Detenciones arbitrarias, arrestos domiciliarios, intimidación policial, mítines de repudio, expulsiones injustificadas de las Asambleas de Nominación: he aquí el saldo de la primera fase del proceso que ha de culminar el año próximo con la "elección" de una nueva Asamblea Nacional en Cuba.
No hay que sorprenderse. La represión y la desarticulación de las iniciativas políticas no controladas por el Partido Comunista es una constante de la realidad cubana. En este caso, sin embargo, se da la peculiaridad de que el repertorio de medidas aplicadas opera en violación flagrante de la propia legalidad del Estado.
Y, en particular, de la Ley 72, que regula el proceso electoral y (teóricamente) garantiza a todo ciudadano el derecho a participar en la Asamblea de Nominación de Candidatos, así como elegir y resultar elegido.
No es la primera vez que las autoridades de la Isla tergiversan su propio marco jurídico. Ya a principios de siglo el Proyecto Varela se había topado con el rechazo, por parte de la Asamblea Nacional, a registrar su propuesta ciudadana. Pero en aquel entonces, aunque de un tecnicismo dudoso, la respuesta se atenía a la legislación en vigor: los promotores del proyecto no habían acreditado la condición de electores de los firmantes con declaración jurada ante notario.
Como es sabido, fue este el origen de la reforma constitucional de 2002, que establecía la irrevocabilidad del carácter socialista del Estado cubano. Ahora, en cambio, el régimen ha actuado fuera de la ley. Es decir, no ha presentado ningún argumento jurídico que sustente la prohibición de facto (que no prescrita) de las candidaturas independientes.
Una Constitución desfasada
¿De qué es síntoma esta suspensión de la legalidad?
Las reformas emprendidas por el sistema en las últimas décadas (sobre todo a partir de la llegada al poder de Raúl Castro) han significado cambios no solo en el tejido social cubano, sino también en las relaciones entre el Estado y el individuo.
Así, en su colaboración para el libro colectivo El cambio constitucional en Cuba, Velia Cecilia Bobes constata que el modelo de ciudadanía (homogéneo e igualitario) al que se atiene la Constitución vigente "comienza a ser rebasado por una nueva configuración social marcada por el aumento de la desigualdad y por la diversidad de experiencias y situaciones de vida de la población".
Esto supone un declive en la legitimidad de un orden político, cuya principal reivindicación radicaba en la redistribución de las riquezas con el fin de igualar las condiciones económicas y sociales de la población; al igual que una merma del control (ideológico y efectivo) y, por consiguiente, de la capacidad de movilización que el Estado es capaz de ejercer sobre los ciudadanos.
En ese sentido, según Bobes, en los últimos años se ha venido produciendo una disminución de la participación social en las organizaciones de masas y en las instituciones. Un fenómeno potenciado a la vez por el aumento de la pobreza y la desigualdad, que induce a los grupos menos favorecidos a retraerse "a los ámbitos privados para concentrarse en la solución de los problemas".
Por lo tanto, el desfase entre el marco jurídico estatal y la realidad a la que se ciñe se compagina con la indiferencia de la ciudadanía. No es exagerado suponer que el sistema cubano ha entrado en una fase en la que ya no busca la adhesión del ciudadano sino el simple conformismo.
La apatía social como método de supervivencia
En buen cubano esto se traduce en un término: "resolver" —fusión local de resignación y adaptación—. Y es esta práctica social, el cinismo de la supervivencia, la que promueve actualmente el poder.
En realidad, lo que menos le interesa a las elites de la Isla es la ruptura de la inercia. La apatía social es preferible a la politización (así sea para legitimar al régimen). Viéndolo así, la exclusión de la disidencia del mecanismo electoral es el envés de la reciente campaña de descalificación a la llamada corriente "centrista".
Lo que está en disputa es la participación en el proceso de toma de decisiones. El problema para el régimen no radica ya en el contenido de las opiniones, sino en el hecho mismo de que haya opiniones.
Últimamente, quienes se han tomado en serio las reglas de la política nacional han desvelado, a su pesar, que el juego es válido siempre y cuando nadie quiera jugar. Palos pues para la disidencia y hostigamiento a los fieles inquietos.
Y es que en esta época de transición (con el relevo paulatino de la dirigencia histórica), marcada por la merma de legitimidad y la emergencia de una nueva sociedad, la clase dirigente no puede siquiera darse el lujo de una tímida consulta de las bases, como hiciera en vísperas del IV Congreso del Partido a principios de los 90 o, más recientemente, con los "lineamientos".
La jugada sería demasiado arriesgada, ya que sacar de la desidia política a la población acarrearía consecuencias imprevisibles. De ahí que, retomando a Bobes, "en la etapa actual los cambios (económicos) están siendo legalizados a través de decretos, normas o resoluciones, y no por leyes o reformas constitucionales".
En el limbo
El predominio del poder ejecutivo, en detrimento del legislativo, refuerza la tendencia a sofocar cualquier atisbo de debate, cuando no sencillamente a pasar por alto la ley.
No por gusto, en los puntos vitales del andamiaje jurídico-político cubano es el incumplimiento de la legalidad lo que impera.
Este limbo constitucional responde al nudo gordiano que la dirigencia no logra salvar: reformar sí, pero ¿hasta dónde? Nadie duda de que la supervivencia pasa por las reformas. Pero también todos saben que ahí está el peligro.
Mientras tanto, la Constitución sigue como un papalote, en el aire: se le da cordel o se la recoge, según la conveniencia.