En La novela luminosa, su libro póstumo, Mario Levrero (Montevideo, 1940 - 2004) cuenta que ha tenido un sueño en el que está de visita en casa de su tocayo, Mario Vargas Llosa. Escuchan música: "una de esas piezas jazzísticas pretenciosas", apunta Levrero. En el sueño Vargas Llosa tiene "esa presencia elegante de los peruanos aristocráticos" que hace que el escritor uruguayo se sienta como de una clase social inferior.
Si hay una teoría de clases aplicada a la literatura, pocos la formularon mejor que Thomas Disch, el autor de ciencia-ficción (además de poeta y suicida): "Vengo del barrio equivocado para venderle algo a The New Yorker", comentó. "No importa lo bueno que sea como escritor, ellos siempre pueden oler de dónde yo procedo."
¿De dónde procede Mario Levrero? Desde finales de los años 60 estuvo apareciendo en pequeñas editoriales de Montevideo y Buenos Aires; viene de los silenciosos, periféricos barrios de la publicación independiente adonde a cada rato hay que ir a buscar algo de lo mejor o lo menos domesticado de la literatura escrita en español.
Los lectores de ciencia-ficción (pero no todos) estaban al tanto de sus novelas y relatos. Se citaba su nombre al hablar de cosas esquivas e inciertas como "el fantástico latinoamericano". Se hizo habitual mencionar cierta proximidad con Kafka, a partir de la trilogía que inicia La ciudad (1970) y continúan París (1980) y El lugar (1982). La máquina de pensar en Gladys, otro de sus libros, veía la luz al mismo tiempo que La ciudad en una colección llamada "Literatura Diferente".
Llega la última década del siglo pasado y ya Mario Levrero parece estar de vuelta de todo. Ha firmado extraños folletines —Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), La Banda del Ciempiés (1989)— y guiones para cómic. Se ha dedicado incluso a la creación de crucigramas (quizás ya un adelanto, una variación, de la escritura en el vacío). Entonces comienza su "etapa autorreferencial", el último y definitorio giro de su obra.
Luego de El discurso vacío (1996) y, sobre todo, La novela luminosa (2005), ocurre lo que todos sabemos: la popularidad de Levrero se dispara en el concierto de la crítica. Llegan las reediciones trasatlánticas. Las contraportadas y las notas de los suplementos literarios abundan en calificativos como "raro", "inclasificable", "de culto", y otros términos que suelen funcionar como mantras para hacer más legible a un autor, para metabolizarlo.
Sin embargo, a casi diez años de su muerte, continúa en suspenso la cuestión de la herencia de un escritor tan mutante como Levrero. No deja de ser interesante preguntarse si los límites que rozó en sus últimos libros, la altura a la que puso el listón (que en su caso sería más bien una altura a ras del suelo, como de salto a otra dimensión), proyectan alguna clase de destino secreto dentro de la literatura hispanoamericana de este siglo.
Caligrafía contra la depresión
El discurso vacío es un diario donde Levrero consigna la marcha de su "terapia grafológica": un método, nos dice, que le sugirió un amigo loco. El escritor se propone combatir su trastorno de ansiedad y su desmoronamiento depresivo mediante la práctica de una buena caligrafía. La idea es que la energía positiva fluya de la mano que escribe a la estructura psíquica del individuo.
Desde luego, no es tan sencillo. Es como un ejercicio zen: hay que escribir atendiendo únicamente a la letra, sin prestar atención a lo que se está escribiendo, porque esto último genera narración, es decir, neurosis. El uruguayo pronto se da cuenta (a lo mejor porque no está dibujando caracteres chinos) de que su prosa caligráfica tiende siempre hacia la prosa narrativa. El discurso vacío es, entonces, el relato de esa tensión, de esa puesta en guardia con los contenidos flotantes del discurso, que son los contenidos supuestamente banales de un diario: el entorno doméstico y sus interrupciones, los recuerdos, los sueños, la introspección vital...
Y he aquí que de pronto nos dice Levrero: "En los últimos años, compruebo sistemáticamente que cada vez que me pongo a escribir algo como esto que he comenzado a escribir, algo sucede con los pájaros". A continuación nos cuenta que su perro, sobre el que había estado escribiendo en días anteriores, acaba de aparecerse con un pájaro muerto en la boca. (Una escena, por cierto, que parece sacada de una historia de terror de Stephen King, de esas en que el héroe es escritor.)
Algo sucede con los pájaros. Esta frase pudiera servir de título alternativo a La novela luminosa (2005), libro que Levrero redactó al amparo de una beca Guggenheim —el único reconocimiento de importancia que recibió en su vida, casi al final de su vida— entre los años 2000 y 2001, y de cuyas quinientas y tantas páginas apenas un centenar pertenecen al proyecto original de "novela luminosa"; constituyen solo un apéndice de la verdadera (y brillantemente oscura) novela: el "Diario de la Beca".
Otra vez el diario. Obtuvo una beca para escribir, así que Levrero va a escribir lo único que es posible escribir. Lo único que tiene, lo último que le queda. Y, como en El discurso vacío, esta actividad va estar asociada a la disfunción, va a conectar la disfunción literaria con el cuerpo que mueve la pluma. La beca ("Estimado Mr. Guggenheim, creo que usted ha malgastado su dinero", así empieza una entrada de este diario), como antes la caligrafía, es el pie forzado para un ejercicio de psicoterapia autista.
Escribir para que los pájaros vengan a morir
Leer La novela luminosa es hacer un viaje al interior de Levrero, seguir la ruta de una de sus cápsulas antidepresivas. Apenas nos movemos del piso donde vive, donde imparte talleres ("todos mis alumnos escriben mejor que yo"), donde reptan por la paredes sus manías, obsesiones, fobias, síntomas de toda clase.
Asistimos a sus esfuerzos por escapar de lo que él llama la "zombificación". Por mantener a raya una devastadora adicción a la computadora: verdadero agujero negro donde Levrero, ya lejos de la ciencia-ficción, se pierde buscando porno en internet ("esa maravillosa abundancia de japonesitas desnudas"), jugando solitarios madrugadas enteras, craqueando softwares ajenos o programando los propios. Por superar otra adicción: a una mujer. Por no volverse loco, en definitiva.
Mientras tanto, un grupo de palomas empieza a frecuentar la azotea vecina. Una de ellas muere. Día tras día, el escritor observa el cadáver de la paloma, estudia a las otras palomas que revolotean alrededor. Levrero —entre las excentricidades de su bibliografía figura también un Manual de parapsicología— refuerza su teoría de que esas palomas están ahí por él, son consecuencia directa de lo que él está escribiendo.
Es una idea interesante: intentas fugarte del discurso, de la ficción, y entonces se altera la realidad. El vacío encuentra el modo de llenarse. Como si los contenidos narrativos, expulsados de la página, tuvieran que salir por alguna otra parte, bajo alguna otra forma, atravesando la membrana de lo real. Llevada hasta cierto punto, la escritura se parece a la magia negra.
Porque tal vez ya no basta con escribir "el libro", "la novela", ni siquiera "el diario": hay que apuntar más alto. Hay que escribir para que los pájaros vengan a morir a tu ventana. Si no, no vale la pena. Hay que escribir no para que otros lean tus líneas, sino para que tú mismo, al levantarte, puedas leer el efecto de tus líneas traspuestas como genes en el mundo que te rodea. Leer de otra manera el código de lo real. Mutarlo.
Yo, por el momento, me llevaré en la memoria dos frases de Mario Levrero.
La primera tiene que ver con ciertos arreglos eléctricos que estaba haciendo en su apartamento. Pero también está ahí el tema de las clases sociales aplicadas a la literatura:
"Mis soluciones suelen ser eficaces, pero generalmente son antiestéticas y parecen una forma de excentricidad. No es así: son las soluciones prácticas de un hombre pobre que debe arreglarse con lo que tiene."
La segunda, creo, pudiera servir hoy de pórtico a toda literatura que se respete:
"Lo importante ahora es salir del estado catatónico. No importa que la salida no sea elegante."