Hace poco comentábamos en este diario la reproducción de mecanismos de mutilación de la memoria en el debate intelectual cubano, dentro y fuera de la Isla. Sobre todo, cuando se trata del estudio de autores de la segunda mitad del siglo XX, que vivieron una parte de sus biografías en la Isla, bajo el régimen político derivado de la Revolución de 1959, y que entre los años 60 y 90 marcharon al exilio, esos mecanismos evidencian una fuerte disposición a cercenar una experiencia o la otra, la vida y la obra en la Isla o la vida y la obra en el exilio. Como el hacha del abuelo, en Celestino antes del alba (1967), parten en dos la cabeza del escritor.
En los últimos años, advertíamos entonces, han aparecido en la isla estudios como el de Carlos Velazco y Elizabeth Mirabal sobre Guillermo Cabrera Infante y el de Cira Romero sobre Severo Sarduy que, sin negar el valor de la obra exiliada de esos escritores, como era de rigor todavía en los 90, se concentran en la producción literaria de aquellos autores antes de sus respectivas salidas de Cuba, en 1960 y 1965. Si esa obra constituye un archivo ineludible, en el caso de escritores exiliados en los 60, como Sarduy y Cabrera Infante o como Calvert Casey y Nivaria Tejera, más lo es en el de otros, como Heberto Padilla y Antonio Benítez Rojo, que se exiliaron a fines de los 70, o en el de los más jóvenes escritores que huyeron por el puerto del Mariel en 1980.
Una antología reciente, compilada por los estudiosos Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí, apuesta claramente por una integración de experiencia y escritura en la prosa de Reinaldo Arenas (1943-90), un autor que, al margen de algunos ademanes de rescate, como la novela testimonial de Tomás Fernández Robaina, Misa para un ángel (2010), sigue siendo un extraño o un enemigo para muchos lectores de la Isla. La obra de ficción de este importante escritor fue recuperada por Tusquets, en los 90, luego del suicidio de su autor, enfermo de sida, en Nueva York. Sin embargo, algunos de los primeros cuentos de Arenas, escritos en la Isla, y buena parte de su prosa crítica permanecía, dispersa o inédita, hasta la aparición de este Libro de Arenas (2013), editado en México por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Equilibrista, la editorial de Diego García Elío, que saca a la luz algunos de los manuscritos que guarda la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton.
Santí y Montenegro optaron por dividir el volumen en siete secciones: "Yo" (textos autobiográficos), "Literatura" (relatos, reseñas, críticas y ensayos), "Otra vez el mar" (tres breves apuntes sobre la escritura de la novela así titulada), "Mariel" (notas sobre aquella generación de escritores), "En contra" (artículos de oposición al gobierno de Fidel Castro y polémicas con escritores partidarios del mismo), "Prólogos" (introducciones a libros de Juana Rosa Pita, Juan y José Abreu, Roberto Valero, Jorge Ronet, Gladys Triana, Lázaro Gómez, los pintores Jorge Camacho y Arturo Rodríguez) y, finalmente, las "Cartas abiertas" que Arenas envió a Fidel Castro o a personalidades e instituciones, como Joseph Papp, director del New York Shakespeare Festival, el Center for Inter-American Relations y Ediciones del Norte, que, a su entender, fueron en algún momento cómplices del régimen cubano.
Por debajo de esta estructura, el Libro de Arenas está atravesado por un deslinde estético e ideológico entre la prosa escrita en la Isla, en la década de los 60, y la escrita en su exilio de Nueva York, durante los 80. Son esos los dos decenios que Reinaldo Arenas vivió, propiamente, como escritor y como intelectual público, ya que toda la década de los 70, muy creativa para su novelística, la pasó entre el encierro y la marginación, la sobrevivencia y el escarnio.
No parece haber, en esta antología, ningún texto escrito por Arenas en aquella década de horror. Esa escisión y ese vacío que, en buena medida, remarcan el deslinde entre literatura y política, se percibe, sobre todo, en el tercer bloque de la antología. Esa zona, precisamente titulada "Literatura", es la más cercana a la ficción y a la ensayística, pero tampoco es ajena al lenguaje de la diatriba o la denuncia, que informa los textos ineludibles de la política intelectual de Arenas en los 80.
Vuelta al realismo
A pesar de haber sido una personalidad siempre cercada por los prejuicios sociales, ideológicos y sexuales, predominantes en el campo intelectual de la Isla, Arenas comenzó a formar parte de la vida literaria cubana en 1963. Santí y Montenegro incluyen un cuento titulado "El llanto de la tojosa", fechado en 1954, cuando Arenas solo tenía 11 años de edad y vivía en Holguín, que de haber sido escrito entonces contradiría al propio escritor, quien en su "Cronología (irónica pero cierta)" dice que comenzó a escribir a los 13 años, es decir, en 1956, "tres novelas, cada una de mil páginas, obras que por fortuna para el género humano han desaparecido, o yacen archivadas en las siempre fidelísimas manos de la policía castrista". Pero la vida de Arenas, como escritor, comenzó cuando su breve cuento "Los zapatos vacíos" llamó la atención de Eliseo Diego y otros escritores, afiliados entonces a la Biblioteca Nacional.
Si esos primeros relatos esbozan el universo rural y delirante, que veremos en Celestino antes del alba (1967) y en los cuentos antologados por Ángel Rama, en el volumen Con los ojos cerrados (1972), las críticas literarias aquí reunidas permiten reconstruir el arco de lecturas del joven Arenas. Entre los europeos, hay tres maestros de la novela moderna a los que rinde tributo: Franz Kafka, Thomas Mann y Robert Musil. De este último, Arenas reseña el libro de cuentos, Tres mujeres, editado en La Habana, por la colección Cocuyo en 1968. Aunque, junto a la novela El hombre sin cualidades, los cuentos de Musil le parecen "discutibles", encuentra en ellos la misma "energía apasionada de una idea", especialmente de la idea del amor, que, a su juicio, distinguía la obra del escritor austriaco.
Otros escritores de Europa, como Marcel Proust o James Joyce, no parecen haber sido más importantes para aquel Arenas que esos tres centroeuropeos, lo cual insinúa una conexión estética y geográfica que habría que explorar. Junto a aquellos narradores, el norteamericano William Faulkner, a quien considera la fuente fundamental del boom de la novela latinoamericana, es el otro gran referente. Cuando García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar se apartan de ese referente, el primero por falta de "misterio" o "angustia", el segundo por un exceso de realismo y, el tercero, por diletantismo, es cuando, al pensar de Arenas, esos escritores latinoamericanos quedan por debajo del autor de Mientras agonizo:
La presencia de Faulkner en la literatura actual no puede señalarse como una pobreza de la misma, como un defecto. Pues Faulkner ha otorgado al hombre americano (y muy especialmente al latinoamericano) una forma de ver el mundo. Faulkner ha ensanchado la dimensión y las perspectivas de la novela americana, porque más que un estilista (y qué estilista) ha sido un descubridor genial. Y los grandes descubrimientos deben ser patrimonio de quienes los sepan utilizar. Hablar de la 'dañina' influencia de Faulkner en la novela actual es tan ingenuo como hablar de la mala influencia de Joyce o de Proust; ellos son parte de la novela actual; ellos son parte de la tradición, del caudal que desde los tiempos sin historia, hombres solitarios y geniales han venido construyendo para que, amparados por esa ineludible tradición, otros hombres también desarraigados la sigan enriqueciendo.
Faulkner, según este joven Arenas que escribe en La Habana de fines de los 60, es, en realidad, el fundador de una nueva novela que llama "americana". Un gentilicio que acoge la resonancia del ensayo La expresión americana (1957) de Lezama, que Arenas leía mientras redactaba El mundo alucinante (1969), y que esboza una crítica a los estatutos de "nueva novela latinoamericana, boom, barroco, realismo mágico, literatura fantástica o real maravilloso".
En varios textos publicados en La Gaceta de Cuba, Unión y Casa de las Américas, entre 1965 y 1970, Arenas parece adelantar una refutación estética y política de las dos generaciones previas (Carpentier, Lezama, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Cabrera Infante…), que se asentaron en el país del boom. Desde entonces, el destierro de Arenas comienza a proyectarse, también, como huida de aquella tierra del boom, que, sin embargo, él mismo llega a habitar, sobre todo, en El mundo alucinante, que tanto debe a Carpentier y a Lezama.
La admiración de Arenas por Carpentier, Lezama y García Márquez es evidente y documentable —Cortázar y Fuentes le suenan artificiales y el elogio del Vargas Llosa de Historia de Mayta es, en realidad, un texto de adhesión política—, pero no comulga con el barroquismo que de distinta manera practican los tres primeros. Su proyecto literario parece describir una vuelta atrás, al realismo anterior al boom, de autores como Juan Rulfo en México u Onelio Jorge Cardoso en Cuba, a los que considera clásicos vigentes.
La falta de "misterio" o "angustia" o el derroche de ornamentos y afeites son tanto un dar la espalda a la escuela de Faulkner o de Rulfo como un abandono de lo mejor del realismo de mediados del siglo XX, que asocia con Cardoso en Cuba. El "horror" en Faulkner, la "magia" en Rulfo y la "fantasía" en Cardoso, cuyos relatos Abrir y cerrar los ojos (1969) reseñó elogiosamente en la revista Unión, en 1970, tenían la virtud de ser inmanentes.
En el texto titulado "Celestino y yo", que Arenas leyó en la Biblioteca Nacional de Cuba, en 1967, durante la presentación de su primera novela, que había ganado mención en el Premio Nacional Cirilo Villaverde, y que apareció en Unión, se describe esa vuelta al realismo como un gesto contra el barroco pero también contra la inmediatez y el mecanicismo de la ficción hegemónica en Cuba.
El realismo que le interesaba a Arenas debía poetizarse, más que recurrir a cualquier experimentación, por medio de un diálogo selectivo con la que llamaba "vanguardia literaria contemporánea", un rango que, como muchos escritores cubanos de la generación anterior, reclamaba para sí. Entre los narradores de la Isla, encontraba esa poetización del realismo, con mayores o menores aciertos, en José Lorenzo Fuentes, Antonio Benítez Rojo, Manuel Granados y David Buzzi, a quienes reseñó en Unión, La Gaceta de Cuba o Casa de las Américas.
Si hay una continuidad estética e ideológica entre una y otra mitad de Arenas, el de los 60 en La Habana y el de los 80 en Nueva York, es la crítica al boom. Una crítica, inicialmente formulada en términos estilísticos, que en el exilio se vuelve reacción moral contra una maquinaria de producción de ficciones latinoamericanas que, además de defender y promocionar un régimen totalitario, como el cubano, reproduce las visiones "exóticas del subdesarrollo", predominantes en el discurso colonial de Occidente. La crítica de Arenas al boom y al realismo mágico, durante los 80, en Nueva York, es ideológica y estéticamente más sofisticada que la mera denuncia de complicidad de algunos de los mayores escritores latinoamericanos con el régimen cubano.
El cuerpo de la exclusión
Libro de Arenas, la antología de Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí, nos presenta un Reinaldo Arenas más integrado al campo intelectual de la Isla, durante los años 60, que el que el autor de Antes que anochezca (1990) autobiografió. Un Arenas que reitera el tópico de que la "gran novela de la Revolución aún no se ha escrito", que celebra que los personajes de Onelio Jorge Cardoso sean tan diversos como un "psiquiatra, un guitarrista ambulante, el que caza imaginerías, el que maneja una antiaérea, el que hipnotiza un mulo o se extasía ante el vuelo de los anófeles". Un Arenas que, en 1969, en la revista Casa de las Américas, agradece a la Revolución por sus "campañas masivas de educación”, que “elevaron el conocimiento general del pueblo". Un Arenas, en suma, que asegura que su obra literaria está ligada a la Revolución porque esta lo "ha dotado… de madurez, de formación filosófica y moral… y de una visión crítica (en el sentido general de la palabra) que lo hace más implacable con el pasado y no le permite aceptar los errores del presente".
Las prosas de aquel Arenas no retratan un escritor anticomunista o anticastrista, sino, en todo caso, antibatistiano, que se vanagloria de haberse alzado, a los 15 años, en la Sierra de Gibara, bajo las órdenes del "comandante campesino" Eddy Suñol. Tampoco un escritor que trasmite una identidad homosexual, gay o queer, como la que asoma, ya, en Celestino antes del alba y, sobre todo, en las últimas novelas de la "pentagonía".
El gesto político fundamental de ese Arenas es la defensa de la autonomía estética del escritor, que a su juicio no debe empañar el sentido poético de su escritura con la propaganda de las virtudes de la Revolución o, siquiera, con la exposición periodística o testimonial de su realidad cotidiana. Los momentos más severos de sus reseñas sobre José Lorenzo Fuentes y David Buzzi contienen una declaración contra la literatura testimonial, que deberían leer quienes tratan de inscribir a Arenas en esa corriente latinoamericana.
Los años 70 son la década en que la exclusión toma cuerpo o, más bien, se cierne sobre el cuerpo de Arenas. No hay prosas de esos años porque la reseña, la crítica o el ensayo son medios de negociación del escritor con el campo intelectual y este lo ha expulsado de su territorio. Los únicos espacios de sociabilidad, dentro de la Isla, que vindica Arenas son las casas de Lezama Lima o de Olga Andreu, la directora de la biblioteca de Casa de las Américas, removida de su puesto por defender a escritores prohibidos o marginados, que organizó tertulias en su apartamento del Vedado, donde Arenas lee "Morir en junio y con la lengua afuera", uno de los "cantos más furiosos" de Otra vez el mar.
La exclusión redefine las relaciones de Arenas con los escritores cubanos. Si en los 60 dialogaba con otros narradores de su generación, que tenían acceso a las editoriales y publicaciones oficiales, en los 70, su círculo se reducirá a un puñado de amigos y, en menor medida, a otros "parametrados" como Antón Arrufat, Luis Agüero, Norberto Fuentes, José Triana, Abelardo Estorino, Miguel Barnet o Reynaldo González. Es entonces que Arenas perfila un panteón literario, encabezado por Lezama y Piñera, que en el exilio, a través del contacto entre la revista Mariel y los exiliados de generaciones anteriores, se abrirá a Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Enrique Labrador Ruiz o Carlos Montenegro. En los 80, desde el exilio, Arenas se opondrá celosamente a la rehabilitación oficial de aquellos escritores marginados en los 70 y llegará a rechazar, junto con su entendimiento con el régimen, toda su literatura.
Aunque en los primeros años del exilio, Arenas llegó a escribir algún ensayo, como "La literatura cubana dentro y fuera de Cuba" (1986) o "Los dichosos 60" (1989), su prosa exiliada, en los 80, es, fundamentalmente, texto de denuncia y repudio. Como prosa política, se trata de un texto que no alcanza el espesor intelectual, la elegancia estilística o el discernimiento ideológico de otros escritores cubanos en el exilio, como Jorge Mañach o Lino Novás Calvo en Bohemia Libre en los 60 o Carlos Alberto Montaner y Jesús Díaz en El Nuevo Herald o El País en los 90. Ese tono catártico era, en todo caso, parte del sello personal de una escritura que se asume como venganza, pero también como deriva moral del discurso que lleva a la justicia por propia mano, es decir, a la injusticia, como se lee en sus ataques a Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé o Delfín Prats.
Es interesante observar la mutación que se produce en la crítica literaria de Arenas, en el exilio. Si en los 60, en La Habana, defendía la autonomía estética del escritor, en los 80, en Nueva York, defenderá abiertamente la novela política. Su modelo es Hilda Perera, autora de El sitio de nadie (1972) y Plantado: en las prisiones de Castro (1981), dos novelas que, su juicio, narran la decadencia del castrismo y su transformación definitiva en un gulag tropical. Perera es, al decir de Arenas, la Solzhenitsyn cubana, que ubica la política en el centro de la ficción, algo que narradores como Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, a quienes también elogia, no hacen porque "esconden" o "protegen" la "crítica política" por medio de la nostalgia o la parodia. Si Perera es la novelista del exilio, el poeta es Armando Valladares, que Arenas coloca en las antípodas morales de Heberto Padilla.
También lee en clave política, como crónicas del infierno y querellas con el demonio, las novelas y cuentos de sus contemporáneos en la generación de Mariel, Carlos A. Díaz, Miguel Correa y Carlos Victoria. A Arenas le interesa el encuentro entre la belleza y la ira, la metáfora y la queja, en obras como Al norte del infierno (1984) de Correa, El jardín del tiempo (1986) de Díaz y los cuentos ambientados en Miami de Victoria. La lectura de sus contemporáneos lleva a Arenas a una reflexión que, sin embargo, trasciende el rol de la denuncia en la literatura exiliada y que tiene que ver con lo que llama "transmutación" y "transmigración" de los escritores del exilio. La mejor escritura del exiliado aparece, al decir de Arenas, cuando "por una suerte de ubicuidad trágica estamos en dos sitios a la vez. Y por lo mismo en ninguno".
En el exilio, la política intelectual de Reinaldo Arenas se abre a una defensa de la homosexualidad, puesta en escena a través de la ficción en Otra vez el mar, El color del verano, El asalto y en las memorias, Antes que anochezca, que no tiene equivalente en la cultura cubana del pasado siglo. Una defensa que, como en el artículo "Comunismo, fascismo y represión homosexual" (1982), publicado en la revista escandalar, rebasa el paradigma de la tolerancia liberal y describe al homosexual como "ser desasido, rebelde y en busca siempre de comunicación y expresión…, como ente lanzado al mundo para ser libre, es decir, para realizarse a través del diálogo con lo imprevisto y con lo desconocido". El choque del homosexual con el machismo y la homofobia —que, sintomáticamente, entiende como fenómenos "pequeñoburgueses"— y con el fascismo y el comunismo es, según Arenas, inevitable, por tratarse de un sujeto diferente y, por tanto, elegido.
Esta política, que coloca a Arenas dentro de la perspectiva del movimiento gay o de la cultura queer en Estados Unidos, tuvo la dificultad de reproducirse en un campo intelectual anticomunista y anticastrista, donde también predominaban la homofobia y el machismo. Esa tensión hace que la prosa de Arenas, en los 80, en Nueva York o en Miami, en Mariel, El Nuevo Herald o Diario Las Américas, sea, como la de los 60, en Unión, La Gaceta de Cuba y Casa de las Américas, en La Habana, una negociación con interlocutores que demandan un discurso unificador de la comunidad. El cuerpo de la exclusión se recompone en esas prosas, pero no deja de tributar argumentos a una esfera pública que, en la Isla o en el exilio, moviliza maneras discordantes o antagónicas de anulación del otro.
Reinaldo Arenas, Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990) (compilación, prólogos y notas de Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí, Conaculta & Ediciones del Equilibrista, Ciudad de México, 2013).