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Narrativa

Puro trámite

'Si intentábamos burlar el control, entonces les daríamos el pretexto que buscaban para llevarnos presos. En ese caso, probablemente existiese en los alrededores una tropa oculta y presta a bloquearnos la salida.'

Ciego de Ávila

Brigadas de estudiantes becados abandonaban la recogida de guayabas y mangos y salían al terraplén a decirle cualquier cosa que lo hiriese, que lo asustase. Para ayudar al pobre hombre a pasar más rápido, era la justificación que encontraban.

Algunos entre la multitud, divirtiéndose, especialmente embullados por el éxito conseguido con las primeras ofensas, cuando lo veían reaccionar como un ratoncillo que quería deshacerse de la multitud, lanzaban cualquier cosa que tuviesen en la mano, al principio cáscaras, hollejos y semillas. Y él los complacía huyendo con zancadas el doble de grandes, intentando abandonar lo más pronto posible su campo visual.

Se demostró el efecto propulsor de las agresiones. Y enseguida todos los estudiantes desatendían por completo su trabajo, la cosecha agrícola, y olvidaban escaleras y morrales al pie de los árboles, para salir al borde del camino y ayudarlo —como se decía— a imponer un récord de velocidad.

Desde tierras sembradas emergían, varones y hembras, con las manos llenas.

Tomaban puntería en la punta de su cabeza, en los hombros o en las nalgas, según estuvieran de humor.

Grupos de muchachitas alegres competían por alcanzar a darle en sus testículos, como si fuera lo que ellas esperaban que él se cubriera y destapara, intermitentemente, con ambas manos, mientras corría.

Sin otras estadísticas que apuntar, jefes de brigada velaban por el cumplimiento de la nueva norma, sumando tantos anotados, cada disparo que daba en el blanco o cada frase de escarnio realmente provocativa, además añadiendo sus propias observaciones, según la energía motriz que los golpes traspasasen al cuerpo del atleta.

Se obtenían puntuaciones entre uno y diez. Y el hombre desconocido corría más, y más, sin atreverse a mirar sobre sus hombros.

Pero ¿acaso él no parecía huir por un delito o un sentimiento de culpa? La pregunta se ofreció a los becados en un examen de conciencia oral y que, por supuesto, incluía la respuesta.

Viendo el desorden que provocaba a su paso ¿no daba idea de una especie de bala humana utilizada por potencias extranjeras para sabotear la tranquilidad y productividad de un país enfrascado en otra cosecha histórica?

Si alguien, usando frases finas o bien retorcidas, que le causaran miedo, lograba el mismo estímulo propulsor de una lesión hecha con algo material como una botella o un huevo congelado, pero sin dejar marcas visibles, eso se consideraba una sofisticación digna de encomio, cultismo, erudición, y valía por cien pedradas juntas.

Lo alcancé y me ubiqué a su lado, también corriendo, pero de espaldas, para ver y desviar los proyectiles antes de que hicieran impacto en su cuerpo.

Salido de la nada, apareció entonces delante un punto de control del tránsito. Supuestamente estaba tapado por unas matas de marabú y por eso no lo habíamos visto antes. En realidad, lo construían a la carrera y contra toda lógica allí, en medio de un camino apartado. Sin duda buscaban sorprendernos en falta a nosotros, inventar alguna excusa para sacarnos legalmente de circulación.

Aminoramos la velocidad. Queríamos pasar desapercibidos y librarnos hasta de una mínima multa.

Pero, al acercarnos, casi caminando, encontramos el buró vacío y empujado sobre el medio del camino.

El viento agitaba documentos oficiales, planillas y cupones, apenas sostenidos por frutas y piedras que hacían la función de pisapapeles.

Primero pensamos seguir de largo. Aprovecharíamos el descuido casual del oficial encargado de aquel puesto. Otro burócrata común, quizás orinaba detrás de los arbustos.

Pero, antes de dejarnos llevar por la tentación, nos dimos cuenta del peligro real que corríamos.  ¿Y si nos vigilaban y solo estaban poniéndonos a prueba?

Si intentábamos burlar el control, entonces les daríamos el pretexto que buscaban para llevarnos presos. En ese caso, probablemente existiese en los alrededores una tropa oculta y presta a bloquearnos la salida.

Le propuse limitamos a esperar y, de paso, tener fe en que nuestro policía iba a volver de un momento a otro, que saldría de la maleza abotonándose su portañuela y, con una sonrisa de disculpa, iba a retomar sus deberes para aplicarnos cuando más una simple multa porque él andaba desnudo, o por mostrar sus arañazos y contusiones.

Él, sin embargo, no podía detenerse delante de un buró tan fácil como yo, no con la superficial idea de que un gendarme quizás anduviera aliviando su vejiga cerca, entre los arbustos. Es más, le provocaba pánico la posibilidad de olvidar cómo correr y pasar de largo.

¿Detenerse? ¿Y ya? Moría, perdía el ritmo. Significaba la amenaza de que su reloj biológico se atrasara y nunca encontrase otra vez la hora ni el pulso exacto de su sangre.

Sin darme oportunidad a que lo siguiente consistiese en una feliz táctica que se me ocurrió a mí, o elaborada entre los dos, y casi antes de él mismo pensarlo, empezó a dar vueltas en el mismo sitio, alrededor del buró. Y yo, sentado, apuntaba sus récords.

Mantenerse en la carrera sin pasar de una línea fronteriza imaginaria: así aprovechaba al máximo el tiempo, en el limbo legal de tener que esperar obedientemente por un dueño de un buró que quizás nunca se había levantado para ir a orinar, quizás nunca abandonó sus obligaciones laborales, es decir, a lo mejor solo cumplía órdenes superiores de entregarnos su ausencia para dejarnos paralizados, y tal vez ni existía.

Nuestros perseguidores, impresionados por el ambiente de oficina en que habíamos caído, de pronto, se quedaron tranquilos y hechos un racimo, a prudencial distancia. Valoraban la situación. Desde el límite de los sembrados, ahora pocos se atrevían a seguir lanzando sus proyectiles improvisados, y los pocos que lo hacían se cuidaban de no darle al buró, ni siquiera pasarle cerca.

Incluso lanzadores expertos, los de buen brazo, fallaban, pues temían romper algo o estar yendo contra la ley representada por una mesa con papeles, pomos de tinta y cuños.

Pasaron muchos días. Sobrevino algo parecido a la calma: ellos arrojaban menos cosas, él corría en círculos y, mientras, yo llevaba apuntes de sus tiempos y marcas.

Estudiantes, profesores y obreros agrícolas se mantenían amenazantes, afilándose los dientes, pero cruzados de brazos, confundidos, porque además tampoco conseguían explicarse la indiferencia y el vacío dentro de aquella institución del gobierno. En sus mentes bloqueadas, y en todas sus ideas sobre una solución a corto o mediano plazo, siempre el empleado público de aquel lugar iba a volver a ocupar el buró, o desde alguna parte sonaba una orden, como un disparo de arrancada, que los autorizaba a atacarnos y, por tal de demostrar su lealtad sin freno, los autorizaba a pasar con su furia también sobre aquel ambiente de oficina que constituía una separación entre el campo salvaje y la diplomacia de la civilización.

Preparándose para cuando llegara la hora de la verdad, nos apuntaban y simulaban algún que otro tiro. Algunos, los más impacientes, hacían sus sesiones de lanzamientos con las manos vacías.

Para dispararnos a la luz del día, tenían que esperar una orden. Y la voz de mando, que iba a poner además orden, se  demoraba y no acababa de surgir.

Hasta que, hastiados de tomar puntería en vano, se dispersaron y volvieron a la rutina de sus deberes con los grandes planes de cosecha quinquenales.

Nos quedamos solos.

Agotado, caí en el asiento y eché mi cabeza sobre mis antebrazos. Pensaba qué bueno sería si hubiéramos hallado sobre el camino, en vez de un buró y una silla, una litera o una cama matrimonial.

Ahora disponía a mi gusto de modelos de planillas y archivos de la policía, y libremente podía revisarlos. Buscar por orden alfabético. Revisar mi apellido. Saber quiénes eran los informantes, cuáles las culpas falsas y las verdaderas o probables. ¿Cómo nos fabricaban cargos? ¿Qué datos de nuestra vida controlaban de manera sistemática?

Hundirme entre los papeles oscuros de la policía secreta a la búsqueda del pasado desconocido de nuestras propias vidas, me auguraba un sin fin de emociones reales y al cabo satisfactorias. Pero teníamos un camino que seguir y una frontera que cruzar, y teníamos ante todo un puesto de gendarme vacío, que ocupar, y allí una legalidad con la que cumplir.

¿Acaso sería tan complicado llenar los documentos necesarios para ponernos una multa considerable? Miré en redondo. No venía nadie. ¿Quién mejor que uno mismo para responder a discreción el formulario de un castigo y darle el tratamiento correcto, con tal de seguir adelante?

Fuerte brisa retorcía las puntas de las planillas que apenas se sostenían bajo los improvisados pisapapeles.

El redondel que él describía corriendo a mi alrededor, me hacía sentir protegido de miradas indiscretas, mejor que detrás de un biombo, y agarré una planilla.

Solo había que poner cruces, escoger verdadero o falso, y trazar rayitas desde el elemento en columna izquierda hasta el otro elemento en columna derecha. ¿Qué fácil estaba este examen, verdad? Sonreímos. Los profesores y alumnos a ambos lados del camino se inquietaban. Pero cuando iba a hacer mi primera cruz, sonó el teléfono dentro de una gaveta del buró.

Riiiiimmm... Ninguna gaveta de la izquierda. Registraba. Tampoco la primera gaveta de la derecha. Ni la del medio. Y encontré el aparatico chillón en la última gaveta.

"¿Sí?", preguntaron del otro lado. "¿Cómo?", respondí. "¿Sí?", insistían. Dije que "Sí" y escuché "Sí." "¿Sí?" "Sí." "¿Cómo?" Y colgaron.

Sin detenerse, sin aminorar su estampida en círculos, me indicó una puntuación con los dedos de una mano, y escribí el número en una planilla como un diligente entrenador de alto rendimiento. Pero sonó otra vez el teléfono. Riiiiimmm... Y tuve que volver a buscar en qué gaveta lo había escondido. "¿Sí?" "¿Sí?" Nos miramos. Aguardó a completar otra vuelta para tener idea exacta del dato que iba a tomar de su organismo y, al pasar frente a mí, levantó hacia atrás una mano con cinco dedos abiertos.

"Es Cinco". Colgué, y anoté.

Debía llevar un control de su cuerpo en tiempo real.

Almacenaba información sobre las reacciones de su personalidad al medio ambiente.

Se compilaban datos de su presión arterial en una planilla. Para la compleja fluctuación de la sed y el sueño había una gaveta, y otra para la nostalgia y los sentimientos depresivos.

Niveles de ira se sumaban y restaban aparte. Su motivación, supersticiones, diástoles y sístoles se recogían en distintos papeles. Deseos de masturbación, fantasías de exhibicionista, creencias religiosas, cansancio y curiosidad y todas y cada una de sus toponimias interiores, exacta y detalladamente se debían apuntar para poder realizar complejos análisis que en el futuro arrojarían otros cómputos.

Riiiiimmm... Chillaba incesante el teléfono. Riiiiimmm... Y ni un solo dato podía dejarse al azar. Riiiiimmm... Con peligro de que sobreviniera el colapso de la desinformación, la irrealidad y el olvido. Riiiiimmm...

También nos vigilaban en tiempo real y conocían cada alteración que sucedía dentro de su cuerpo y por eso me llamaban con la justificación de avisarme. Pero en verdad se trataba siempre de un regaño y una reminiscencia del tamaño del poder al que estábamos sometidos, con sus redes de sanciones y rectificaciones insospechadas.  Riiiiimmm... Un toque de alarma. Riiiiimmm... Que me podía quedar dormido si bajaba la atención. Riiiiimmm... Que nadie es imprescindible. Riiiiimmm... Que esperamos un récord absoluto.

Y castigo y recompensa se sucedían con las llamadas y yo me movía también casi a la velocidad del sonido, a través de un campo de obstáculos compuesto por infinidad de planillas que llenar. "No eres tan parásito", me dije, "no una ameba".

A lo mejor, bien mirado —visto desde arriba, a través de los conductos de aquellos hilos telefónicos que conectaban el más allá con sus nervios y músculos—, él jamás lograría existir sin mí.  "¿Verdad —pregunté como para mi interior, aunque en realidad dirigiéndome a su sombra— que no soy ese puntico muerto en el centro del símbolo del ying y el yang?" Él, la víctima o el hombre de acción, y yo, nos complementábamos.

Ahora habían vueltos muchos con curiosidad. Se preocupaban por la función social de nuestra capacidad de resistencia, y se juntaban para vernos entrenar. "Sufre complejo de inferioridad", vaticinaban. "Nadie les ha hecho nada, sólo son complejos", decían. Y me apuntaban a la cabeza, al criadero donde surgían —según su experiencia de francotiradores— imágenes deformadas de la realidad y el sueño.

Por primera vez su biorritmo estaba fuera de mi alcance, porque probaba a dar zancadas más grandes, siempre más rápido, y se alejaba y cerraba, aplastándose en sí mismo. Contraía sus pómulos y se le hundía la caja torácica.

Dentro del círculo hermético trazado por sus pasos, la presión atmosférica descendía de forma precipitada, hasta que el buró y yo casi flotábamos en el interior, dentro de una especie de tubo al vacío. Borroso, el sentido íntimo de su vida se me esfumaba en la confusión de la demasiada cercanía, mientras lo perseguía como a una pieza de laboratorio, con interés científico o queriendo mantener una relación técnica y escrupulosa, imparcial.

Rodó una lágrima repentinamente por una de sus mejillas. Quise creer y anotar al principio que quizás solo derramaba el líquido sobrante dentro de un cuerpo sometido a grandes presiones, porque se comprimía y ganaba masa muscular.

Pero detrás surgieron otras lágrimas, y otras, como salidas de un caño roto. Y en el acto asistíamos a lo que se llama un baño de lágrimas.

Viendo correrse la cortina de su llanto espeso y amplio, tuve la sospecha instantánea de que eran salpicaduras producidas por otra persona mayor que lloraba o vaciaba un tanque encima de nosotros. Sin embargo, sobre nuestras cabezas el cielo seguía siendo igual de metálico, vacío, lleno de sol y azul.

Cuando descubrió que me dedicaba a buscar en el entorno —aunque fuera en el cielo— el origen de sus lágrimas, desilusionado, se llevó las manos al pecho y, sin dejar de correr, empezó a desahogarse como un bebé en un gemido incomprensible, perturbador, insoportable. Al escándalo, otra vez las turbas volvieron.

Estudiantes bajaban de los árboles frutales y se acercaban en espíritu de juerga y con todo el tiempo del mundo para exprimirnos como a un grano de acné.

Alguien desplegó una pancarta en que aparecía el atleta del momento imponiendo un récord mundial en salto alto. Sobre un fondo azul y moteado por nubes, se leía: "Somos un país de hombres de altura".

Vergüenza debía darles —explicaban los profesores a sus discípulos, in situ— a un par de hombres fuertes y saludables huir así, viviendo a ras de tierra. Constituía despilfarro imperdonable gastar la vida en algo tan chato y sin asideros como el miedo y la fuga. Sentir miedo significaba, en geometría, dibujar líneas horizontales, rectas y curvas, pero que jamás superaban ni las más pequeñas barreras arquitectónicas. Y por eso nunca mereceríamos que nos permitiesen continuar, vivir, por cobardes. Y por eso —poniendo fin a la parte teórica de la clase—, en buena demostración práctica, los profesores pasaron a dar el ejemplo, lanzándonos tizas, borradores...

Detrás, se sumaron los alumnos, pues querían sacar buenas notas.

Cayó otra vez una lluvia de objetos.

Ahora, en vez de azorarnos y aguijarnos como falsos testigos o espectadores desde ambos lados del camino, venían por nosotros directamente, y se quitaban el nombre si no iban a tomarnos en sus manos como a un hollejo de naranja y exprimirnos las válvulas del corazón.

La clase social en el poder había evolucionado hacia una fase superior de impermeabilidad.

Sentí que mi corazón podía estallar con el próximo latido y, en ese momento, una válvula de escape que se abría, y tomé el desvío.

Saltó detrás de mí.

Iba a regresar al largo camino mucho más asustado, retomando su fuga en el punto donde mismo había quedado pendiente, pero llevándola al extremo de sentir contra su carne todos los golpes o motivos del mundo para desarrollar una capacidad de desplazamiento acelerado casi imposible.

Empujé el buró que terminó dentro de la cuneta. Rodó el teléfono y las planillas volaban.

Polvo y papeles oficiales arremolinados por el viento, en espiral, formando una especie de nube o campana. Entonces, para protegernos, nos metimos dentro del torbellino.

Ahora sí, en la tromba de papeles corríamos a salvo de la multitud, porque se veían obligados a dispararnos a ciegas, sin vernos, sin poder apuntar a nuestras partes más abultadas o débiles.

Podíamos creer que habíamos recibido el don de la invisibilidad. Esto es mejor, pensé: ahora nos protege un diosecillo igual que en La Iliada, cubriéndonos con una nube.

Soplaba el viento a nuestro favor, y nada más debíamos mantener su ritmo, no ir más rápido ni más despacio que el remolino de polvo y papeles.

Flexionaba mis rodillas un poco más de lo normal, porque intentaba encogerme con cada paso, temeroso de que alguna parte del cuerpo se me quedase afuera o destapada.

Los que nos venían apedreando, como no podían saber si daban en el blanco, discutían por cada supuesto punto anotado, desesperaban, gritando y tratando de alcanzar y tomar este asunto de sus buenas o malas notas finales —nuestros cuellos— en sus manos.

Al cruzar cerca de un solar convertido en corral de cerdos y gallinas, el olor familiar casi nos saca de la carrera, entonces él me agarró por un brazo, y torcimos hacia un lado y nos desprendimos del remolino, cayendo por la cuneta.

Había en el bosque un claro. Apareció entre las ramas afiladas un sendero natural o un atajo hecho por pisadas muy finas y suaves, como de gacela.

La multitud pasó de largo.

Iban apedreando con más fuerza el remolino de polvo y papeles.


Francis Sánchez nació en Ceballos, Ciego de Ávila, en 1970. Sus últimos libros de poemas publicados son Extraño niño que dormía sobre un lobo (Letras Cubanas, La Habana, 2006) y Epitafios de nadie (Oriente, Santiago de Cuba, 2008). Este cuento pertenece al libro inédito: Inspiración y trabajo esclavo. Cuentos soñados.

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