Resulta llamativo que tras tantos años la veneración hacia el mambí se conserve uniformemente intacta. Tanto en la historia oficial como en la imaginación popular, tanto desde el Gobierno como desde el exilio: los vigilantes de Miami son tan mambises como los de La Habana. Resulta más curioso aún luego de que se instituyera como rutina intelectual cuestionar la divinidad de José Martí (que no la grandeza), herejía impensable décadas atrás.
El mambí, ese peón del ajedrez simbólico nacional, ha sobrevivido casi intacto a las batallas de nuestro imaginario histórico, donde incluso el rey-apóstol se ha llevado no pocos cocotazos dialécticos. Parte del mérito es lingüístico y publicitario: la audacia que tuvieron nuestros libertadores de apropiarse de un insulto enemigo y convertirlo en orgulloso blasón. De manera que la frase "mi abuelo era mambí" siga sirviéndoles a los cubanos como evidencia de su prosapia. Como si se olvidara que hubo tantos o más nativos peleando al lado de la metrópoli como soldados independentistas.
El caso del pintor Pedro Pablo Oliva, quien tuvo el infortunio de que su abuelo rematara a Martí de un balazo, no es más que eso: mala suerte de un pintor que a cada paso se siente obligado a devolvernos en imagen al prócer que nos arrebató su abuelo. Como si él fuera descendiente de todos los que pelearon contra el bando de Martí. (Que desde hace 58 años estemos gobernados por los hijos de un soldado que combatió a nuestros abuelos "buenos" es, en cambio, una calamidad colectiva.)
No siempre fue así. Fresca aún la contienda, en 1910, el malogrado Jesús Castellanos publicó su noveleta La manigua sentimental que recogía las aventuras de un soldado libertador que la severa crítica posterior a 1959 condenó por ofrecer una "incorrecta e injusta valoración de la última guerra de independencia" (Alberto Garrandés). Y la más grave acusación que se le hace es emplear "la guerra casi como pretexto para narrar, desde el segundo capítulo, las aventuras amorosas del antihéroe" (Luis Toledo Sande).
Luego de las libertades que se tomara Castellanos, de los mambises, en tanto modelo artístico, se habló relativamente poco. En el prólogo de su famosa sátira Aventuras del soldado desconocido cubano, Pablo de la Torriente Brau se quejaba de lo poco que se habían ocupado los escritores locales de "nuestras propias guerras, las cuales, las pobres, apenas si han servido para que unos cuantos venerables devotos hayan ido malviviendo de los recuerdos de sus héroes, y eso, con la murmuración pública".
Mientras se enseñoreaban de los libros de historia, en cambio, en el mundo de la literatura las referencias a los mambises eran tan escasas como cuidadosas. Si, por ejemplo, Carlos Loveira se atrevía a criticar la república de "generales y doctores" que habían engendrado las guerras de independencia enseguida los contrastaba con los "hombres del pueblo, sencillos, heroicos, sentimentales, que han venido al monte sin la más leve mancha de egoísmo en sus almas ingenuas, inflamados en patriótico misticismo por las prédicas de los idealistas conscientes".
En lo adelante, poco y bueno. Si acaso recordar las feroces escenas de la colección de cuentos Los héroes de Carlos Montenegro, aunque tímidas si se comparan con su descarnada Hombres sin mujer que se ambientaba en una cárcel republicana. Con los años, (y sobre todo con la domesticación sistemática de la épica mambisa luego de 1959) ya resultaba atrevido que el cimarrón entrevistado por Miguel Barnet reconociera que "Al principio nadie explicó la Revolución. Uno se metía porque sí". O que el poeta Raúl Rivero admitiera que su bisabuelo mambí nunca estuvo "en la primera línea aunque tampoco andaba perdido en la retaguardia". Como atrevido debieron ser los inicios del más famoso de los mambises ficticios, el sin par Elpidio Valdés. Un "patriota sin igual que a las balas el pecho siempre da", pero que en cuestiones sentimentales no pasaba de castos besos a María Silvia.
(La única excepción que recuerdo son los ocasionales mambises que aparecen en los cuentos de Historia sexual de la nación y en la novela Antes de la aurora, ambos de Francisco García González, pero por su cercanía en el tiempo como por su irreverencia sin límites más que precursor o referente resulta un reto perpetuo).
La tregua fecunda
Y entonces aparece Ariel Cabrera Montejo y La tregua fecunda.
Un joven pintor cubano que desde Nueva York dice todo lo que no se atrevieron a llevar al lienzo nuestros pintores académicos de inicios de la República. Los mismos que fijaron los íconos que serían multiplicados por la siniestra euforia de los libros de texto. Pienso en la muerte de Martí fijada por Esteban Valderrama (que luego destruirá acosado por las críticas), la de Antonio Maceo por Armando García Menocal o el desembarco en Playitas de Gómez y Maceo y la reunión de estos dos con Antonio Maceo en La Mejorana tal y como los imaginara Julio Emilio Hernández Giró.
Cabrera Montejo (Camagüey, 1983) desde su estudio en Union City, Nueva Jersey ―ubicado en una vieja fábrica en el que han tenido estudios artistas como Carlos Rodríguez Cárdenas, Geandy Pavón, Jairo Alfonso y Pavel Acosta― se dedica a liberar mambises. A redimir esos mambises de mármol que agitan sus machetes al pie de las esculturas de próceres como Maceo, Gómez y Martí. Y los libera convirtiéndolos en pura carne. Las poses en que estaban petrificados por toda la eternidad son disueltas a golpe de erotismo. Los libertadores liberados podría ser otro de los títulos de esta serie. Pero el pintor prefiere usar la expresión La tregua fecunda, esa con que Martí dotó de energía y potencia al melancólico período de entreguerras.
La tregua fecunda es para Cabrera Montejo otro descanso, otro pacto. Me refiero al que sucedió a la Guerra Hispano-cubano-americana. En lugar de armisticios y tratados o de cansadas poses de guerreros, Cabrera Montejo les ofrece el sosiego del sexo. Y en su diálogo con la historia del arte trae, además de los Valderrama, los Menocal, los Hernández Giró, a los norteamericanos Frederic Remington (el gran retratista del Oeste Salvaje a quien el magnate de la prensa William Randolph Hearst envió a Cuba para ilustrar la Guerra Hispano-americana que estaba a punto de inventarse), y al no menos famoso Winslow Homer, quien también probó su paleta en apacibles escenas santiagueras.
Que Cabrera Montejo mezcle su definida vocación histórica con una maestría y un talento plásticos rarísimos le complica la vida al público y a los críticos en general. La textura que consigue con sus relajadas pinceladas impresionistas añade intriga a la sorpresa. La sorpresa lenta de una imagen que creemos conocida hasta descubrir la cópula de géneros y escuelas usualmente ajenos: la pintura histórica y la erótica; el impresionismo y la pornografía de inicios del XX y los de inicios del XXI.
La audacia demora en revelarse el tiempo en que nos recuperamos de la impresión inicial y empezamos a disfrutar la malicia de estos ―figurada y literalmente― extraños compañeros de cama. La malicia del sexo borroso del impresionismo, la de la Historia desabotonada de cubanos y norteamericanos pasándose por las armas más fecundas, la de la contorsión desaforada de los cuerpos y de la cronología. O como dice el propio artista: "el discurso de lo histórico […] abierto entre la veracidad y la simulación".
Tanta contorsión, chocante desde la linealidad de los relatos oficiales, se acomodan sin dificultades a otros relatos menos conocidos pero no menos reales. Recordar si no las numerosas aventuras sexuales que se le atribuyen a muchos de nuestros próceres. O cuando un biógrafo de Maceo explica un súbito movimiento de la columna invasora como huida de sus amores con María Luisa Barrios, una adolescente campesina. "Huye de su propia pasión, tumultuosa y desbordada como el impetuoso torrente de la montaña", concluye José Luciano Franco sobre las motivaciones del general. Contorsiones que también remiten a otros dobleces, no necesariamente sexuales, que explican el discontinuo curso de la guerra de independencia, ganada de antemano para la historiografía oficial pero inacabable y confusa para sus contemporáneos. Como aquel oficial mambí que contaba en su diario: "En Camagüey no parece que existe el estado de guerra; nuestros campesinos entran y salen de las poblaciones libremente; junto con el salvoconducto español llevan el pase mambí". La promiscuidad de salvoconductos o de cuerpos viene a decirnos lo mismo: la guerra solo está clara y definida en los manuales dedicados a inducir a los niños a incorporarse a futuras guerras.
(De la acusación de ser mera pornografía manigüera que le podría endilgar algún crítico con mente de maestro de escuelas ―no de los que enseñan sino de los que se limitan a repartir notas― los cuadros de La tregua fecunda se sacuden sin esfuerzo. Lo inquietante de estas piezas no es lo que representan sino la inasible maestría con que están realizadas. No es que la carne del sexo trate de penetrar en el espíritu del arte, sino que el arrebato del arte haya violado el más bien apacible imaginario de la pornografía).
No es casual que Ariel Cabrera Montejo se acercara a la historia desde la ocupación ―más o menos clandestina en Cuba― de traficante de antigüedades. La Historia menos como cruce de conceptos y símbolos que como intercambio de objetos tangibles. No es que los objetos resulten menos engañosos pero, como la famosa flor de Coleridge, resulta más difícil de desmentir su existencia y el testimonio que ofrecen. Cualquier simbolismo que represente el remolino de uniformes militares y vestidos va perdiendo fuerza a medida que la tela deja espacio a la carne.
La apabullante serie Microhistoria No. 2, compuesta por 12 óleos sobre lienzo que representan una escena erótica como si de los fotogramas de una película se tratara, es un caso extremo pero ilustrativo. Allí los protagonistas ya se hayan totalmente desnudos, sin atributos que permitan situarlos en algún contexto histórico concreto. Como si el intento de la Historia de convertir sus emblemas temporales en eternos tuviera que rendirse a la inmortalidad sucesiva de la carne: la carne como principio y final de cada episodio de violencia pretenciosa. Recordar esa lógica elemental de la Historia ante la pacatería que corroe nuestras vidas, vidas que pretendemos contemporáneas, progresivas, no es poca cosa.