Todavía hay una zona de mí
que regresaría hoy mismo
a vivir allá perpetuamente.
Lo he dicho como quien deja
caer una sustancia pegajosa
sobre una superficie bruñida,
en medio de los que se oponen
a la más mínima
insinuación de regreso.
He querido decir, sin rencor,
que no hay exceso de rencor en mí.
Y que si lo hay, no prevalece
con su redondo cañón de luz.
Pequeño nido pobre,
con luna incompetente,
de donde, sin rencor, provengo,
celebra este proceder
con aleluyas y bongoes.
No abundan los que olviden
así de pronto, luego de tanto
mísero sendero,
y tampoco se puede pedir que abunden.
De escoria salí de allá,
como balón de plomo por tronera,
pero feliz conmigo misma.
De forma que tampoco
puedo negar que guardo
excelentes recuerdos anteriores,
pasajes que me obligan
a sonreír cuando recapitulo.
Y que son —¿seré culpable si los contabilizo?—:
el crecimiento inverso de la espiga,
el aroma del tamal en cazuela.
—¿no son preciosos todos
y cada uno de estos ejemplos?
¿no incitan al más pinto
de la paloma a regresar?—
Sí. Lo repito y hago énfasis,
atizando la ojeriza
de los que registran en negro chapapote
los nombres de la gente como yo:
hay una zona de mí
que regresaría hoy mismo
a vivir allí perpetuamente.
También hay una zona que no.
Una molida por la sombra
de su descolorida fanfarria,
asfixiada por lo siguiente:
que no pudiera amar
a mi chica allí.
Eso, tan simple,
que ni lo puedo decir
con superior cadencia:
amar a mi chica.
¿No les resulta, al unísono,
patética y catastrófica
semejante prohibición?
A mi chica
sólo podía amarla un hombrecito,
con los atributos genitales de su género,
con algún —aunque discreto—
bulto donde la pelvis.
Otra chica, como yo,
vacía en dicha zona, jamás.
Ni por solo mía que fuera
—como yo solo de ella—.
Perdonen que no reúna
motivos menos accidentales.
Disculpen que no exagere o mienta.
Pero mi historia es ligera.
Tanto, que vista a la luz
de las dos guerras mundiales,
el genocidio judío
y las dictaduras sudamericanas,
podría interpretarse como minucia
haber huido así;
por un contrasentido ¿de género?
tan común y tan leve,
darnos a la fuga las dos
y haber vivido acá desde entonces,
tan redondas como las que viven
en un mismo lugar
de forma permanente,
sin excluir el hito desfavorable
de las que viven a la inversa,
lejos y mal,
tal es, en realidad, nuestro caso.
Pero si todavía digo
que hay una zona de mí
que regresaría hoy mismo,
a vivir allí perpetuamente,
es porque una tarde,
para que lo sepan,
en la estación de Atocha,
lejos de Cuba y su tapujo,
pensé lanzarme a la nariz
de un tren moderno,
a ver si me pulverizaba.
Trenes de franjas rojas,
blancas y azules,
iban y venían
y yo rogaba que alguno
me hiciese papilla.
No pensaba en mí,
ni en mi trauma
ni en mi chica ni en nada,
que no fuera el salto
cuando un hecho,
antiguo y sacramental,
vino a mi mente.
Ni sé cómo. Insisto.
No fue mi chica.
Ni guardaba relación con ella
—y miren que marco con la esencia
verdeolivo de su cuerpo
mi entrada real al conflicto de mi país,
miren que no fui persona
ni asunto de la poesía
hasta que conviví con ella.
Fui quien cabía
mal en todos lados,
y anduve peor y estuve más furiosa
que todos mis críticos ahora,
pero no fue mi chica—
lo que me rescató, lo garantizo.
Fue el sarcófago de pino
de mi padre
donde alguien quiso,
a última hora,
poner una bandera del país,
de franjas idénticas a las franjas
de los trenes que muy poca o ninguna
relación tenían conmigo.
Y fue, también, el cruce ocasional
de la caravana del entonces presidente
con la caravana del sepelio de mi padre,
que llamó la atención del presidente
y lo obligó, por razón de protocolo,
a escoltar al muerto, un tramito.
De manera que se afectó
la agenda gubernamental un rato.
Fue aquello lo que me rescató, lo garantizo.
Mi madre lo narró solo una vez,
sin entusiasmo. Me lo contó por contarlo.
Era una mujer ingobernable.
Otra habría referido, con jactancia,
el posible interés del presidente
por la gestión en vida de su esposo
y grabado el dato en su currículum;
mi madre no. De ahí su mérito.
Pero yo pensé, en Atocha, carajo,
qué distinta la suerte de mi padre,
envuelto en su ridícula bandera,
escoltado por el jefe
de su pequeña nación,
sepultado al son de un himno propio,
como una estrella de cine.
Y no quise morir hecha sopa
sobre un cacharro de lata
que fue bauxita,
en una región extranjera.
Quise morir envuelta
en mi bandera multicolor,
impulsada por la combustión
de una idea de cambio
y de justicia para mi país y mi amor.
Lo comento porque oigo
a muchos decir,
no avanzamos
—lo que es la base del exceso
de rencor de nuestra gente—.
Y sí. A qué negarlo.
Somos un lastre.
¿Cómo no serlo
con tan mala historia anterior,
sin himno,
sin gremio,
sin nadie a quién llamar mi presidente,
oh, mi presidente?
Gleyvis Coro Montanet nació en La Tirita, Pinar del Río, en 1974. Ha publicados los poemarios Aguardando al guardabosque (Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2006) y Jaulas (Letras Cubanas, La Habana, 2010), así como una novela: La burbuja (Unión, La Habana, 2007). Este poema pertenece a un libro inédito.
Otros poemas suyos: Soneto escrito en España o donde le digo ¡alertas! a todos los poetas cubanos, Nunca digas de esta Coca-Cola no beberé, Un otro Getsemaní y Todo pintaba feo, me largué y todo pinta peor adonde fui.