Tan pronto me descubrió asomado a la puerta me saludó. Lo interpreto como una buena señal. "Tiene la cabeza clara", dice la sobrina que le cuida, "lo que le cuesta es hablar".
Comienza a incorporarse para recibirme, pero la sobrina le empuja el hombro y lo devuelve a la cama sin mucho esfuerzo, "sabes que no puedes pararte", le dice en tono maternal. Luego se voltea hacia mí y en forma cruda me espeta, "él estaba de lo más tranquilo, hasta ahora". Evidentemente es un reproche por aparecerme a verlo, "y hay que cuidarlo mucho porque tiene neumonía de la grave, la peligrosa". El paciente intercede, hace gestos para que la ignore y me señala el sillón a su lado.
Viste un piyama gastado y de su cara, brazos y abdomen afloran mangueras y conexiones. Son los apéndices obligatorios para cualquiera que ingrese a un hospital de Miami, extensiones con las que los médicos demuestran que el enfermo les pertenece, que depende de sus aparatos y controles.
Se me había perdido. Llevo días buscándole y llamándole para terminar la entrevista que empezamos a organizar hace más de dos meses. Hoy por fin le encontré gracias al "Príncipe", un señor que le cuida y que me cuenta de la trombosis que sufrió a finales de noviembre, agravada ahora por las afecciones respiratorias. "Demasiado tiempo acostado", me explica, "la neumonía es oportunista".
Él escucha y quiere dar su versión, pronuncia frases inteligibles, se desespera, toma aire y consigue balbucear, "yo… salgo", lo interpreto como una promesa de que se va a curar o que al menos no permanecerá mucho tiempo en ese estado.
El personal del hospital no le reconoce, puede que no le identifiquen por lo flaco y avejentado que se encuentra, o que realmente no sepan de quién se trata.
El enfermero nos comenta que la trombosis o el stroke, como se dice aquí, le afectaron la boca y el lenguaje, ignora que la desfiguración no se debe a contracciones musculares recientes sino a los disparos que alguna vez recibió en la cara.
El médico de guardia está llenando un formulario y pregunta a los presentes la profesión del enfermo, todos quedan en silencio, nadie sabe qué empleo declararle a Luis Posada Carriles, pero la sobrina, que parece tener vasta experiencia en estos temas, alza la voz para evitar cualquier aclaración. "Jubilado", anuncia con total seguridad. El médico vuelve a preguntar, "¿fuma o ha estado expuesto al humo con frecuencia?", la sobrina niega, "¿humo?, jamás en la vida".
No seré yo quien aclare que el paciente y el humo son una misma cosa, que ese anciano inofensivo y con una tos persistente es el más temido y vilipendiado enemigo del Gobierno de La Habana, un tipo al que no dudan en clasificar como el señor de las bombas, el gran terrorista del exilio cubano, un hombre al que vinculan con cuanta explosión, atentado o acto hostil suceda o se imaginen.
Muchas de las acusaciones en su contra son ridículas, como la que hiciera el presidente venezolano Nicolás Maduro, en 2013, cuando, sin importar que se tratara de un anciano minusválido, lo señaló al frente de un comando que planeaba infiltrarse en Venezuela y atentar contra su vida.
Pero en otros casos hay indicios para asociarlo a la planificación de actos que cobraron la vida de casi un centenar de civiles.
Al enfermo con que comparte habitación le han traído el almuerzo, lo come despacio, con la cama adaptada en forma de sillón. Posada lo mira atento y pregunta, "¿yo… cuándo?", el médico le asegura que ya comió y le señala una de las mangueras que parece salir del abdomen, "pero comiste por aquí y no necesitas más nada".
Reclamo su atención, le recuerdo la entrevista inconclusa y su promesa de revelaciones. Él me pide que me acerque y al oído me lanza otra jerigonza intraducible. Desisto, me incorporo, no tiene sentido tratar de rescatar confesiones.
Posada no se desanima, ensaya una y otra vez hasta que logra decir, "queda… poco". Lo pronuncia espaciado, respirando entre palabras, luego lo repite unas tres veces, como para que no queden dudas. "¿Poco para qué?", le pregunto y como respuesta repite la frase nuevamente, pero ahora acariciándose la mandíbula con el índice y el pulgar de la mano izquierda.
El gesto es inconfundible, está peinando una barba imaginaria, una mímica que durante años han utilizado los cubanos para hablar mal de Fidel Castro y no delatarse. A falta de palabras, Posada ha copiado el gesto para referirse a su principal enemigo, el tipo que le ha obsesionado por los últimos 57 años.
Yo vine buscando develamientos que definieran su posible participación en la voladura de la nave de Cubana de Aviación aquel lejano octubre de 1976, o en las explosiones que asolaron los hoteles de La Habana en 1997. Pero Luis Posada Carriles no tiene nada nuevo que decir, guarda los alientos finales para continuar su batalla personal contra el líder de la revolución cubana.
La meta ahora no es matar a Fidel Castro, para ganar la partida ya no necesita bombas ni fusiles de francotirador, basta con sobrevivir, conseguir quedar en pie cuando el otro muera, perdurar aunque sea por unos minutos más.
Pero se le hace difícil resistir en este último round, asalto final entre dos ancianos que pueden ser traicionados por sus cuerpos en cualquier momento.
Me recuerdan los contrincantes de un cuento de Borges que compiten aun en su agonía, porque el verdugo les degüella a la misma vez y los invita a escenificar su última carrera.
Por lo pronto la enfermera nos bota en buen cubano, "permisito caballeros, vayan saliendo que lo tengo que bañar".
Posada me despide desde el camastro que la enfermera ha comenzado a envolver con una cortina corrediza. La mujer lo va desapareciendo a la vista de todos, aislándolo dentro del ovalo de nylon que cuelga del techo y que parece más telón y artesonado de un circo ambulante que la bañera improvisada de un cuarto de hospital.
Allí queda, tranquilo, sumiso, tosiendo, dejando a otros hacer.
Quizás no se percate de la similitud de este acto con el final de sus días.
Quizás Posada no entienda que vive el capítulo final de su historia, una novela que ahora mismo nadie quiere leer, muchos porque la rechazan, otros porque, con razón o sin ella, le temen.