Acaba de celebrarse la asamblea de balance del trabajo de la Contraloría General de la República durante el año 2015. El saldo de las auditorías e inspecciones realizadas constituye un reflejo del desorden existente en empresas y entidades cubanas: se detectaron 233 delitos, de los cuales 106 clasifican como hechos de corrupción.
Igualmente se pudo conocer que, de los perjuicios económicos propinados al patrimonio público, el 33% correspondió al Presupuesto del Estado, mientras el restante 67% fueron a empresas y entidades. Se recomendaron un total de 6.614 medidas disciplinarias contra los infractores directos y sus colaboradores.
Entre las anomalías halladas están los faltantes y pérdidas de bienes, la existencia de cuentas por pagar vencidas, la inejecución por negligencia de recursos aprobados para inversiones, pagos indebidos a trabajadores por cuenta propia, deficiente gestión de los sistemas de contratación, así como indisciplinas tributarias.
Pero en esta reunión afloró otro hecho inquietante para las autoridades, tanto o más que las deficiencias antes mencionadas: no se logra completar la plantilla de auditores que requiere el país. Muy pocos graduados de las especialidades de Contabilidad y Finanzas quieren ser auditores, no obstante el número de profesionales y técnicos de esas materias que se desempeñan en otros cargos, y que podrían quedar excedentes de profundizarse el proceso de reducción de plantillas en los distintos niveles de la economía.
Es cierto que los auditores no siempre han encontrado condiciones favorables para su trabajo. Además de que algunos no cuentan con la capacitación suficiente, ha sido escaso el apoyo que han tenido en varios lugares por parte de las administraciones, y ha habido demora en la aplicación de sanciones a los infractores, lo que a la postre fomenta el ambiente de descrédito e impunidad.
La realidad indica que los auditores son mal vistos en todas partes, máxime en una economía como la cubana, donde cada vez aumenta la magnitud de la economía sumergida —lo que en el argot popular se conoce como "luchar" o resolver "por la izquierda"—, y además muchas veces son los propios jefes de las empresas y entidades los que propician o cometen directamente las violaciones.
Y si difícil resulta hallar auditores para nutrir la tropa de la Contraloría General de la República, harto engorrosa se torna la tarea de encontrar a alguien que acepte ser auditor interno de una empresa o entidad. Porque estos últimos, a diferencia de los de la Contraloría, son trabajadores de los propios centros que van a ser auditados, y tienen como triste misión la de vigilar o chivatear a sus compañeros de trabajo.
Para restarle dramatismo a esa situación, y también con vistas a tener las manos libres para actuar, muchos jefes emplean a sus auditores internos en tareas ajenas a la auditoría o el control. Se trata, por supuesto, de una práctica que no agrada a la señora Gladys Bejerano, contralora general, quien insiste en que el control interno es fundamental para detener las irregularidades que se observan por doquier.
Hasta los exespías Gerardo Hernández y Ramón Labañino —que no se sabe a ciencia cierta qué hacían en esta reunión— se pronunciaron por la búsqueda de alternativas que permitan paliar la escasez de auditores.
Al final, y como sucede con frecuencia, la cadena tiende a quebrarse por el eslabón más débil y desprotegido, en este caso los jóvenes que estudian actualmente las carreras de Contabilidad y Finanzas en las universidades del país. Porque la señora Bejerano, el ministro de Educación Superior, Rodolfo Alarcón, y la flamante presidenta de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y miembro del Consejo de Estado, Jennifer Bello, firmaron un convenio de trabajo para que esos estudiantes, como parte del servicio social de obligatorio cumplimiento, una vez graduados se desempeñen como auditores al menos durante dos años. Pobres muchachos.