Una noche en medio de la década de los setenta en un barrio de La Habana, la madre anuncia que para después de la comida tiene una sorpresa. Algo mejor que un postre. De la cartera extrae un casete con el temor y el júbilo con que un niño se apresta a hacer una travesura, lo introduce en la grabadora del tío marinero y en la oscuridad de la noche —ahora todo suena extrañísimo pero todavía persiste la impresión de que como precaución ante el delito de escuchar a un representante del enemigo de Miami además de cerrar las ventanas la madre apagó las luces— empieza a escucharse en medio de un bullicio de bar una voz que, incluso a los que no la hemos escuchado nunca, nos resulta familiar.
"Álvarez Guedes", dice la abuela como si el misterio de tanta familiaridad se resolviese sin necesidad de nombre: apenas con dos apellidos. Se trata, no está de más decirlo, de una familia fidelista en tiempos en que el raulismo solo podía ser un chiste casi tan bueno como cualquiera de los que cuenta Álvarez Guedes.
Herejía supuestamente mayúscula era la que se permitían esa noche sin adicionales cargos de conciencia porque al fin y al cabo todos somos cubanos, como diría algún sabio, pero no más que aquel que con su voz nos convocó esa noche.
Desde entonces siempre asocio a Guillermo Álvarez Guedes a una variante muy especial de la complicidad, una complicidad que pasa por encima de la política, de la geografía, incluso de la nacionalidad o de las generaciones. Una voz que me acercó en un viaje al aeropuerto a un taxista dominicano que ya venía oyéndolo ante de que yo montara o a mi hijo, mientras nos preparábamos de un modo desquiciado para recibir al huracán Sandy.
Porque Álvarez Guedes era bastante más que un humorista, incluso más que el Cuarto Descubridor de Cuba o nuestro Antropólogo Mayor. Sobre todo fue y seguirá siendo nuestro Gran Reconciliador, ya no de los cubanos del exilio con los de la Isla, sino de cada uno de ellos consigo mismo. No en balde sus mejores momentos no sobrevenían con sus famosas punch lines, sino en la laboriosa disección de nuestros vicios menos imperdonables. (Los cubanos podemos estar en desacuerdo en casi todo pero al menos todos tenemos nuestro cuento favorito de Álvarez Guedes: el mío —por si les interesa saberlo— envuelve un dolor de muelas de seis meses y un accidente todavía más doloroso.)
"Ese hacía de borracho en la televisión de antes", advirtió mi abuela sin todavía creerse que aquél cómico más o menos secundario de la televisión republicana se hubiera convertido en el rey de la risa cubana.
Esa fue la primera noche que fui consciente de su existencia, aunque no de la de sus cuentos, entre los que sin saberlo o sabiéndolo, hemos crecido todos los cubanos durante generaciones. Aunque ni siquiera fueran suyos.
Antes incluso de ser el famoso storyteller que fue, había pertenecido a la muy prestigiosa estirpe de los músicos matanceros que, no contentos con ser una de las más depuradas versiones de los músicos cubanos, llevaban a cuestas una riquísima tradición de historias divertidas, reales o no. Y poco importa ahora la paternidad de unas historias cuando ya lo son de un pueblo entero. Los cuentos no serían todos de su invención, pero el estilo y el modo filoso con que entraba en nuestro espíritu era estrictamente suyos.
Y digo que fue más que un humorista si por tal lo reduzco a la ya más que difícil profesión de hacer reír, si no se entiende que ese concepto define la labor todavía más compleja de desnudador de almas, la de no permitir que nos escudemos en la ignorancia de nosotros mismos. (Ese nosotros —por cierto— rebasaba la aldea cubana para alcanzar al menos todo el Caribe hispano por el que se movía con una comodidad y un cariño casi universal.)
Quizás exagero, pero es inevitable que las funciones de figuras como la de Álvarez Guedes se ensanchen en pueblos pequeños. Que adquieran dimensiones apostólicas, aunque sea la de Apóstol de la jodedera local, de la saludable costumbre que es burlarse de uno mismo.
Y es que frente a su lucidez no había excusas ni falsas ilusiones porque, por mucho que pretendiéramos engañarnos, sumarle unas cuantas pulgadas a nuestra estatura de pueblo, ahí estaba Guillermo Álvarez Guedes para recordarnos que los cubanos, al fin y al cabo un breve y díscolo fragmento de lo humano, no somos más que una irredenta partida de comemierdas.