que sus habitantes creen ocupar. Una suerte de irrealidad —parecida al polvo del desierto— deforma el aspecto de las cosas. Desde lejos, Tony parece ya juzgado por traición. La orden lleva la firma de su tío, Raúl Castro. ¿Quién más se atrevería a matar a su propio sobrino?
La mujer de las tetas blancas se voltea en la tumbona. La espalda, de un rosa pálido, queda expuesta al sol. No tiene nalgas, sino una suerte de colinas aplastadas, entre las que se pierde la tela del bañador.
Fidel Castro, por su parte, ha intentado parar el golpe, deformarlo en una advertencia. Y ha pasado una tarde chachareando en público con una veintena de queseros. La imagen del anciano en la prensa ha sido un beso al hijo, un ruego de perdón, la advertencia de que él estará a su lado.
Queda otra versión. Una más difícil de creer, una mucho más improbable. El ataque lo ha lanzado alguien ajeno a la familia. Alguien que, sin dudas, ha de haber medido muy bien las consecuencias. ¿O es ese tercer hombre, el camarógrafo, una declaración de independencia del propio Antonio Castro? Lo ha visto en el cine. Los jóvenes capos terminan por marcharse.
En cualquier caso habrá que esperar. Quizás, cuando ya nadie recuerde este verano, comience a correr la sangre en La Habana.