Para la oficialidad cubana la muerte de Fidel Castro significó la pérdida del centro gravitacional que daba coherencia a una estructura ideológica. Sin embargo, rápidamente se utilizó su deceso como palanca para impulsar la reafirmación política. Los nueve días de duelo nacional fueron la prueba más elocuente. El recogimiento sistemático de la población, la conciencia de que esta actitud era la más adecuada y saludable, demostraron que Fidel, aun muerto, lograba generar un liderazgo carismático, un potente control del comportamiento de la ciudadanía.
El duelo nacional afirmó la necesidad de extender la vida útil de Fidel, como si se tratara, digamos, de un almendrón. La misma carrocería parece empujada por el viejo motor. En este sentido, retardar la lógica obsolescencia de su pensamiento se convierte hoy en una práctica de conservación. Se trata de garantizar la sobrevida simbólica del Líder para enfrentar la crisis de liderazgo y el déficit democrático del país. Falta por descubrir si esta sobrevida supone un auténtico empeño de conservación o es solo una artimaña para crear consenso. Mientras tanto, sería interesante explorar sus formas.
En primer lugar, sorprende su carácter paradójico. Con la ley del 27 de diciembre de 2016, el uso del nombre y la figura del Comandante en Jefe pasa a estar completamente prohibido. Es ilegal reproducir su efigie en bustos o monumentos; del mismo modo que su nombre no sirve para bautizar calles, plazas o instituciones públicas.
Esta curiosa idea, que cumple la última voluntad del moribundo, choca con una realidad en que retratos, carteles, menciones en programas televisivos y crónicas periodísticas saturan la cotidianidad del cubano con citas e imágenes. Fidel se ha vuelto ubicuo.
Él, ha dicho Raúl, descreía de la gloria póstuma como el Apóstol José Martí, porque toda gloria cabe en un grano de maíz. De este modo se induce un vínculo con Martí que consolida la equivalencia "Fidel es igual a Cuba". De hecho, hay un notable indicio en la decisión de cremarlo: Fidel se reduce a cenizas, se hace fecundo polvo estelar, puro espíritu, esencia de la nación en las entrañas de un monolito.
Al romper con la tradición icónica de los líderes, la oficialidad inaugura el culto animista de la palabra de Fidel. ¿No es acaso la voz otra forma ideal del espíritu? El mantra básico de este nuevo fetichismo de la palabra es el concepto de Revolución, que fue impreso y entregado a los firmantes de los libros de condolencias.
Pero no se trata de un legado abierto al público examen. Como capital simbólico de la oficialidad vigente, sospecho que su interpretación será controlada por los administradores de la reforma económica en curso. A fin de cuentas, ya administran la "Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista" y el "Plan de desarrollo económico y social hasta 2030". Todo ese chorro ideologizante del legado de Fidel será usufructuado para justificar cualquier utopía (o distopía) que deseen implantar en Cuba.
Un ejemplo básico se da en las dos excepciones que concede la misma ley que prohíbe el uso del nombre y la figura de Fidel. Por un lado, la creación de una cátedra universitaria que divulgue su obra solo supone el surgimiento de un cuerpo acrítico de estudiosos dedicado a la peroración y la redundancia. Por otro, se sabe que la circulación de obras estéticas donde el nombre y/o la figura de Fidel no estará abierta a la lógica ambigua de la verdadera obra de arte.
La mejor herramienta para lograr la sobrevida simbólica de Fidel está en los medios de comunicación estales. La situación de estos medios en Cuba es realmente simple. Con la emergencia de una "esfera pública digital" en los últimos dos o tres años, la atmósfera ha regresado a la década de los 70, a la era de la vigilancia y los despidos. Este ambiente caliginoso produce trabajadores dóciles que repiten industriosamente un único relato del affaire Fidel: la vieja prédica de la fe en el muerto y el drama mitológico del héroe cultural.
Pero hay más: de acuerdo al esquema de los ideólogos estatales, el sonido y la furia del hombre deben pasar de los medios al sistema educativo. El pasado 12 de enero este enroque fue confirmado por el doctor Alberto Valle de Lima, pedagogo, al diario Juventud Rebelde. Entre los cambios del sistema nacional de enseñanza, señaló el funcionario, se tratará de "incluir armoniosa y creativamente en el currículo y la vida escolar en general el ideario del líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro, el significado de su vida y de su ejemplo".
Frente a estas formas de apropiación simbólica habría que contraponer esas maneras en que el pueblo, desde su autenticidad e imaginación, rescata la figura del líder. En Camagüey, una provincia del interior de la Isla, un restaurante estatal propuso un nuevo plato a sus clientes y decidió promocionarlo alto y claro para que se supiera de su compromiso político. Junto a un cartel sobre refrescos gaseados se proponía consumir "La Completa del Comandante", en un gesto propio del carnaval que recordaba, ciertamente, el fricasé de Penteo en la cena de Trimalción.
Sin dudas, la continua alusión a Fidel ha producido cierto hartazgo entre la población cubana. Solo esta hipótesis podría explicar el salto que algún chefde cocina realizó entre la ingestión simbólica, discursiva, de Fidel, y su ingestión literal. Todas estas formas de apropiación remiten a un imaginario escatológico que es, en última instancia, una piedra angular de la ideología del socialismo cubano. Se trata del imaginario que reproducían los jóvenes al corear por las calles la consigna "¡Yo soy Fidel!".
Lo que no sabían estos jóvenes era que les había tocado cerrar una etapa. Si en enero de 1959 el primer número de Bohemia se permitía publicar la lista de los asesinados por la dictadura batistiana, bajo el lema de "Los muertos mandan", en un empeño por ratificar la voluntad de una mayoría que se ha sacrificado por el sueño común, lo que ellos protagonizaron solo significa el paso de la pluralidad a la singularidad, del sueño de muchos al sueño de uno solo.
Frente a este panorama, Cuba parece chocar contra un espejo terriblemente sincero que le devuelve su reflejo, el de una Revolución carente de contenidos novedosos, una Revolución sin líder, ni romanticismo, ni programa político esperanzador: la Revolución de un cadáver.