Acaba de producirse el relevo presidencial en Cuba y Miguel Díaz-Canel ocupa ahora la poltrona que durante más de medio siglo fue patrimonio exclusivo de la familia Castro. Desde este momento, el nuevo mandatario ejercerá el cargo (siempre tutelado por el Partido Comunista, como establece la Constitución), pero sin legitimidad.
Nadie —excepto una oscura camarilla de burócratas— ha votado por él para ese puesto. Ni siquiera puede exhibir títulos "revolucionarios" que no sean los del trabajo voluntario dominical, los desfiles en las grandes efemérides o el de haberse disfrazado de miliciano de vez en cuando. Vamos, lo que ha hecho durante toda la vida cualquier hijo de vecino en la Isla. En la escala del carisma de la cúpula socialista la dirigencia desciende así otro peldaño: del "líder máximo" al "líder menor" y, de este, al "heredero mínimo".
Los romanos sabían diferenciar entre potestas (poder), que era el manejo de los instrumentos de gobierno, y auctoritas (autoridad), que consideraban una cualidad moral inherente a la persona. No siempre la primera llevaba aparejada la segunda. En el mundo moderno, la autoridad se deriva de la legitimidad, que solo la confiere la opinión pública. Todo apunta a que, en el caso de Cuba, el nuevo presidente tendrá poder pero carecerá de autoridad.
De Díaz-Canel solo sé con certeza tres cosas: es relativamente joven, tiene ideas anacrónicas y muestra cierta dislexia al hablar en público. Las tres merecen una matización.
En comparación con el club de ancianos instalado en la cúspide del Comité Central del PCC, los 58 años del nuevo presidente le hacen parecer un adolescente enguayaberado. La duración media de la vida ha crecido mucho últimamente y, según los datos censales, el 20% de la población cubana supera ya los 60 años.
Puesto que los jóvenes emigran y las mujeres se niegan a parir, dentro de poco el país será un inmenso asilo geriátrico. En ese contexto, un señor de 58 años es casi un muchacho. Como dato curioso cabe añadir que Díaz-Canel tiene la misma edad que tenía Fulgencio Batista cuando abandonó el poder, la Nochevieja de 1958. Nunca he oído a nadie decir que Batista era demasiado joven cuando lo derrocaron.
Por lo que atañe a las ideas del quinto presidente posrevolucionario (no olvidemos a Manuel Urrutia y a Osvaldo Dorticós), todo lo que el interesado ha repetido hasta ahora son clichés y lugares comunes habituales de la propaganda castrista: Cuba siempre tendrá un presidente revolucionario, el imperialismo nos bloquea, hay que luchar contra esto y aquello, etc. Nadie puede acusarlo de haber expresado nunca una idea original y, si algún pensamiento herético le ha asaltado alguna vez, ha sabido rechazarlo con la presteza con la que los ascetas medievales vencían las tentaciones de la carne.
El último aspecto, el de sus dificultades de dicción en los discursos, puede comprobarse en los vídeos que menudean en esta página. Al tropezar con polisílabos particularmente enredados, como "solidaridad" o "internacionalismo", Díaz-Canel se detiene una fracción de segundo y termina por mascullar algo que suena a "soledad" o "internalismo".
La combinación de estas características no apunta en modo alguno a que, por sí solas, vayan a plantear al nuevo mandatario dificultades abrumadoras en el ejercicio de sus funciones. Nicolás Maduro, que es algo más joven que Díaz-Canel, fue ungido in articulo mortis por Hugo Chávez y lleva ya cinco años al timón del Estado venezolano. Lo conduce con desenfado, como si fuera un autobús de la línea Caracas-La Guaira. Y cualquiera que haya escuchado a Maduro hablar en público durante más de un minuto comprenderá que posee un repertorio de virtudes similares a las que exhibe el nuevo presidente cubano.
Lo anterior no es un simple argumento ad hóminem. Desde Ortega y Gasset sabemos que el hombre es él y su circunstancia, y la situación en la que Díaz-Canel tendrá que ejercer el mando no brinda muchos motivos de optimismo. El fracaso universal del sistema comunista, la mundialización y la interdependencia económica, el peso del exilio en la sociedad cubana, la política migratoria, las necesidades energéticas, los problemas ecológicos, los límites del soberanismo en un planeta más interconectado y transparente, los cambios provocados en la Isla por seis décadas de dictadura y mala gestión: estos factores y otros de igual gravedad apuntan a que el mundo real de 2018 tiene poco que ver con el de 1959 y muchísimo menos con el imaginario que traían en la cabeza los guerrilleros que asaltaron el poder en Cuba el 1 de enero de ese año. Proclamarse heredero acrítico de las ideas y continuador de los actos de sus patrocinadores quizá hay sido indispensable para trepar a la poltrona, pero no va a ayudarle a mantenerse en ella.
En Cuba, la tarea pendiente de la nueva generación que ahora accede (con cierto retraso) a las máximas responsabilidades de Gobierno, es el reconocimiento del fracaso socialista y de la necesidad de cambiar de rumbo. Las reformas cosméticas y las medidas paliativas aplicadas a medias durante el decenio de "raulismo" apenas han modificado la situación que en 2006 dejara su hermano.
La única esperanza de forjar un futuro mejor pasa por revertir los errores de 1959: reconstruir el tejido social, reducir las funciones del Estado, privatizar la economía, desinflar el aparato militar, poner en manos de la sociedad civil los medios de comunicación, autorizar la enseñanza privada y religiosa, y devolver a los ciudadanos los derechos y las libertades confiscadas desde hace 60 años.
¿Cómo se logra eso? En cualquier programa político de la oposición es posible encontrar una hoja de ruta válida para salir del sistema absurdo e ineficaz que acogota a los cubanos. Todas las medidas podrían resumirse en este denominador común: amnistía, reforma de la Constitución y el Código Penal, para erradicar las violaciones de derechos humanos enquistadas en ambos textos, y celebración de elecciones libres, con garantías para todos los partidos y supervisión internacional.
Cuanto más pronto Díaz-Canel y los epígonos del castrismo comprendan y acepten esta realidad, menos doloroso será el camino de la recuperación. Y si ellos no alcanzan a comprenderla o aceptarla, quizá lo hagan los súbditos de ahora y decidan volver a ser ciudadanos, para lo cual tendrán que reclamar por cuenta propia sus derechos y libertades. El cuentapropismo político suele ser una práctica arriesgada, pero no sería la primera vez que algo así ocurriese en la historia.