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Opinión

República liberal/ Revolución socialista

La república liberal, nacida de las luchas independentistas del siglo XIX, y la república socialista, resultado de las querellas políticas del siglo XX, han alcanzado exactamente la misma edad.

Málaga

El 20 de mayo se cumplió el 114 aniversario de la fundación de la República de Cuba. La fecha, que pasó inadvertida para casi todo el mundo, tiene importancia por sí misma, porque marca el momento en que la última provincia americana de España se separó de la Corona y se constituyó en Estado soberano, y porque señala el punto del calendario en el que la república liberal, nacida de las luchas independentistas del siglo XIX, y la república socialista, resultado de las querellas políticas del siglo XX, alcanzaron exactamente la misma edad: 57 años.

Conviene aclarar que se trata aquí de precisión histórica, es decir, de equivalencia entre dos periodos y no de exactitud matemática. Es posible deducir del cómputo los tres años de la segunda intervención estadounidense (1906-1909) en los que la República estuvo en suspenso, como también sería válido descontar los dos primeros años (1959-1960) que constituyeron la transición o prólogo semiliberal a lo que luego sería el régimen totalitario de los hermanos Castro. Pero esos ajustes no alterarían lo esencial: ambas etapas son ahora perfectamente homologables entre sí y, de hecho, comparables también con  la fase insurreccional que precedió a la República, que se prolongó de 1847 a 1898.

No obstante, para que una comparación entre la etapa liberal y la etapa socialista de la República tenga algún sentido, es preciso situar ambos periodos en sus contextos respectivos. Existe la tendencia a hablar de "Cuba" o del "pueblo cubano" como entidades ahistóricas, como sujetos que, una vez constituidos en el primer tercio del siglo XIX, hubieran atravesado, invariables e idénticos a sí mismos, los casi 200 años que separan al régimen de las facultades omnímodas del momento presente. Pero esa ilusión de trascendencia soslaya el hecho obvio de que tanto la población de la Isla como las ideas y creencias vigentes, la situación política, las condiciones socioeconómicas y el contexto internacional, fueron muy diferentes en cada una de esas etapas.

Es imposible llegar a entender lo que era Cuba en 1959 si no se tiene en cuenta el punto de partida de 1899. Al concluir la segunda guerra de independencia, la Isla se hallaba devastada por un conflicto que había resultado particularmente mortífero para la población civil y había quebrantado gravemente sus pilares económicos.  La estrategia de "reconcentración" del general español Valeriano Weyler y la estrategia de la "tea incendiaria" del general cubano-dominicano Máximo Gómez acabaron respectivamente con el 20% de la población y con la mitad de la riqueza agroindustrial. La producción de azúcar, tabaco, ganado y otros productos había mermado considerablemente en comparación con 1895. No había comunicación terrestre directa entre La Habana y Santiago, las epidemias de cólera y fiebre amarilla eran todavía frecuentes, y sin duda más de la mitad de la población era analfabeta.

En el medio siglo siguiente, la producción de azúcar se multiplicó por ocho enteros, la esperanza de vida se duplicó con creces, pasando de menos de 30 a más de 65 años, el número de viviendas con agua corriente se triplicó  y el analfabetismo se redujo a menos de la mitad.

Pero las estadísticas solo reflejan parcialmente el grado de modernización y desarrollo que la Isla conoció durante la república liberal. En esos 57 años se introdujeron en la Isla el cine, la radio, los automóviles, el ferrocarril central, la aviación y, a partir de 1949, la televisión. Se erradicaron las pandemias más dañinas, se construyeron y dotaron decenas de escuelas y hospitales. Mientras se lograba todo esto, Cuba acogió y dio trabajo a más de un millón y medio de inmigrantes, muchos de los cuales enviaban remesas periódicas a sus familias en España, Jamaica, México y otros países.

Esta transformación ocurrió en un contexto internacional no siempre favorable, en el que acontecieron dos guerras mundiales, la gran depresión de 1929, la fiebre nacionalista que tanto afectó al comercio entre los países y la revolución de 1930 contra el general Machado, cuyas consecuencias repercutirían en la Isla hasta mediados del decenio siguiente. Era un mundo en el que prácticamente no había organismos de cooperación internacional ni existía el concepto de ayuda al desarrollo. Y todo eso en un país que, según la interpretación marxista de la historia, era víctima de los monopolios yanquis, la codicia de los empresarios capitalistas y el saqueo de sus gobernantes venales.   

Cuando en 1959 la insurrección acaudillada por Fidel Castro derrocó al Gobierno de Fulgencio Batista, Cuba era uno de los países más desarrollados de América Latina y mostraba índices socioeconómicos superiores a los de muchas regiones del centro de EEUU o del sur de Europa. Pero los cubanos no solían compararse con los granjeros de Oklahoma ni con los aparceros del Algarve, y mucho menos con sus homólogos de Honduras o Colombia. La referencia obligada era París-Londres-Nueva York y, cuando el orgullo aflojaba, Madrid.

Según las promesas de sus dirigentes, la Revolución venía a restaurar el régimen democrático bajo los auspicios de la Constitución de 1940 y a continuar, con algunas correcciones, el esfuerzo desarrollista del periodo anterior. Pero en realidad los hermanos Castro y su círculo íntimo traían un plan diferente y secreto, que empezaron a aplicar en cuanto ocuparon los principales centros de mando.

Ese proyecto, que tan claramente han explicado escritores y testigos como Rufo López Fresquet, Manuel Urrutia, Elena Mederos, Tad Szulc y otros, estaba basado en la vulgata marxista-leninista: en un país del Tercer Mundo la verdadera independencia nacional y el desarrollo económico acelerado solo podían alcanzarse mediante la implantación de una "dictadura del proletariado", que estatizara la economía, aplastara a la "burguesía cipaya" y quebrara la subordinación a las potencias imperialistas.

En el caso de Cuba, la aplicación de esa fórmula entrañó la confiscación del capital nacional y extranjero, la creación de un enorme aparato represivo (paredones de fusilamiento, comités de delatores, cárceles y campos de trabajo forzado) y la ruptura con EEUU, en el marco de una estrategia que solo fue posible gracias a la protección militar, diplomática y económica de la URSS.  Tras un bienio de intensa resistencia a la implantación del régimen comunista, el Gobierno de partido único y comandante único se consolidó en 1962.

Durante los 54 años siguientes, el régimen castrista ha dispuesto de todos los recursos del país y de un enorme volumen de subsidios —primero de la URSS, luego de Venezuela— para potenciar el desarrollo de una sociedad que ya en 1959 generaba una riqueza considerable. Además, ha realizado su tarea en una era de relativa paz y grandes avances tecnológicos, en un contexto internacional muy favorable al desarrollo económico, con ayuda de organismos multilaterales,  manteniendo relaciones comerciales con el mundo entero  —salvo con EEUU—  y sin tener que preocuparse de huelgas, manifestaciones estudiantiles, reivindicaciones minoritarias, críticas de los medios de comunicación ni otras presiones sociales.  La prensa, las centrales sindicales, las iglesias, las agrupaciones estudiantiles y todas las demás entidades de la sociedad civil han cumplido siempre con las orientaciones del Partido Comunista (PCC).

Lo que el castrismo ha logrado en condiciones tan ventajosas salta hoy a la vista: una crisis demográfica de difícil solución,  una economía quebrada, un endeudamiento colosal (que ahora le van perdonando sus acreedores, casi avergonzados de haber exigido alguna vez lo que les debían), ciudades que se caen a pedazos y condiciones de vida miserables para la mayoría de la población.  Cuando se consideran las carencias de agua corriente, electricidad, transporte, vivienda, ropa y alimentos que los cubanos han padecido en el último medio siglo, resultan casi irrisorios los logros que pregona la propaganda gubernamental, al ensalzar a la santísima trinidad que forman la educación, la sanidad y el deporte. 

No es preciso evaluar los contenidos de la enseñanza, la calidad de la atención médica y el costo de las medallas olímpicas para concluir que el balance es desolador. Porque a esos flacos resultados, poco más se puede añadir: el ballet, algunas películas costumbristas, un sector de biotecnología no homologado internacionalmente y un negocio turístico que apenas empieza a recuperar el pulso que tuvo en la década de 1950. (El volumen del turismo mundial se ha multiplicado por 40 desde esa época. En 1957, Cuba ya recibía más de 300.000 visitantes al año, principalmente de EEUU y Canadá. Si el Gobierno actual hubiera aplicado otra política, en lugar de celebrar hoy los tres millones que acoge, estaría llegando a los 12 millones.)

Pero, evidentemente, cuando se dispone del diario Granma y del monopolio absoluto de la radio, la televisión, el cine, la prensa plana y el sistema educativo, no resulta difícil convertir el revés en victoria, todos los días del año, si es preciso.

Por deficientes que sean los resultados materiales de medio siglo de socialismo, las consecuencias morales son mucho peores. Tres generaciones de cubanos se han acostumbrado a vivir en la mentira, sin derechos y sin decoro. Un millón y medio han huido al extranjero, en busca de un horizonte de libertad y prosperidad que el régimen les ha negado. En la Isla, cientos de miles de jóvenes siguen viendo en la emigración la única perspectiva de progreso para ellos y sus familias.  

¿Cómo pudimos caer tan bajo?, se preguntan todavía muchos cubanos que tienen edad y memoria suficientes para recordar cómo era el país antes de 1959.

La explicación de las corrientes profundas que hicieron posible este fracaso colectivo exigiría otro texto, al menos tan extenso como este. Baste decir, por ahora, que el excelente desempeño socioeconómico de la República no estuvo acompañado de una evolución similar en la esfera política nacional.  La clase política fracasó y, al naufragar, arrastró consigo todo lo demás: Estado, economía, cultura y desarrollo social. 

En estos años, millones de cubanos han sacrificado su libertad y sus derechos, al dejarlos en manos de un caudillo iluminado y verborreico, que pretendía saberlo todo y tomar decisiones infalibles, y que, para más inri, ha pretendido establecer una dinastía de estilo norcoreano.

La regeneración que ahora empieza a vislumbrarse va a ser muy complicada. Y en el contexto actual, no queda otro camino que asumir íntegramente el pasado, con sus luces y sus sombras, y tratar de recuperar el rumbo que se perdió en 1959. Sin optimismo pueril, sin certeza alguna de final feliz, pero con la esperanza de que con esfuerzo, inteligencia y buena voluntad quizá se logre alcanzar un nuevo 20 de mayo. Para que Cuba llegue a ser, por fin, la República que soñaron sus próceres, con todos y para el bien de todos.

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