A Gustavo Pérez Firmat
Nadie sabe adónde va el ciempiés, ¿lo sabrá él?
"El gozo del ciempiés es la encrucijada", observó José Lezama Lima, infiriendo en la pluralidad de patas del animalito una pluralidad de rumbos, y en su indecisión feliz, algo del "peregrino inmóvil" que veía en sí mismo.
Pero tamaña abundancia de alternativas bien pudiera ser, más que motivo de dicha, motivo de desasosiego. Si a algunos pies del ciempiés les diera por ir a un sitio, y a otros a otro, o a cada pie le diera por dirigirse adonde le viniera en gana, el animal se paralizaría; es más, ni siquiera sobreviviría el tirón de tantas extremidades discordes. Un ciempiés cuyos pies no se pusieran de acuerdo acabaría despatarrado, más gusano que ciempiés.
¿Tendrá el ciempiés un espíritu democrático? ¿Buscará el consenso de la mayoría de sus pies antes de tomar una dirección? ¿Aceptará la minoría de sus pies lo que la mayoría decide? No quisiera estar en sus zapatos. El cuerpo del ciempiés es una mesa rectangular a la que todas sus patas se sientan a discutir la ruta que el animal debe seguir. Un ciempiés estático es uno en el que sus patas han decidido celebrar una sesión plenaria para debatir, mesa o masa por medio, cuestiones relacionadas con el gobierno del animal y con los peligros que pueden representar las veleidades del clima y la naturaleza feroz de otros animales, entre ellos, el hombre.
Un ciempiés es, por su independencia, un país compuesto por un centenar de personas pero itinerante, capaz de cambiar de lugar pero incapaz de sobrevivir si todos y cada uno de los pies que lo integran no congenian. Una guerra civil entre las patas de un lado del ciempiés y las patas del otro lo destruiría. Y un intento de secesión, es decir, de separarse las unas de las otras —las de la derecha hacia la derecha, y las de la izquierda hacia la izquierda— lo desgarraría y significaría el final de todos.
El ciempiés es un pueblo que lleva a su nación en hombros, pero no a manera de ataúd sino de Arca de la Alianza. A diferencia del caracol, retraído en su concha, los pies del ciempiés viven a la intemperie y recorren aquellas porciones del mundo que les ha sido dado visitar mostrando a todos, orgullosos, su patria portátil.
Reinaldo Arenas vio a Cuba levar anclas, abandonar su asiento a la entrada del Golfo de México y navegar a la deriva por los mares del mundo, víctima de la incapacidad del pueblo cubano para ponerse de acuerdo en cualquier asunto relacionado con su destino. Hay en la nación cubana, y aun dentro de cada cubano, algo de ciempiés.
La Tierra ama al ciempiés porque éste, andando, le hace cosquillas, y nada de raro tendría que también le rascara la cabeza, la ayudara a pensar. Hay quienes no atinan a pensar sin rascarse la suya, de ahí la calvicie que asola las coronillas. El incesante dar vueltas y vueltas de la Tierra en torno al sol revela una indecisión similar a la del ciempiés en la encrucijada.
No hay animal más proclive a meter la pata que el ciempiés; ni habría ninguno más peligroso si, travieso, le diera por poner zancadillas. Pero su morfología ha sido inspiradora: quien viaja en tren viaja en ciempiés, y una de las coreografías más célebres del teatro musical norteamericano, ésa que muestra a una hilera de mujeres levantando una y otra piernas en perfecta sincronía, es obra suya.
Me pregunto con qué pie se levanta el ciempiés. Se aconseja evitar el izquierdo, pero no sé hasta qué punto es factible que el insecto deje una mitad de los suyos en el aire sin perder el equilibrio y se pliegue a este tipo de supersticiones. Si alguien vive con los pies en la tierra es el ciempiés.
La intranquilidad de las patas del ciempiés y el hecho de corresponder, por pares, a los distintos anillos que lo componen, sugieren vidas independientes, aunque ninguna de esas parejas de extremidades ose abandonarlo. Aun muerto el ciempiés, todas permanecen a su alrededor. Al ciempiés que muere se le cae el alma a los pies, y todos y cada uno de ellos la velan.
Dulce María Loynaz se preguntaba: "¿Qué hará el ciempiés/ con tantos pies/ y tan poco camino?". Lo que hacemos nosotros, a quienes se nos van los pies detrás de mucho y solo se nos permite andar un tanto; a quienes nos gustaría tener toda la vida por delante y sólo se nos concede un breve trecho. Si el hombre baila es para dar a sus pies —y darse a sí mismo— la impresión de que recorre más camino que el que la vida les permitirá recorrer.
"¿Quién que Es, no es romántico?", se preguntaba Rubén Darío destacando lo mucho que de perdurable hubo, por humano, en el Romanticismo. Si lejos de proponerse exaltar la vigencia de ese movimiento cultural, Darío se hubiera propuesto destacar la costumbre del hombre de ir y venir por dentro de sí mismo, de sus fracasos a sus aspiraciones, de su presente a su pasado, de su persona a las demás, y hasta su capacidad de hacerlo todo de manera simultánea —porque hay quien tiene los pies en un lugar y la cabeza en otro—, su pregunta hubiera sido otra: "¿Quién que Es, no es ciempiés?". Y la respuesta hubiera sido unánime: nadie. Se es ciempiés o no se es.
Orlando González Esteva nació en Palma Soriano en 1952. Fondo de Cultura Económica ha publicado una antología de sus textos: ¿Qué edad cumple la luz esta mañana? (México, 2008). Este texto pertenece a su libro de ensayos Los ojos de Adán (Pre-Textos, Valencia, 2012).