Entrando en un edificio de oficinas en Miami, alguien gritó a mis espaldas: "¡Compañero!". Hacia años nadie me llamaba así, por obvias razones geográficas e ideológicas. Sabiendo de antemano que se trataba de un cubano, me volteé. "Compañero", insistió aproximándose, "¿me puede decir dónde queda la oficina de Fulano?". Después de orientarlo, pregunté si llevaba mucho tiempo acá. Por supuesto, dijo que no. Entonces le advertí: "No se acostumbra llamar compañeros a las personas en esta ciudad; más bien usamos señor y señora".
Tal vez el compatriota no comprendió bien. O para él, compañero y señor es lo mismo. Puede que necesite reordenar un poco el lenguaje en la Capital del Sol: para ciertos cubanos hay palabras de tristes remembranzas.
Que suceda así no es responsabilidad de la "mafia cubanoamericana". Tiene que ver con la manía de las revoluciones y las dictaduras de cambiar los nombres y los significados de las cosas; de renombrar las ciudades, las calles y las playas; de cambiar el pasado para dar un valor distinto al presente. Y la peor de todas las intenciones: renombrar las cosas para identificar amigos y enemigos. En una sociedad sí, si la persona dice compañero, es de confiar. Si insiste en señor o señora, tiene "problemas ideológicos"; es sospechoso de antipatía. Del mismo modo, un exiliado de los "históricos" suele llamar Radiocentro al cine Yara, y un revolucionario cabal Avenida Salvador Allende a Carlos III.
Durante la Revolución Francesa los revolucionarios eran "ciudadanos" —algo que retomaría el chavismo— para diferenciarlos de los condes, marqueses y otros nobles. En la llamada Revolución Bolchevique, se decían camaradas. En Cuba decir señor o señora y no compañero era ponerse una soga al cuello; era una ofensa al interlocutor, quien reaccionaba iracundo, como el personaje de El Hombre de Maisinicú: "¡Compañero, y tanto o más compañero que usted!".
Pero en verdad hay ciertas diferencias entre compañeros y compañeros, y de esas disimilitudes parte todo. Por ejemplo, los compañeros ministros, directores y gerentes viajan al extranjero, duermen en aire acondicionado en un cuarto amplio, con intimidad para sus parejas. Los compañeros ministros y directores tienen automóviles, chofer, y dietas especiales asignadas. En su defecto, comen en la empresa, en el Ministerio, casi siempre en un local aparte, donde nadie los ve. El compañero ministro sabe diferenciar una langosta de un camarón por su sabor, sale a pescar mar afuera, y al regreso —casi siempre regresan— bebe whisky.
Más de medio siglo después, los compañeros obreros y campesinos siguen en guaguas, en bicicletas o a pie. Duermen en aire caliente, acaso soplado por un ventilador Órbita, hacinados en el cuarto, la pareja al acecho de un instante para tener intimidad. Un compañero obrero o campesino pocas veces sabría identificar el sabor de la langosta y el camarón —los mariscos de ellos son para exportar y traer dólares (sic)—, no sabe lo que es comerse un bistec de res detrás de otro. Nunca ha viajado en avión, o acaso lo ha hecho dentro de la Isla; ni siquiera ha tomado un barquito de papel por el ancho mar porque pudiera no volver; si lo hiciera, le esperaría una botella de ron peleón o de "chispa". El compañero obrero y campesino —vanguardia— tiene vacaciones en el "campismo popular", o en unas descoloridas casas de Guanabo.
La palabra compañero cayó en desuso en los 90, cuando hubo necesidad de turistas y dólares expeditos. Entonces revivió el castellano prerrevolucionario. Varadero, las langostas, los Audi, y los campos de golf fueron para los "compañeros" turistas. Pero hubo que enseñar a los jóvenes: los "compañeros extranjeros" no eran comunistas, no estaban acostumbrados sino a tratos de señor y señora. Los cubanos desconocían entonces, y quizás todavía, que en todo el mundo, como muestra de educación y respeto, se trata de señor y señora lo mismo a un millonario que a un indigente.
En medio de tan utilitaria confusión, el cubano listo y chota inventó la palabra "gusañero", espécimen mitad compañero y mitad "gusano". El gusañero tiene un discurso revolucionario para afuera, público, y otro capitalista adentro, en casa. Se alimenta de dólares, carros modernos y viajes al extranjero. Pero puede salir a probar la caldosa del CDR, hacer la guardia del Comité y participar en la reunión de rendición de cuentas del Poder Popular si las circunstancias así lo requieren. Otros avispados gusañeros buscaron trabajo en el exterior sin renunciar al credo fidelista; el ingenio popular bautizó esa emigración como "exilio de terciopelo".
De modo que no podemos culpar a nadie acá cuando se moleste porque le digan compañero. Fue y es una palabra discriminatoria en la Isla. Sigue identificando a quienes son comunistas y separa a quienes son llamados ciudadanos, o sea, contrarrevolucionarios y delincuentes, que para el régimen son lo mismo. Y no debe haber dudas de que llegara el día en que todos podamos ser compañeros-ciudadanos, sin distingos; un tiempo en el cual el calificativo no será una Estrella de David o una esvástica en la solapa existencial de las personas.
Por esas y otras muchas razones, hoy el poema más contrarrevolucionario escrito en Cuba no está en Fuera del juego, del díscolo Heberto Padilla, sino en "Tengo", del comunista Nicolás Guillén. Así cantaba el poeta: "Tengo, vamos a ver/ tengo el gusto de ir/ yo, campesino, obrero, gente simple/ tengo el gusto de ir(es un ejemplo)/ a un banco y hablar con el administrador, no en inglés/ no en señor/ sino decirle compañero como se dice en español".