En 1990, Alexander Solzhenitsyn escribió Reconstruyendo Rusia. El libro, que irritó por igual a comunistas y anticomunistas, apelaba a la salvación espiritual y física del pueblo ruso. Pensar, que también es soñar, una gran nación arruinada en cuerpo y alma por más de 70 años de comunismo.
Un año después, el miércoles 25 de diciembre, Rusia amanecía (¡y en qué fecha!) ante la extraordinaria posibilidad de construir una moderna economía de mercado y forjar instituciones democráticas. Para Solzhenitsyn, era también el momento de apartar de la unión a las repúblicas no eslavas, restaurar el cristianismo como fuerza dominante en la formación de la sociedad y deshacerse de los parasitarios estados vasallos del Tercer Mundo, entre los cuales Cuba significaba una insoportable carga.
Decepcionado con Boris Yeltsin, Solzhenitsyn acabó por escribir El colapso de Rusia, en 1998. La elite de la burocracia y los cuerpos de seguridad de la era soviética se había constituido en una cleptocracia. Crítico del hedonismo, la pérdida de los valores religiosos y el uniforme empuje globalizador de Occidente, Solzhenitsyn abrazó en Vladimir Putin la posibilidad de una autocracia escasa de virtudes pero firme en su vocación nacionalista y dispuesta a restaurar a la Iglesia Ortodoxa como religión de Estado.
El caso ilustra las contradicciones que acechan a toda autoridad moral en situaciones abocadas a una elección entre dos o varios males. Igualmente, arroja una meditación preceptiva sobre países como el nuestro en su tránsito de la invivible realidad totalitaria a la ilusión de la democracia. Por patriotismo, por la cristiana necesidad de compromiso, el irredento escritor que mostró al mundo los horrores del Gulag y que siempre dijo sus verdades "sin importar con quiénes coincidía", no pudo sustraerse a una elección.
La Unión Soviética se disolvió a poco más de tres meses de que Yeltsin, presidente de la entonces República Socialista Federativa Rusa, se lanzara a la calle para frustrar el Golpe de Agosto contra Mijaíl Gorbachov. Más que la corrupción y el nepotismo, la debilidad de Yeltsin consistió en creer que Rusia podía ser como Europa.
La fuerza de Putin, asimismo corrupto y nepotista, radica en su propuesta de que, si bien Europa no sea nunca como Rusia, al menos Rusia no perderá las constantes de su historia: en lo político, la ambición imperial; en lo espiritual, su atribuida misión en la salvación del mundo cristiano. Pasará mucho tiempo, si alguna vez ocurre, antes de que liberalismo y nacionalismo vayan de la mano con los rusos.
A Solzhenitsyn lo ganó la opción más afín a lo que Emil Cioran definía como el carácter de la tierra. El mismo Cioran habló de la condición de Rusia y España como provincias absolutas, en perpetua batalla por mantener sus respectivos centros, sus respectivas almas, frente a la fuerza desintegradora y reductiva de separatismos y regionalismos. Ambas absortas en su trágica excepcionalidad. (Hoy, a muchos españoles no les falta tino cuando advierten de la dispersión interpeninsular que pronosticara Ortega y Gasset en su España invertebrada, en 1921.)
Aun cuando esta tesis tienda a confundirse con una poética, no deja de iluminar el curso de las naciones. Desde Iván el Terrible, Rusia ha sido gobernada por zares, comunistas y ahora por Putin con un ansia de gloria y conquista en lo exterior y una necesidad de seguridad en lo interior.
¿Será ocioso preguntar qué rumbo dictará a los cubanos el carácter de nuestra tierra? ¿Acaso la inmovilidad ecuatorial de nuestros compatriotas en la Isla, el pasmo de nuestra cultura no sigue el dictado de ese carácter, abandonado por obra de la dictadura a una involutiva deriva, sin un civilizador estímulo externo?
La exasperante expectativa por el fin de la dictadura desgasta nuestras ideas, nuestros sueños. Max Weber postulaba que las formas de gobierno evolucionaban de la autoridad carismática a la autoridad tradicional, y de ahí a un estado de autoridad racional y legal, que es la suprema condición de las democracias liberales. ¿Podemos pensar, podemos soñar todavía que Cuba da para tanto?