A ras de tierra pese a la poda
de la yerba fértil
hay una lápida con el nombre de mi abuela.
Debería ser lo más cercano a mí
en un sitio al que no podré regresar,
en una ciudad desconocida
que me obliga a encogerme de hombros constantemente,
postura del infractor o del recién llegado.
La tierra pulida por el viento y un sol perseverante
muy pocas veces acompasando el paso
raudo de las lívidas nubes.
Una tierra lisa como la piedra
que se pule a orillas de un río.
Sobre ella me siento, sin pensar en nada
más allá de recorrer con la vista un monótono paisaje,
menos desolador que una foto de Marte
revelada hace unos días atrás por la NASA,
muestra de que el universo descansa
sobre el envés de una mano.
Un globo rojo sujeto de una lápida,
un ramillete de flores marchitas
un poco más a la derecha, hacia donde se inclina el sol
para desbalancear a una señora
que pule con su pañuelo las letras a relieve
de cobre verdoso sembradas en la tierra.
Era verano y habían crecido erectas las espigas
coronadas con unas flores más bien azuladas
que daban la impresión de una laguna de aguas muy limpias.
Detrás, como un afluente, un bosque a altura de mi vista
y en sucesión un cielo en el que rotan las nubes
perpendiculares a mi sombra.
Sentado sobre la yerba, en silencio,
mi mano rozando en la lápida el nombre de mi abuela.
Nada que me estimulara recuerdo alguno.
Arístides Vega Chapú nació en Santa Clara, en 1962. Sus últimos libros de poemas publicados son Días a la deriva (Reina del Mar Editores, Cienfuegos, 2003) y la antología personal Que el gesto de mis manos no alcance (Unión, La Habana, 2007). Este poema pertenece a su libro inédito Las otras ciudades.
Otros poemas suyos: Memorial del holocausto, Thank you for not smoking, Al lado de Lidia, convaleciente y Cabeza de familia.