En la primavera de 1983 conocí personalmente a Reynaldo Miravalles. Antes me lo había tropezado en algún pasillo del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos o en el estreno de alguna película, intercambiando vagos saludos. Iba nervioso a su encuentro, quise apuntar alto en la selección del reparto de mi primera película de ficción, Los pájaros tirándole a la escopeta, y necesitaba un actor de garantías. Toqué a la puerta de aquel apartamento pequeño y agradable del barrio de El Vedado, en La Habana. Me abrió Nena, su inseparable mujer. La visita estaba pactada. Pasé directamente al balconcito y allí estaba, sentado en camiseta, armando con pedacitos de cristales de disímiles colores una de sus lámparas Art Noveau. No sabía que además de ser un consagrado actor, era un brillante artesano, capaz de hacer cualquier cosa con sus delgadas y largas manos.
En medio de mi estupefacción me sentí inseguro, no solo por la admirable lámpara y sus seis pies cuatro pulgadas de estatura, mucho para un cubano que impresionaba hasta sentado, sino porque en mi memoria permanece intacto el poco caso que me hizo. Apenas me miró a los ojos. No se los quitaba a su obra de arte, hasta que, con cierto desdén, me dijo con aquel tono de sabrosa guapería que le caracterizaba: "Las hago para acrecentar la magua, no me alcanza con lo que me pagan. El horno no está para galleticas y tengo que alimentar muchas bocas". Yo le miraba perplejo con mi insignificante guion entre las manos, él continuó: "Pónmelo por ahí, yo me lo leo en estos días, pero dile a Camilo [el Jefe de Producción del Instituto del Cine] que si me interesa, prepare los billetes, tengo que comprarle pitusas a mis hijos".
Le repliqué que yo no manejaba las cantidades del contrato, que lo único que estaba buscando era un actor como él para mi película. Y que antes había rodado más de 15 documentales, entre ellos Redonda y viene en caja cuadrada, que había tenido una excelente acogida. Sabía que le gustaba la pelota e intenté sensibilizarlo usando esa arma. Levantó la cabeza, estiró el cuello e insistió como si no me hubiera escuchado: "Dile al gordo Camilo que no voy a volver a trabajar por cuatro kilos". Puso a un lado los cristalitos con los que armaba pacientemente la lámpara y finalmente me miró a los ojos, quizás por primera vez, y continuó: "En Rancheador pagaban más dinero por el alquiler del caballo que yo montaba, que por mi trabajo. Eso no me va a volver a pasar". Lo miré incrédulo. Nena se apareció con dos tacitas de café.
Han pasado 33 años de aquella breve conversación que marcó el inicio de lo que fue una sostenida amistad. Después, con el tiempo y un ganchito, tuve la oportunidad de volver a dirigirlo en Cercanía, película que realicé en Miami en 2005, y en el documental Actrices, actores, exilio, de 2006. Insistí y luché, además, durante mucho tiempo, aportando recursos propios junto a un grupo de amigos soñadores (de los pocos que quedan en este mundo de indiferencias y biles) por hacerle un documental, pero nunca fuimos capaces de conseguir la financiación mínima para abordarlo. Fue la crónica de una muerte anunciada, porque sabía lo que iba a pasar; Rey moriría y no tendría su documental. Así ha sido.
Haber tenido por amigo a Reynaldo Miravalles es una de las cosas que más agradezco a la vida. Era un hombre de los de antes, con sus dosis de machismo y cierta misoginia incluida, pero detrás de aquella careta había una inmensa humanidad, que lo hacía cercano a todo el que lo rodeaba. Su honestidad y entrega eran a toda prueba. Y su palabra, una vez dada, ley. Nunca más he vuelto a trabajar con un profesional de su talla. En homenaje a su persona, llenaré un par de páginas de anécdotas y definiciones de quien fue, desde mi perspectiva, un grande de la interpretación capaz de competir de tú a tú con el mismísimo Marlon Brando. Sin complejos.
Un soldado de Stanislavski pasado por su profunda cubanía
Una vez convencido de trabajar en Los pájaros tirándole a la escopeta, después de haberme confesado que le había gustado el guion y llegar a un acuerdo económico satisfactorio a través del productor Evelio Delgado, se acercó al resto del reparto. Para mi suerte tenía a Consuelo Vidal, que regresaba al cine después de años de ausencia. Rey y Consuelo se conocían desde hacía muchísimo tiempo y se admiraban mutuamente. Los trabajos de mesa y ensayos fueron una delicia.
El grupo de jóvenes actores le resultó cómodo, le sorprendió la organicidad de Albertico Pujol, el rigor, pese a su juventud de Beatriz Valdés, y la espontaneidad de Néstor Jiménez, rodeada todavía de cierta inseguridad que pudo superar con el día a día. Le encantaba también la más joven del elenco, Silvia Planas (83 años), una actriz sin fisuras que él admiraba.
Pero la felicidad nunca es completa y los contratiempos surgieron temprano. Rey era cabezón y el primer día de rodaje inició una especie de asesoría general no solicitada por nadie que a mi me repateó. Quería controlarlo casi todo, se metía en las actuaciones de los otros, y hasta se atrevió con alguna sugerencia al camarógrafo. Lo llamé aparte y le dije que así no nos íbamos a entender, que la película la dirigía yo y que si no le gustaba como yo lo hacía, las cosas podrían terminar mal. Aquella verticalidad ubicó a Rey en uno de sus rasgos que más admiré siempre: su profesionalismo. Aceptó disciplinado, aunque me puso una sola condición; me pidió asistir, por una sola vez, al laboratorio de revelado para ver las primeras escenas que habíamos filmado. Así lo hice y se cumplieron sus expectativas. Aunque siempre había que estarlo vigilando, a veces para escuchar las sabias ideas que exponía y otras para decirle, "el director soy yo". Actitud típica de principiante que necesitaba reafirmarse.
Su búsqueda de la verdad dramática era obsesiva y como en la película era un chofer de guagua, me pidió que para dominar las escenas y se le viera natural, debería hacer un recorrido real, como un verdadero guagüero, manejando la Ruta 14 desde el paradero de Palatino hasta Centro Habana. El ensayo se convirtió en una parte del rodaje. El momento en que Felo, su personaje-chofer, se salta la parada por la calle Infanta, es real. Toda aquella gente que insulta y se queja al chofer gritándole desde la calle por saltarse la parada, son verdaderos cubanos de a pie. Solo había un pequeño grupo de extras dentro del ómnibus que sabían que el conductor era Reynaldo Miravalles. La mayoría había pagado sus cinco centavos (lo que valía en aquel entonces un pasaje) y no tenían la menor idea de que formaban parte del elenco de un film. La cámara, un trasto imponente en aquel entonces, viajaba cubierta por una tela sobre los hombros del operador Roberto Fernández, y el director de fotografía, Pablito Martínez, le protegía con disimulo mientras su asistente, El Chino, cual destacado actor, le gritaba múltiples improperios a Miravalles por su paragüerías. Así fue. Así se rodó aquella escena.
La secuencia del columpio fue otra de las que disfruté hasta en los más pequeños detalles. Rey y Albertico estuvieron magistrales. Y la turbación de las mujeres en el interior de la casa crea un anticlimax medular. La escena, asumida con profunda seriedad, provoca la risa por el absurdo de la situación: dos hombres hablando de algo trascendental para sus vidas (aunque conlleve un trasfondo ridículo) sentados frente a frente, encerrados en un columpio. Es una situación de western en la que solo faltan las pistolas. La pelea, el alarde, la gritería de los personajes, nos conduce al estereotipo del que tantas veces se rió el gran Álvarez Guedes en sus incontables chistes de cubanos. Pero al pasar al interior de la casa, la escena recupera la tensión del drama. Entonces se crecen una segura Beatriz Valdés, y una desconcertada, como intención, Consuelo Vidal. La actitud de Miravalles equilibra la escena a la perfección. La violencia de Albertico la enmarca y el cierre de Silvia Planas la devuelve a la comedia.
Miravalles era absolutamente consciente de que solo contando con el actor que tenía enfrente, podría brillar. "En ocasiones las escenas son monólogos, me decía (le encantaba el de De Niro en Taxi Driver) pero casi siempre tienes a alguien al lado y debes interactuar con él, o con ella". No soportaba recibir réplicas confusas. Para él, el contrincante era vital. Podría llegar a ser implacable con el otro(a) si no sentía que sus diálogos armonizaban con los suyos. Tenía que haber un ritmo interno en las escenas que las hicieran auténticas. Por ello entiendo que muchas veces se metiera en la interpretación ajena. Cuando las acciones, y el decir de la contrafigura no le llegaban, no le trasmitían lo que él necesitaba, le hacía sentirse incómodo. Era un animal puro en búsqueda de la perfección. Como un tigre al acecho sin importar el género que estuviera interpretando; comedia, drama o tragedia. Cuando un director comprendía eso, sabía que todo lo que se hiciera aquel monstruo en el set, sería para otorgarle solidez a sus personajes y ganancia neta para su película.
Una de las cosas que más valoré desde el principio de nuestra relación laboral fue su celo por los diálogos. Rey no era capaz de improvisar textos, por ello era muy exigente con los diálogos escritos. El debería comprenderlos, encontrarle sentido y organicidad. Una de mis alegrías era que le gustaba cómo yo escribía y podíamos pasarnos largos ratos debatiendo sobre una palabra que a él no le satisfacía. Las repetía una y otra vez, la unía a otras hasta encontrar las frases y construir las oraciones buscando siempre la autenticidad y lo que él llamaba la música, la cadencia, el ritmo del decir de cada personaje. Era un soldado de Stanislavski pasado por su profunda cubanía.
Nunca le vi alardear de sus conocimientos teóricos, pero su solidez a la hora de construir un personaje provenía, sin ninguna duda, de esa escuela. Aseguro que Rey no era solo un actor intuitivo. No soportaba repetirse. Hurgaba hasta encontrar algo nuevo para cada escena; un gesto, la relación con un objeto, una mirada específica, un silencio. Maestro en el manejo de los tempos cinematográficos, de la búsqueda de la armonía en sus acciones, siempre sabía dónde estaba la cámara. Se confesaba un verdadero ladrón de planos. Si su replicante no estaba listo, era capaz de darle la vuelta por los hombros armoniosamente, para colocarse en el lugar más favorable del encuadre. No perdonaba.
El que piense que Rey era un actor de inspiraciones momentáneas, está equivocado. Era muy observador y estudioso de cada situación dramática. Llegaba al set con todo aprehendido. Hasta el más mínimo movimiento lo tenía estudiado, lo que no restaba que pudiera improvisar acciones en determinadas situaciones específicas con salidas no pactadas en los ensayos, que podrían sorprender a cualquier director y también a sus contrapartes.
Reencuentro en Miami
Cuando rodamos Cercanía, Miravalles pasaba los 80, pero estaba como si tuviera 20. Fue una película abordada con muy pocos recursos, apoyada con profundo amor por mi familia miamense, por amigos y por todo el elenco. Necesitábamos, los que estuvimos en aquella aventura, reencontrarnos en Miami. Y Rey puso toda la carne en el asador.
Contraria a la experiencia de Los pájaros tirándole a la escopeta, en Cercanía Miravalles estuvo casi todo el tiempo en pantalla. Fue su protagonista absoluto. Lo rodearon una buena camada de actores amigos; Carlos, Grettel, Casín, Ana, Larry, Mabel, Lily, Gilbertico… En una escena exterior en la que tenía que correr para esconderse de su hijo (recordemos que tenía exactamente 81 años), tropezó con un contén y se cayó a todo lo largo y ancho de su inmenso físico. El staff quedó en vilo. Su primera reacción fue impedir que lo tocáramos. Temía tener algún daño relacionado a un padecimiento crónico que, de alguna manera, estaba relacionado con su eterna asma. Llamé a Omar, el médico oficial de Rey (otro amigo voluntario). Llegó muy rápido, lo revisó y me dijo que no era nada grave. Fui a dar por terminado el día de trabajo y Rey me dijo que no. Tenía algunos arañazos en un codo y una de sus manos sangraba. Se le limpió la herida con alcohol, escondió su codo y la mano dañada con la habilidad que solo un contorsionista podría conseguir. Y volvió a correr hasta conseguir el plano.
Y qué podrían haber contado de él Tomás Gutiérrez Alea por Las doce sillas y Los sobrevivientes. Rapi Diego por Mascaró y El corazón sobre la tierra. O Sergio Giral por Rancheador. Manolo Pérez por El Hombre de Maisinicú y Gerardo Chijona por Esther en alguna parte. El español Gerardo Herrero por El misterio Galindez, el colombiano Jorge Alí Triana por Tiempo de morir, o el chileno Miguel Littín por La viuda de Montiel... Un grande es un grande. Y es una realidad dolorosa comprender que ya no lo tendremos más entre nosotros. Su presencia física se fue, pero nunca su impresionante y carismática imagen.
No sé finalmente dónde quedarán los restos de Reynaldo Miravalles. Si serán polvo enamorado o se hará un velatorio convencional. Tampoco sé si quedarán en La Habana o en Miami. Mi opinión personal es que deben descansar donde deseen su esposa Nena, su hijo Nani, y el resto de la familia de La Habana. Pero debo decir que la obra que Miravalles realizó fuera de la Isla, apenas se conoce en ella. Y el Premio Nacional de Cinematografía, reconocimiento que merece por derecho propio, nunca se le otorgó. Y aunque es cierto que los premios y reconocimientos tienen casi siempre una importancia relativa, no se ha inventado otra vara de medir para valorar calidades, empeños y pertenecías. Miravalles fue un estandarte de la cultura cubana entendida como patria grande, de la que formamos parte todos. Reynaldo Miravalles pertenece a nuestra nación, no a una ideología y menos a un partido político. Eso tenemos que acabarlo de aprender y comprender. Honor al actor más talentoso que ha parido nuestra Isla, y respeto al hombre que decidió, a pesar de su inmensa cubanía, abandonar el país para regresar solo de visita. Sus razones tendría.