Una buena parte de la población cubana parece sufrir enajenación colectiva. Y ojalá que no se trate más que de un padecimiento transitorio. Pues, en caso contrario, no es estimulante pensar en lo que ocurriría cuando llegue el fin de la dictadura.
No debe ser sino bajo los efectos de un grave trastorno que las personas renuncien a los beneficios que proporciona el trabajo y se resignen a vivir del aire, apostando por la inseguridad y aun por la miseria, con tal de preservar ciertos ripios de libertad individual. Que no trabajen porque no encuentran estímulos en los salarios de hambre que se les paga, ayuda sin duda a entender este fenómeno, pero en rigor no creo que sea suficiente para justificarlo.
La sociedad cubana está desintegrada. Y tal vez haga falta asumirla desde ese desmembramiento para entender a cabalidad el origen de su enajenación colectiva. El empeño totalitarista del régimen por reducir a los cubanos hasta una especie de tribu ancestral, al estilo de las primeras comunidades de la civilización, ha terminado exacerbando el individualismo innato de la gente y su falta de responsabilidad, ya no solo ante el propio destino, sino además ante la historia.
Luego, para peor, esa enajenación convierte a las personas en ingobernables, lo cual podría constituir una ventaja mientras se encuentran dominadas por una dictadura, pero resulta un serio escollo para la aspiración de vivir en democracia.
A fuerza de subsistir durante tanto tiempo bajo un poder que les domina en lugar de gobernarles, parece que el de Cuba estuviera a punto de ser un pueblo ingobernable. Es un problema al cual quizá no hemos prestado la debida atención, ni nosotros ni el propio régimen. Pero tal vez no resulte muy tarde para hacerlo. Tarde para nosotros quiero decir, pues para el régimen sí lo es.
Más de un politólogo ha manifestado preocupación por el agotamiento que exhiben hoy los países en cuanto al control de mecanismos representativos de la democracia. Advierten que esa situación constituye una seria amenaza para la gobernabilidad, lo que es decir para la vida en civilización. Tal vez exageran. Pero en cualquier caso, pasan por alto ejemplos como el de Cuba, donde la ingobernabilidad no es una amenaza sino un hecho consumado, y no obedece al agotamiento de los mecanismos de la democracia, sino a su aniquilación por vía violenta.
Es evidente que la mayoría de la gente en la Isla demuestra estar gobernada únicamente por la inercia. Se ha perdido, o está a punto de perderse esa chispa de inconformidad que rige cada acción entre los seres vivos. A fuerza de fingir, los ciudadanos han ido derivando hacia una suerte de incapacidad ya no solo para decir las verdades, sino para enfrentarlas o, aún menos, para identificarlas. De tanto ocultar o disfrazar lo que en verdad piensan y sienten, pareciera que cada día disponen de menos aptitud para manifestar auténticos sentimientos.
Frente al abandono a que les condena el régimen, responden abandonándose ellos mismos. Ante la enfermiza manía concentracionaria del poder, oponen la silenciosa picaresca del disimulo y del individualismo. La tan cuestionada pasividad del cubano ante los abusos del régimen, aún más que al miedo, responde hoy a una particular dejadez, a su inconsciencia, que ya es defecto de fábrica.
Ante la tesis totalitaria de que el Estado es superior a los individuos, y, por tanto, estos tienen que ser sus servidores, las probetas para sus caprichosos y atropelladores inventos, quedaron asfixiados en el inconsciente colectivo la espontaneidad, la imprevisibilidad y el impulso de originalidad, rasgos todos eminentemente humanos, cuya ausencia les aplasta hoy con su peso de plomo.
Un signo revelador de la inviabilidad de esa cosa amorfa a la que ahora llaman "proceso de actualización del modelo económico y social cubano", radica precisamente en la forma en que se demuestra a diario la ineptitud del régimen para gobernar.
Esos grandes y pequeños funcionarios corruptos que saturan todas las estructuras y que, lejos de extinguirse al ser aplastados, se multiplican como las lombrices. Y esa abulia generalizada entre la gente de a pie ante los llamados al orden, ante el cumplimiento de la ley, o ante la perspectiva de cualquier compromiso, sea para apoyar con hechos los planes oficiales o para rechazarlos, no es sino consecuencia directa de la ingobernabilidad de los cubanos, posiblemente el más nefasto de los males que heredaremos del fidelismo.
En apariencia, la gente está dispuesta a obedecer todo lo que se les ordene y a sufrir resignada todo cuanto le impongan, pero si bien se mira, no deben abundar en el mundo pueblos tan desobedientes y descreídos como el cubano de hoy. Como tampoco abundan los que estén resueltos a pagar por ello tan alto precio.