De profundis
Traducir es como interpretar una pieza musical a partir de una partitura ya escrita; si la música es una sublimación de los sonidos que hay en la vida, la literatura es música del lenguaje, una sublimación de las palabras que usamos en el día a día, dispuestas ahora en un orden distinto. No siempre encontramos, los traductores, el tono adecuado. Por eso hablo de la música: traducir implica encontrar el tono que pretendió fijar el autor de un texto. El traductor procede como un músico que busca esas notas.
Pero traducir es, también, una operación quirúrgica. La disección de un texto implica llegar también a sus entrañas, oler sus flatulencias, descubrir sus tumores y enquistamientos, probar —con deleite o repugnancia— los sabores y sinsabores de unas frases cocinadas en el fuego, lento o rápido, de la vanidad, la esperanza o la desesperación.
No todo error tipográfico, en una traducción, nos escamotea el sentido. Puede, incluso, enriquecerlo. Bien lo ha visto Felix Philipp Ingold: si un fallido golpe de tecla sustituye KZ (campo de concentración) por ZK (Comité Central), las asociaciones se disparan, las barreras que han dividido al mundo en crímenes de izquierdas y de derechas se derrumban, y se les haría justicia a tantos muertos.
Traducir gran literatura es un vuelo suicida entre las cumbres de dos lenguas y dos culturas distintas, un vuelo bajo el cual se abre el abismo de la incomunicación. Llegar con éxito a la cumbre vecina implica soltar lastre, dejar en el punto de partida las piedras que pesen demasiado y puedan arrastrarnos a ese abismo. El traductor, ese albañil sin vocación de paracaidista, ha de saber reconstruir la casa con las piedras que encuentre al otro lado.
Soy traductor: no frecuento cementerios, frecuento diccionarios. Mi obstinada negativa al trato con lo muerto ha sido castigada con visitas demasiado asiduas a las necrópolis aladas de las palabras. Recojo manojos de flores muertas y las hago revivir en el corsé cristalino de un vaso a rebosar con el agua-viva que mana de mi boca.
Soy traductor, soy una sombra empeñada en no dejarse ver, una sombra que fracasa.
¡Cuánto canto desperdiciado por los bardos de medianía, por la vana vanidad de despreciar una lengua que no es la propia, por no saber leer originales!
La paradoja que se le plantea a todo buen traductor, ante un escritor mediocre, está en la obligación de llevar sus textos a la lengua meta en todo el esplendor de su insignificancia.
No existe traducción española satisfactoria para esa forma cotidiana que usan los germano-hablantes al preguntar la hora: Wie spät ist es? (¿Cuán tarde es?). Para un alemán nunca es, al parecer, lo suficientemente temprano. En su anclaje en el presente, en su capacidad para ese doble discurso que suele redimirse en la confesión de cada domingo, la lengua española no admite ciertas autoflagelaciones luteranas, pero tampoco ha sabido inventar una buena fórmula expresiva para la tardanza, para su retraso, para la insuficiencia que desenmascara su indolencia.
España es, probablemente, uno de los pocos sitios del mundo donde pronunciar correctamente un nombre o un vocablo extranjeros te convierte en blanco de las burlas de tus interlocutores.
Estadísticas
(Contemplando Fósil de memorias disueltas, de Román Hernández)
¡Cuántos pájaros muertos, cuánto huesecillo artrítico de la mano a cambio de un armonioso acorde! ¿A cuántas notas desafinadas, a cuántas cuerdas carcomidas por el tiempo equivale el aleteo perfecto y casi invisible de un colibrí?
José Aníbal Campos nació en La Habana, en 1965. Ha traducido, entre muchos otros autores de habla alemana e inglesa, a Peter Stamm, Stefan Zweig, Hermann Hesse, Ingeborg Bachmann, Uwe Timm, Hans Magnus Enzensberger, Peter Berling, Franz Schätzing, Pascal Mercier, Hans Sedlmayr y Philip Ball. Estos textos pertenecen a un libro en preparación: Fragmentaria.