La Playa es un barrio estrecho. Dos calles largas conectan el centro de Baracoa con el aeropuerto y con la salida hacia Moa. Se prolonga entre la bahía y los cerros, en un ribete angosto. Pero digo que es un barrio estrecho, sobre todo, porque vive en estrechez.
Después de Matthew se colmaron de escombros esas dos calles, Mariana Grajales y Primero de Abril. Un arroyo las atraviesa y se desborda. Al fondo, encima del apagón, el castillo Seboruco —antigua fortificación travestida en hotel— enciende una luz camp sobre las ruinas de La Playa.
—Allá arriba —dice Leticia— viven ahora los militares, los dirigentes, algunos extranjeros. Por eso no bajan de noche, porque tienen con qué alumbrarse.
Cristina Milhet y Leticia Quiala Milhet, madre e hija, asistían a una audiencia pública. El Partido Comunista de Cuba (PCC) condujo dos reuniones aquel día, el sábado 8 de octubre. En la primera habló Tony Matos, cabeza política de Baracoa; la segunda, concebida para presidentes de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), la condujo un lugarteniente.
—Hay gente que se presta para promover el pánico —advertía el parco Matos, de verdeolivo—, gente que incita a la desconfianza en la Revolución.
Los vecinos, sin embargo, pensaban en otra cosa.
—¡Queremos racionamiento! —pidió alguien—. ¡Todo, hasta los productos en divisa, tiene que racionarse!
Uno, vacilante, se adelantó.
—¿Es cierto que los delegados distribuyen ayudas?
—No —se movió la parca cabeza—. Pondremos dos altoparlantes para explicarlo todo.
Una ciudadana, más vehemente que el resto, se congració con el verdeolivo parco.
—¡Ustedes no han dormido, nosotros sí! —empezó—. Y decimos a los disidentes que aquí hay un pueblo decidido que se levantó en menos de veinticuatro horas. Aquí se salvó todo el mundo. Eso es lo que tienen que transmitir para allá.
Allá. Allá lejos. Allá, afuera, donde todo se sabe de cualquier modo. Donde incluso ahora se conoce el mensaje que la apasionada ciudadana le echó encima del uniforme verdeolivo a Tony Matos. La parca cabeza sonreía. Y no se habló más del racionamiento. La primera audiencia terminó.
En la acera, frente al parque, dos viejos observaban el epílogo.
—Todas las tiendas están abiertas, menos esa —y señaló la esquina más allá del bulevar—. Pasó el ciclón y quieren que uno se muera de hambre.
Su compañero cambió de tema.
—Dicen que Raúl va a pasar por ahí.
El general-presidente es un mito baracoense, una fantasmagoría. El domingo sí pasó por el malecón, pero en la noche del viernes ya decía alguien en el parque principal: "Ahora Raúl se asomará en un balcón". Y en la tarde del viernes, unos que cocinaban sobre una parrilla en plena calle, dijeron: "Raúl sí estuvo en Baracoa, pero no quiso ver a nadie y la gente fue al Gobierno a pedirle que saliera".
Los alrededores de la plaza de la iglesia aparecieron acordonados el sábado, cerrada la calle Frank País. "No puede pasar", salía al paso la policía uniformada y la policía de civil. FAR. Prevención, se lee en el rótulo de un carro.
Fila de mujeres
En la calle Martí abrieron una tienda en pesos convertibles, por fin. Dos o tres puntos privados tenían pizza, única comida a la venta en Baracoa. "Esta es la ciudad de los llantos". Los baracoenses poseen una retórica muy propia, casi versicular. "¿Último de los hombres?", preguntan en la cola. Hay fila de mujeres, hay fila de hombres.
—¿Es que no comprarán lo mismo?
—Lo mismo. Solo es una costumbre de Baracoa —aclaran en la fila de mujeres.
—¡Salga ahora! —ordena el vendedor a una mendiga—. La atenderemos cuando corresponda.
—¿A cuánto está el paquete de velas? —se interesa una recién llegada.
—1,80 cuc el paquete de seis.
—¡Ay, qué caro!
En esta cola de simetría bilateral me conviene el lado de las mujeres. Murmuran más alto que los hombres: "¡Están vendiendo cosas mojadas!"
El Pikín
Callejón El Pikín, La Playa. Aparece un corredor sin pavimento, un trillo. Falta una buena zancada para sortear el charco de la entrada. El Pikín comunica la calle Mariana Grajales con su vecina, la Primero de Abril. Una limpia, escabrosa la otra; abierta la primaveral, cerrada la matronal por ramas, basura, mobiliario abandonado.
Cristina Milhet, presidenta de un CDR, perdió unas tejas. A Leticia, activista del mismo CDR, le quedan unas paredes.
—Yo quería salvar mi colchón —se acomoda en la cama sobreviviente mientras habla—, y lo conseguí, aunque no me permitieron guardarlo en el centro escolar donde nos albergaron.
—¿Cómo funcionó la evacuación?
—Desorganizada —Leticia, rotunda—. Se hizo con apuro. No dejaban sacar nada, resguardar nada. La escuela tampoco tenía condiciones.
Me muestra un video de las primeras lluvias. Grabó desde la ventana del albergue. El viento empezaba a confundir a la ciudad.
—Tuvimos que buscar unos palos para trancar las ventanas y acomodarnos en el suelo.
—Bueno, pero nos salvamos —interrumpe Cristina.
—Claro —concede Leticia, y me invita a ver la escuela, todavía ocupada por decenas de evacuados.
Callejón El Pikín, La Playa. Tomamos el corredor, el trillo. Del otro lado aparece la escuela. Sus inquilinos más jóvenes ocupan la cerca, comparten un poco de ron en una botella plástica.
—Así pasan el tiempo los jóvenes en Baracoa —se burla—, con ciclón o buen tiempo, no importa. Así, tranquilos, si no están cazando extranjeros.
Patanga se llama un amigo de Leticia. A otro le dicen algo que suena a Titín. Se ríen de las tejas idas. Se convidan mutuamente a bañarse: "Hay que darse jabón".
Cuando en La Playa supieron que un periodista andaba por El Pikín, unos cuantos cruzaron el charco a la entrada del callejón.
Ese de Frecia con ce
—Parece que la gente de La Playa se murió. Allá no venden nada. ¿Qué vamos a cocinar?
Frecia Toirac Cuza, presidenta del CDR Luis Zúñiga Mendoza, encara a Roeldis Ramos, el lugarteniente, "el político", funcionario que discurría en el mismo parque donde Tony Matos estrenó las audiencias.
—Yo albergué a diecisiete personas —sigue Frecia—. Les di mi comida y ahora no tengo para mí. ¿Esos no se consideran albergados?
Ramos, de todos modos, no quería discutirlo. Se le envió para hablar de la "cama del buey".
—Veintidós brigadas de reclutas trabajan en Baracoa, por la limpieza de la ciudad, y trabajan sin dormir —informa el lugarteniente—. Cuentan nada más con la "cama del buey". Es decir, no tienen cama: descansan en el suelo.
Ya la gente de La Playa sabe que "el político" vino a decirles que no han hecho bastante, que no están tan mal como suponen, que deben corregirse.
—La meta de mañana es limpiar la ciudad y estamos llamando al trabajo a todos los cederistas. El Consejo de Ministros está aquí. La disposición del Gobierno cubano es ayudarnos. Al general de Ejército no le ha temblado la mano para mandar recursos. Y nosotros, ¿qué hacemos?
La gente de La Playa ya sabe que no saldrá de ahí, y se subleva.
—Si ponen un paquete de galleta, un refresco, se lo lleva uno solo.
—¡El pueblo de Baracoa vive una desesperación ilimitada! —otra vez habla alguien en tono versicular.
Ramos, el lugarteniente, llama a la templanza, predica sosiego.
—Si quedaron cuatro tejas, hay que poner las cuatro tejas. Y llamar a la gente a la calma. Esa es la misión de ustedes. Para eso está el Partido, una sola organización que responde a la Revolución.
Cristina Milhet me ve anotando.
—Mira, Leticia, ¡es un reportero!
Y avisan a Julia Matos, a Anilda López, presidentas de otros CDR de La Playa. Y viene Frecia. Mi nombre se escribe con ese —explica—, pero como en los documentos aparece con ce, hay que dejarlo así.
El 9 de octubre, domingo, a cinco días de Matthew, comienza una tímida venta de alimentos en La Playa. Frecia usa el portal como una atalaya. Explora el menú.
—Abrió un punto de venta de TRD que hay en el barrio. El mercado sacó carne de cerdo a diecisiete pesos. Pero todos no tienen dinero. Muchos cobran en cajeros automáticos, y esos aparatos no funcionan todavía. ¡Qué se puede hacer! El que no tiene dinero espera por la misericordia de Dios. No puedo comprar ni una libra de picadillo de un peso y pico. ¿A dónde ir?
—La gente del centro se quejaba del precio de algunos artículos. Vendieron linternas, sí, pero a unos cinco pesos convertibles —le comento a Frecia, que hoy no ha salido del barrio—. Racionadas están, pero caras.
—¡Bien caras! —asiente—. Deberían regalarlas. Una vela, flaquita, vale ocho pesos; el jabón, el mismo precio. Nos están llevando contra la pared, y todavía no ha pasado ninguna comisión.
—Muchos piensan que hubo tiempo para enviar más suministros a Baracoa antes del huracán…
—Algunas cosas se pudieron prever. Es cierto que el ciclón devastó muchas cosas, pero hasta última hora esperamos motosierras para tumbar las matas. No llegaron. Muchas casas se derrumbaron cuando les cayó un árbol encima, porque no vino nadie.
Y vuelve a la obsesión del menú.
—Mira, en Mabujabo los abastecimientos vienen de Holguín. Sopa barata, pollo barato. Pero aquí, ¿quién?
—¿Usted tuvo albergados?
—Hasta ayer tuve al último, aunque le doy comida todavía. Le dije que tenía que acotejarse, ir para su casa, porque si pasa la comisión no lo va a encontrar. Ya casi no tengo luzbrillante, y luego veremos cómo me las voy arreglar. Porque le dije al delegado: "Ven acá, yo tuve gente albergada aquí, ¿ahora qué?" Y me respondió: "¡No, para esa gente no me dieron nada!" Yo tenía viejos, tenía niños aquí. Nada más han ayudado a la gente que tienen albergada en la escuela. Para los que tienes en tu casa, ¡nada!
Pasan dos jóvenes con sendas botellas de sirope de cola. Van satisfechas, exhibiendo la adquisición. ¡A veinticinco pesos!, anuncian.
—Caigo mal en Baracoa porque digo verdad —Frecia, exaltada—. En el Gobierno dicen que soy indeseable porque… ¡acusé a cincuenta y siete jefes! Ojalá y me pusieran a Raúl ahí. Dicen que anda por aquí hoy.
—¡Está aquí! —confirma un niño—. Pasó ahora.
—Ojalá me lo pusieran ahí —se envalentona Frecia—. Porque yo, cuando estaba en el regimiento femenino, le di el parte a cuatro generales. Para que tú sepas, el último fue Raúl.
—Pasaron tres carros militares —describe el niño—. Él iba en el del medio, saludando. ¡Con un guardia a cada lado!
—Es que hay cosas que no entiendo —Frecia, contrariada—. Si tú pasas, que eres el presidente de mi república, cómo no te vas a parar a hablar con la gente. Si yo te mando cartas, como cubana, porque tú eres mi presidente, ¡por qué no las respondes! Estoy cansada de mandarle cartas a Raúl. Por más que le escriba, ¡es posible que la carta llegue primero a Obama que al presidente de mi república! Entonces viene gente a darme respuesta y no los quiero ver. Nunca llega la carta de una cubana a su presidente, ¿por qué?
—Escriba, escriba —le digo—. La Constitución le concede ese derecho.
—¡Qué Constitución! Yo caigo mal por eso —Frecia, ahora sí, airada—. Porque la Constitución me da derecho. Porque conozco un poquito la Constitución. Yo planteé en la asamblea de rendición de cuentas que todo el mundo tiene una biblia en su casa, pero no tienen un ejemplar de la Constitución. Cada uno debería saber sus derechos y sus deberes. Ellos no quieren que uno sepa, ¡eh!
Frecia es imparable. Frecia con ce, "porque está en los documentos", quiere recuperar la ese que le trocaron. Anota sus propias estadísticas, las cifras que le atañen, las frases que le gustan y podrá repetir luego.
—Yo dije en una asamblea una frase de Fidel en la Cumbre de Kioto: "Que cese el hambre y no se muera el hombre". Agregué: "Y aquí el hombre se va a morir de hambre". La gente, en vez de apoyarme, abrió los ojos. El otro día, después del ciclón, me llaman por allí: "¡Ven acá!" Les advertí: "No me llamen, porque cuando dije en la reunión que estábamos comidos de problemas, todo el mundo se quedó callado y nadie levantó la mano. ¿Vieron que nos estamos muriendo de hambre?". Porque aquí todo lo venden en el pueblo, para arriba. ¿Todos los dirigentes a dónde vienen? ¡Al centro! A los barrios marginales no viene nadie.
—¿Ni los periodistas?
—Tú, el primero. Aquí los periodistas andan con miedo, la mayoría. Porque si hacen una cosa tienen que ir al Partido: "¿Se puede?" Les dicen que no: "¡No se puede!" Y tienen que quitarla.