Pocos días antes de salir de Cuba invité un amigo a casa para dejarle parte de mi biblioteca médica. Reunir cientos de volúmenes fue una labor paciente, familiar, de años y no poco dinero. Ahí estaba el colega-amigo, dándose banquete, sorprendido por este y otro tomo, del cual había oído hablar, o permanecía guardado como un texto prohibido en los anaqueles —ocultos a los mortales, scriptorium medieval— en ciertos hospitales habaneros.
Terminada su labor, colocados los textos en una carretilla tirada por su bicicleta, el colega y amigo me preguntó por qué me iba de Cuba. Él, militante del Partido Comunista, y uno de los secretarios del núcleo de la clínica, no tuvo otra despedida que esa pregunta incoherente, inculpadora de traición.
Le dije que me había vuelto un hombre invisible en mi propio país. Al convencerme de que el futuro de mi familia y el mío no estaba con el socialismo ni con el comunismo, y no creía en la dirigencia del país —demasiado tiempo en el poder para ser buenos—, no tenía espacio y oportunidad en la tierra que nos vio nacer a ambos.
Mientras él, comunista, podía aspirar a un cargo público, a dirigir la clínica, a subir en la escala social y profesional, muchos como yo éramos transparentes; estábamos, le dije, en la categoría de no-personas, de no-confiables, o como un día me etiquetó un policía, de un "potencial predelictivo".
Pero en pocos segundos comprendí que nunca podría entenderme. A no ser que la llamada Revolución lo convirtiera también en hombre invisible. Entonces, como el personaje de H. G. Wells, habría un cambio en su índice refractario; su cuerpo ya no absorbería las "mieles del poder"y dejaría pasar la luz; la Luz —divina— de la Revolución, la única que puede y debe brillar en toda la Isla.
Hubiera querido decirle, pero a esa altura no merecía la pena amargarle la vida a quien debía o quería quedarse allí, que bastaría alguien de "arriba" ambicionando su puesto, el talento, o acaso, su esposa; simplemente sería suficiente que diera su opinión en el lugar y el momento equivocado, y pasaría a la invisibilidad.
Porque a veces hacerse invisible no es voluntario. Aquel ministro, delegado, embajador que salía en la prensa y en la televisión, de pronto dejaba de existir. Y jamás se enteraba por qué; nunca sabría el pasado que le esperaba. Y los demás tampoco teníamos certeza de qué fue de las vidas de Humberto Pérez, Carlos Lage y su infiel escudero Felipe Pérez Roque, o de quien llamaban el canciller-reguetonero, el Don Johnson —Miami Vice— de la diplomacia cubana, Roberto Robaina.
Unos se tornaron incorpóreos artistas del pincel y del vidrio; otros, hoy cazan mosquitos en los antiguos humedales de Ciénaga; los últimos andan de taller en taller, en la producción directa. Ninguno hace una reversión de su invisibilidad, un proceso que a 90 millas es fácilmente asequible y sobre todo, remunerable. Quien sabe gracias a qué pócima de desmemoria.
En Venezuela, es doloroso decirlo, hace rato echó a andar el invento de Griffin, el personaje de la novela de Wells, y su fórmula de la invisibilidad. Aunque algunos políticos venezolanos quieran escapar, porque no soportarían pasar inadvertidos, ha llegado la hora de su vaporización del ámbito público, a no ser que tomen otras aptitudes. Creen, tal vez honestamente, que la maquinaria ensamblada en Cuba no funcionará bien en su país —a pesar de tantas demostraciones de que los cubanos tienen copyright de control ciudadano—. Olvidan los olvidados: existen decenas de militares, funcionarios, ministros e intelectuales que acompañaron al chavismo desde sus inicios, y hoy los jóvenes no conocen ni sus nombres.
Olvidan también, y solo parecen comprenderlo en estos últimos días, que el chavismo aún cuenta con cierto apoyo popular. En Latinoamérica tenemos memoria muy corta. Los chavistas de corazón —que los hay— no mienten cuando dicen que en sus primeros tiempos, y por las razones que fueran, Hugo Chávez sacó a grandes masas de venezolanos de su centenaria invisibilidad.
Justamente, más allá de las sanciones que pueda o no implementar la llamada Comisión de la Verdad que la Asamblea Constituyente pretende echar a andar, su objetivo primero es hacer intangible la Asamblea Nacional, legítimamente electa. Después, uno a uno, aplicarle a los líderes opositores la receta cubana: quien no sea chavista no tendrá la menor oportunidad de volver a la vida pública. En un par de años nadie se acordará de quién fue Capriles, Ledezma o María Corina Machado; nadie tampoco recordará a aquellos que tratando de permanecer bajo la Luz, retrasando el "tratamiento", hicieron pactos para retrasar su inevitable evaporación.
Para concluir, una historia real que ilustra estos manicomios totalitarios. Durante la entrega de guardia de un hospital habanero, el Departamento de Admisión informó de un fallecido en Emergencia, enviado para necropsia en la madrugada. Y mostró el correspondiente certificado de defunción. Pero el Departamento de Anatomía Patológica dijo no haber recibido ningún fallecido en toda la noche. Admisión y la morgue se enredaron en acusaciones mutuas.
Al fin el director intervino. Dio una solución salomónica: si el Departamento de Admisión decía que el individuo estaba muerto, muerto estaba. Habría que buscar el cuerpo en otro lado. Y añadió una frase que desde entonces me acompaña: "Ustedes deben saber que en nuestro país la muerte es social, no física".